La tribu
literaria está de luto. Leo con sentimiento, y la reverencia debida, las
necrológicas de John Berger, maestro de mirada y de crónicas de viaje, de este
viaje más a trancas y barrancas que a otra cosa como es el de la mayoría que
tiene pocos lujos a su alcance. Berger, autor tan seguido y tan de culto, cuyas
enseñanzas magistrales tan poco se les nota a sus devotos españoles, expertos
en El arte de viajar de gorra y en el repique de guías de viaje y museo como
creaciones de verdadera ambición. Hacerse el Malraux sale caro. Para ir tras
los pasos de Berger, además de medios, hace falta talento. Suele pasar. A mayor
calidad humana y literaria, más inapreciable el eco celebrado de la enseñanza.
Me gustan las
derivas de Berger a partir de una imagen, de una noticia, de una cosa vista al
pasar, su dejarse llevar por la evocación, esteticista o no, y las
reminiscencias eruditas, sus versos al vuelo. Suelo acordarme a menudo de una
frase de no sé qué obra suya: «A veces, para rebatir una sola frase hay que
contar toda una vida», algo que invita a callarse si la pregunta o la frase
escuchada son enojosas, porque para qué vas a explicar nada, para qué contar tu
vida. Mejor dejarlo correr.
A Berger se le
elogia por hacer algo difícil, como es darle entidad literaria al mundo rural
en una época en que ese mundo está cada vez más desdibujado o está solo para
explotarlo de manera industrial o para destrozarlo. Es difícil conseguir que a
alguien le interese el drama de ese mundo condenado a la desaparición, aunque
mucho dependa del nombre del autor y de la editorial, de si está o no de moda,
y de los palmeros, siempre los palmeros que jalean lo que mande la patronal.
Del drama de la estampida y desertización de las zonas rurales, y consiguiente
fuga a la gran ciudad aquí se escribió mucho, por sus protagonistas y testigos
directos, pero se ha olvidado mucho más porque lo escrito tenía ese desgarro y
esa sordidez de lo que es dudosamente esteticista, y solo es patético, de un
desgarro de polvo, adobe y frío.
Se incendia por
enésima vez Valparaíso, Playa Ancha, barrio universitario y de marinos en su
parte baja, barrio pobre en su parte alta, hacia el Camino de la Pólvora y
Quebrada Verde, hacia donde ha mordido estos días el fuego. En los años 2008 y
2010 pasé unas cuantas semanas en una calle de Playa Ancha que subía y subía y
se perdía en el cerro, flanqueada de chabolas. «No vaya por ahí… », me decía mi
patrona, preocupada de que me pasara algo. Bastaba que me lo dijeran para que
fuera y viera: pobreza, precariedad, nada muy diferente a lo que llevó el
doctor Aldo Francia a su película Valparaíso mi amor (1969). Conocí a un alemán
de la calle Serrano, medio cuco, medio vagamundo, bohemio le decían, que tenía
un tour turístico de la miseria y mostraba a los turistas, gringos sobre todo,
lo que no quiere ver nadie, y los llevaba por esos cerros tan pintorescos desde
lejos, tan sobrecogedores cuando estás en ellos. Hoy hay cientos de evacuados y
la solidaridad porteña desatada. Tragedia menor y lejana esa… ya proveerán, ya
empacarán la ayuda y alguien se sacará con ella la foto. Lo que viene luego,
sobre el terreno, no da cámara, o sí la da: Le mani sulla cità, de Francesco
Rosi, esto es, la especulación feroz. Un terreno baldío es una provocación.
Allí y aquí. Es una suerte tener una noticia así a mano para no verse obligado
a ocuparse de las largas colas callejeras del hambre de aquí mismo en estos
días helados, ni del asalto, organizado dicen, como si fuera una ofensa, a la
valla de Melilla; ni del siniestro espectáculo del reñidero nacional de los
gallos que olvidan la urgencia de la pelea por el cambio, mientras otros medios
de comunicación celebran las destemplanzas de majas y majos, tan aplaudidas
como abucheadas, con un estilo que tiene un tufillo a crónica deportiva
entusiasta. Nos va la vida en el asunto, pero parece que solo se trata del
partido del domingo escuchado en transistor y descampado, el resultado de la
quiniela, la elucubración del café copa y puro. Espectáculo… arrevistado, pues
de la historia falsificada y su rememoración hacen mojiganga, entre pendones,
cristos y legionarios, y motivo de arenga cuartelera, como la toma de Granada.
Todo es vergüenza
y aburrimiento, dice Sánchez Ferlosio, y quienes le ponen el micrófono resaltan
esa frase como lo más profundo y sólido que puede decir el escritor en su
entrevista, a modo de reclamo publicitario de otro volumen de obras completas,
que es de lo que se trata. Temible profundidad nonagenaria la suya, que cosecha
los aplausos de los incondicionales y el asombro del respetable que conviene,
porque cada cual tiene motivos sobrados sobre todo para estar más que harto,
aburrido… de la desvergüenza siempre ajena. Ese desgarro de Ferlosio vende o en
eso se confía. Nos puede lo tremendo, lo rotundo, el desplante en vano. De ahí
a decir, con Gutiérrez Solana, que no hay otra verdad que la fuesa, solo hay un
paso… o un tropiezo; y tampoco eso…
*Publicado
originalmente en Cuarto Poder y en el blog del autor Vivir de buena gana
(4-enero-2017)
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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 01/04/2017
Imagen: John Berger
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