No hay mejor
escritor que aquel que desea contar una historia, narrarla, esculpirla,
desenterrarla, sin otro propósito que el de compartirla con el mundo; esas
vainas de conseguir la vanguardia narrativa, la polifonía, el subtexto, el
metalenguaje, el análisis político dentro de una sociedad y demás cosas que
fundamentan los teóricos que le soban las criadillas a Bloom, o a los autores
del Boom, del McOndo o de la nueva tendencia de Raskolnikoves idiotas, parida a
su vez por periodistas twitteros, no son más que adornos de una crisis creativa
y hasta espiritual de cómo va nuestra narrativa...
Uno extraña a la
literatura de verdad, esa que quería ir más allá de las apariencias del autor,
siendo reemplazada estos últimos años por un “intento de narrativa”, que no son
más que pastiches del Carver ebrio, del Bolaño de “Putas asesinas” o del guión
de “La Fiaca”; uno extraña encontrar una historia y nada más que una historia,
y el que aún exista alguien en Bolivia que la construya y la comparta es un
logro tremendo.
Por ello me dolió
que Juan de Recacoechea no fuera leído en los colegios, en los círculos de
intelectuales que dicen hacer poesía “sacrificando sus felicidades”, o al menos
ver una reseña de sus libros en YouTube. Es un autor que, al igual que Lucio V.
López en Argentina, o Giovanni Guareschi en Italia, muy pocos revisitan; y
precisamente la similitud entre los nombrados y Juan, está en la intención de
su oficio de escritura: compartir historias, personajes, situaciones, vidas y
también muertes.
“Toda una noche
la sangre” fue uno de mis libros favoritos de este autor. Salvando las
limitaciones argumentales de “American Visa” o el gran manejo de personajes de
“Altiplano Express”, “Toda una noche…” recrea (a su manera) un hecho histórico
y cruento, como lo fue el rapto, la tortura y la posterior ejecución de Luis
Espinal; pero Recacoechea va más allá de copiar los datos del suceso: hace
ficción a partir del diseño de un personaje rotundo y digno del mejor
Dostoievski, con abismos y cimas tales, que uno se sorprende rápido por cómo,
en tan pocas páginas, Recacoechea ha sabido convencer al lector sobre la
existencia de aquel antihéroe y antihumano, llamado Antonio Sivalic.
Así como Robert
Bloch construyó a Norman Bates basándose en Ed Gein, Recacoechea toma a uno de
los raptores de Luis Espinal (el mismo Espinal tiene otro nombre en la novela)
y lo vuelve el personaje protagónico.
Así, somos
testigos del crecimiento del vacío existencial de Sivalic y de sus decisiones,
de su ira por cierto pasado suyo y por su trayectoria fatal hacia un final que
humaniza al lector, al mismo tiempo que explica una cosa cierta pero desgarradora:
el destino y la fatalidad pueden ser reivindicaciones del sinsentido, así como
Camus analizó en “El mito de Sísifo”, el suicidio.
A partir de la
descripción de un destornillador, recurrente en casi toda la novela, el lector
completa el cuadro de lo que debió sufrir Espinal antes de morir, y aun así, a
pesar del estremecimiento leve que produce lo que no se describe pero sí se
intuye, la lectura aterriza con estilo hacia ese final tan anticlímax pero
coherente, como la vida misma.
Me da bronca que
no se lea ni promocione a autores como a Recacoechea, y en vez de eso, se haga
tanta pompa y ruido por escritos de twitteros que no tienen la intención de
compartir historias, sino la de mostrarse tan minimalistas e inútiles, como
echarse un gas mientras se camina.
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