PABLO CINGOLANI
A vuelo de
pájaro, la imagen de Bolivia en la literatura internacional es variada y muta
de acuerdo a la personalidad de quien escribe.
Para la chilena light Marcela
Serrano (en Nosotras que nos queremos tanto), Bolivia es un buen
lugar para escaparse y tener un romance prohibido en las mullidas camas de un
hotel cinco estrellas de la ciudad de La Paz pero eso sí, rociado con vino
Undurraga, contrabandeado desde el valle Central de su propio país.
Pero para la también
trasandina y ecologista Malú Sierra (en Donde todo es altar), por
el contrario, Bolivia es sinónimo de diversidad, resistencia y profundidad
cultural y a pesar de haber sido tomada como rehén por los comunarios de
Amarete, en la región Kallawaya, ella los ama, ama a Tiwanaku, ama a la isla
del Sol, hasta tuvo valor para pedir mar para su vecino en medio de la
dictadura de Pinochet. Luis Sepúlveda, que andaba fugándose de las mazmorras
del tirano, cuenta en su Patagonia Express que sólo sintió
peligro y lo vivió en carne propia en Villazón cuando fue detenido junto a un
joven Hare Krishna en peregrinaje a la India: los dos fueron expulsados por la
policía fronteriza y sus únicos recuerdos de Bolivia serán el duro piso de
cemento de la estación ferroviaria y el sol a matar al cual lo expusieron los
soldados: nunca más volverá.
La mirada de los
norteamericanos es igualmente diversa: desde un Waldo Franck que se enamora del
garbo de la chola paceña y de la caprichosa geografía donde está asentada la
urbe a un Paul Theroux –que cruza el altiplano en tren, en un periplo iniciado
en Boston- y que no cesa de espantarse, a cada rato, salvo para alabar a la
cerveza local. Saliendo de Viacha, escribió: Es igual vivir en una
tierra trágica/ que vivir en una época trágica./ Contempla las rocosas laderas/
y el río que se abre camino entre piedras,/ contempla las chozas de quienes
viven en esta tierra maltrecha. Algo similar le sucedió al francés Henry
Michaux, célebre por sus relatos sobre el Extremo Oriente, pero que ante la
cordillera de los Andes se empequeñece y teme: “Fumamos aquí todo el
opio de la gran altura,/ voz baja, paso corto, aliento corto./ Poco pelean los
perros, poco los niños, poco ríen”. Su compatriota D´Orbigny, en uno de los
clásicos de los clásicos sobre literatura de Bolivia escrita por extranjeros,
experimentaba todo lo contrario: paisaje inconmensurable, energía vital,
fortaleza de las gentes.
Pero la cita más
extraña sobre Bolivia la escribió uno de los más famosos escritores de todos
los tiempos, el norteamericano Herman Melville y en su libro-río: Moby
Dick o La ballena blanca. Allí lanzó una hipótesis temeraria: la
independencia de Bolivia fue producto de los efectos benéficos de la caza de
ballenas en el Pacífico Sur. El mérito es que reconoce a Bolivia como un país
marítimo.(1) Otra defensa inesperada del derecho a costas boliviano lo
hace otro francés: Jean Raspail. (2)
Los argentinos
también mantienen una relación polisémica. Soriano, el gran Soriano, construye
en una de sus novelas (Una sombra ya pronto serás) una Bolivia mítica:
un edén tropical (aunque inalcanzable) donde las mujeres son hermosas y
ardientes y donde se gana dinero en carretilla, haciendo referencia a Santa
Cruz de la Sierra. En la misma dirección pero con pruebas y conocimiento de
causa, hay una rareza bibliográfica signada por Ciro Tórrez, un excéntrico y
culto vagabundo argentino que terminó escribiendo –con el dinero de Nicolás
Suárez, el barón del caucho- un libro inhallable e inclasificable que tituló Las
maravillosas tierras del Acre y que es un, por momentos delirante,
alegato (¡y mamotreto de 747 páginas!) a favor de los caucheros masacradores de
etnias, editado en La Paz en 1930.
Rodolfo Kusch
también construye una Bolivia extraordinaria y bucea en los significados más
humanos y más bellos de la cultura andina. De su experiencia boliviana, extrae
el material para sus teorías con relación al pensamiento popular
latinoamericano: aquí “descubre” que los indios (y en gran medida, los
movimientos políticos nacionalistas y populares del continente) expresan algo
más trascendente que el “ser” occidental y que es el “estar” nuestro. No fue el
caso de otro gran referente de la literatura producida por argentinos en torno
a Bolivia como es, sin dudas, Ernesto Guevara De la Serna, más conocido como el
Che. Sobre El diario del Che en Bolivia, más allá de las
inexistentes estadísticas que poco importan, habría que afirmar para situarlo
que debe ser el libro sobre Bolivia más leído en el mundo entero; a su manera
el testimonio de combate del guerrillero es el gran best seller con
tema boliviano de la historia.
Señal de cuerpo
Lo del Che
seguirá siendo un enigma, más allá de que los libros de historia ya creen
certificar la traición del Partido Comunista Boliviano para explicar el fracaso
local del guerrillero más famoso de todos los tiempos. La tesis de la traición
siempre me olió a subestimación de Ernesto porque todo es más complejo: dos
décadas después, Castro le habló en privado a Gianni Miná, el más prestigioso
de los periodistas italianos de final de siglo, de la “pulsión de muerte” que
también animaba a Guevara. Como sea, Castañeda dixit, dicen que
Guevara sorprendió a Mario Monje, el entonces secretario general del PCB- con
esta afirmación, dicha durante una plática en La Habana en 1964: “Yo estuve en
Bolivia, conozco Bolivia y es muy difícil hacer la lucha guerrillera en
Bolivia. Ha habido reforma agraria y esos indios no creo que se sumen a la
lucha guerrillera”. Lo primero es cierto: Ernesto había llegado a La Paz cuando
la pólvora de las Jornadas de Abril de 1952 todavía estaba fresca: el
mozo-icono del Eli´s, Don Max, te cuenta cómo le servía café. El resultado de
su segundo viaje al país fue desastroso. Uno de sus captores en esos diálogos
fragmentarios que todos aseguran haber tenido con el prisionero de La Higuera
dice que le preguntó: “¿Por qué Bolivia? Tengo la impresión de que se equivocó
desde el principio al elegir Bolivia para su aventura”. El Che le respondió
altivo: “La revolución no es una aventura. ¿Acaso no se inició en Bolivia la
guerra para la independencia sudamericana? ¿Acaso no están orgullosos de haber
sido los primeros?. Después, lo asesinaron pero quedó su Diario.
El libro más
leído sobre Bolivia es un relato conmovedor de un viaje sin mapas y de la
ascesis incluso corporal de un individuo excepcional. Esta cita lo dice todo:
“Al comenzar esa caminata, se me inició un cólico fortísimo, con vómitos y
diarrea. Me lo cortaron con demerol y perdí la noción de todo mientras me
llevaban en hamaca; cuando desperté estaba muy aliviado pero cagado como un
niño de pecho”. El asma del Che era tan crítico que incluso la guerrilla
tomó Samaipata, un centro urbano importante, para procurarle medicamentos que,
para colmo, no encuentra. Libro agónico y estremecedor, es el ideal y el cuerpo
del Che el que traza un itinerario inverosímil en medio de una geografía
durísima, extrema: allí quedaron inmortalizados lugares como Ñancahuazú,
Lagunillas, Jagüel (donde muere Coco Peredo), Pucara, lugares que siguen allí,
olvidados y desmintiendo la profecía del propio Che en Alto Seco cuando en su
único mitin del trip hacia su muerte (y presintiendo la
derrota) les confesó a un grupo de campesinos de los valles mesotérmicos de
Santa Cruz que, por lo menos, el paso de la guerrilla les traería ciertos
progresos: agua, luz eléctrica, salud. Ni eso: lo único que dejó la guerrilla
en el sudeste fue su leyenda y esas páginas irrepetibles que ya son parte del ajayu de
uno de los territorios literarios por excelencia del siglo XX.
Señal de Cuerpo
(2)
Hay otro libro
que narra la ascesis de otro ser singular y que atraviesa Bolivia a pie. El que
publicó el canario Román Morales, titulado Buscando el Sur. Pero su
camino en búsqueda de la virtud, a diferencia de Guevara, refunda su vida, no
su muerte.
El año 1990,
Román se convierte en el primer hombre que encara el cruce caminando en
solitario del Salar de Uyuni. Autoridades del Instituto Geográfico Militar de
La Paz y los propios comunarios de Tahua, la aldea al borde del salar y del
volcán Tunupa desde donde inició su marcha, tratan de disuadirlo. “Es una
locura”, “quédate con nosotros”, le dicen unos y otros pero el igual lo encara
(“Decidí retirarme temprano a dormir: al alba empezaría a cruzar aquel océano
de leche petrificada”). Ya muy cerca de llegar a Atulcha y coronar con éxito,
sufre una descompensación física brutal y cae a la sal, fulminado. Siente,
abandonado el calor del cuerpo, que la parca se lo quiero llevar y que no había ch´allado lo
suficiente con sus amigos indios. Siente que es el fin hasta que recuerda que
carga una chuspa con coca (“Si realmente sabéis dar la fuerza, dádmela ahora”)
y comienza a consumirlas con amor (“masco y masco lentamente”), convencido que
la pequeña hoja le devolverá la potencia que precisa (“imagino que ese juguito
que ya corre garganta abajo contiene átomos llenos de fuerza, vitaminas salvadoras,
calorías, empujes mágicos”). Y el ritual funciona. Declara alborozado: “las
hojas me han salvado de quedarme en ese salar para siempre… (…) Atulcha: cuatro
chozas, dos familias”. Se ha salvado. Volverá a La Paz para contarlo y celebrar
la vida, no la muerte: beberá cajones de Paceña con mi amigo Pedro Aramayo, el
primero que me contó la historia intrépida de Román.
Su libro es un
raro libro, un homenaje “a esos hombres que habitan lo imposible, que duermen
entre las estrellas y el olvido (…)¡Quechuas de la greda andina! ¡Pastores
aymaras del altiplano!!Mofletones coqueros de la oscura minería del estaño!
¡Chipayas de la quinua auxiliadora! ¡Truequeros pobres del salar de Uyuni!
¡Danzarines potosinos del tinku! (…) hermanos tremendos…”. Un homenaje a
Bolivia.
Notas
(1) La cita es
imperdible y la transcribo: “Fueron los balleneros los primeros en abrir una
brecha en la celosa política que la corona española mantenía con esas colonias;
y si el espacio lo permitiera, podría demostrarse claramente que gracias a los
balleneros se logró al fin la liberación de Perú, Chile y Bolivia del yugo de
la vieja España, y se estableció la eterna democracia en esos países”. Herman
Melville: Moby Dick o La ballena blanca. Traducción de Enrique Pezzoni. Ed.
Sudamericana, Buenos Aires, 1970, págs. 198-199.
(2) La historia
merece ser contada: la nave de la Armada chilena que por décadas era la única
que patrullaba los confines australes del país llevaba un nombre de bautizo:
Micalvi. Era el apellido de un cabo muerto en la Guerra del Pacífico. A
propósito, Raspail defiende los derechos bolivianos y se inventa esta historia
a propósito del día del mar que, por entrañable, vale la pena que anote aquí:
“Ese día, Chile abre magnánimamente su frontera y miles de bolivianos bajan en
ómnibus hasta el Pacífico perdido, donde avanzan hasta el mar derramando
lágrimas de emoción…” En: Adiós, Tierra del Fuego. El Ateneo, Buenos Aires,
2002, pág. 40.
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Del archivo del
autor
Imagen: Detalle
de un mapa de Jansson, 1633
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