Monday, May 28, 2012

De Herman Melville al Che Guevara/Escriban sobre Bolivia


PABLO CINGOLANI

A vuelo de pájaro, la imagen de Bolivia en la literatura internacional es variada y muta de acuerdo a la personalidad de quien escribe.

Para la chilena light Marcela Serrano (en Nosotras que nos queremos tanto), Bolivia es un buen lugar para escaparse y tener un romance prohibido en las mullidas camas de un hotel cinco estrellas de la ciudad de La Paz pero eso sí, rociado con vino Undurraga, contrabandeado desde el valle Central de su propio país.

Pero para la también trasandina y ecologista Malú Sierra (en Donde todo es altar), por el contrario, Bolivia es sinónimo de diversidad, resistencia y profundidad cultural y a pesar de haber sido tomada como rehén por los comunarios de Amarete, en la región Kallawaya, ella los ama, ama a Tiwanaku, ama a la isla del Sol, hasta tuvo valor para pedir mar para su vecino en medio de la dictadura de Pinochet. Luis Sepúlveda, que andaba fugándose de las mazmorras del tirano, cuenta en su Patagonia Express que sólo sintió peligro y lo vivió en carne propia en Villazón cuando fue detenido junto a un joven Hare Krishna en peregrinaje a la India: los dos fueron expulsados por la policía fronteriza y sus únicos recuerdos de Bolivia serán el duro piso de cemento de la estación ferroviaria y el sol a matar al cual lo expusieron los soldados: nunca más volverá.

La mirada de los norteamericanos es igualmente diversa: desde un Waldo Franck que se enamora del garbo de la chola paceña y de la caprichosa geografía donde está asentada la urbe a un Paul Theroux –que cruza el altiplano en tren, en un periplo iniciado en Boston- y que no cesa de espantarse, a cada rato, salvo para alabar a la cerveza local. Saliendo de Viacha, escribió: Es igual vivir en una tierra trágica/ que vivir en una época trágica./ Contempla las rocosas laderas/ y el río que se abre camino entre piedras,/ contempla las chozas de quienes viven en esta tierra maltrecha. Algo similar le sucedió al francés Henry Michaux, célebre por sus relatos sobre el Extremo Oriente, pero que ante la cordillera de los Andes se empequeñece y teme: “Fumamos aquí todo el opio de la gran altura,/ voz baja, paso corto, aliento corto./ Poco pelean los perros, poco los niños, poco ríen”. Su compatriota D´Orbigny, en uno de los clásicos de los clásicos sobre literatura de Bolivia escrita por extranjeros, experimentaba todo lo contrario: paisaje inconmensurable, energía vital, fortaleza de las gentes.

Pero la cita más extraña sobre Bolivia la escribió uno de los más famosos escritores de todos los tiempos, el norteamericano Herman Melville y en su libro-río: Moby Dick o La ballena blanca. Allí lanzó una hipótesis temeraria: la independencia de Bolivia fue producto de los efectos benéficos de la caza de ballenas en el Pacífico Sur. El mérito es que reconoce a Bolivia como un país marítimo.(1) Otra defensa inesperada del derecho a costas boliviano lo hace otro francés: Jean Raspail. (2)

Los argentinos también mantienen una relación polisémica. Soriano, el gran Soriano, construye en una de sus novelas (Una sombra ya pronto serás) una Bolivia mítica: un edén tropical (aunque inalcanzable) donde las mujeres son hermosas y ardientes y donde se gana dinero en carretilla, haciendo referencia a Santa Cruz de la Sierra. En la misma dirección pero con pruebas y conocimiento de causa, hay una rareza bibliográfica signada por Ciro Tórrez, un excéntrico y culto vagabundo argentino que terminó escribiendo –con el dinero de Nicolás Suárez, el barón del caucho- un libro inhallable e inclasificable que tituló Las maravillosas tierras del Acre y que es un, por momentos delirante, alegato (¡y mamotreto de 747 páginas!) a favor de los caucheros masacradores de etnias, editado en La Paz en 1930.

Rodolfo Kusch también construye una Bolivia extraordinaria y bucea en los significados más humanos y más bellos de la cultura andina. De su experiencia boliviana, extrae el material para sus teorías con relación al pensamiento popular latinoamericano: aquí “descubre” que los indios (y en gran medida, los movimientos políticos nacionalistas y populares del continente) expresan algo más trascendente que el “ser” occidental y que es el “estar” nuestro. No fue el caso de otro gran referente de la literatura producida por argentinos en torno a Bolivia como es, sin dudas, Ernesto Guevara De la Serna, más conocido como el Che. Sobre El diario del Che en Bolivia, más allá de las inexistentes estadísticas que poco importan, habría que afirmar para situarlo que debe ser el libro sobre Bolivia más leído en el mundo entero; a su manera el testimonio de combate del guerrillero es el gran best seller con tema boliviano de la historia.

Señal de cuerpo

Lo del Che seguirá siendo un enigma, más allá de que los libros de historia ya creen certificar la traición del Partido Comunista Boliviano para explicar el fracaso local del guerrillero más famoso de todos los tiempos. La tesis de la traición siempre me olió a subestimación de Ernesto porque todo es más complejo: dos décadas después, Castro le habló en privado a Gianni Miná, el más prestigioso de los periodistas italianos de final de siglo, de la “pulsión de muerte” que también animaba a Guevara. Como sea, Castañeda dixit, dicen que Guevara sorprendió a Mario Monje, el entonces secretario general del PCB- con esta afirmación, dicha durante una plática en La Habana en 1964: “Yo estuve en Bolivia, conozco Bolivia y es muy difícil hacer la lucha guerrillera en Bolivia. Ha habido reforma agraria y esos indios no creo que se sumen a la lucha guerrillera”. Lo primero es cierto: Ernesto había llegado a La Paz cuando la pólvora de las Jornadas de Abril de 1952 todavía estaba fresca: el mozo-icono del Eli´s, Don Max, te cuenta cómo le servía café. El resultado de su segundo viaje al país fue desastroso. Uno de sus captores en esos diálogos fragmentarios que todos aseguran haber tenido con el prisionero de La Higuera dice que le preguntó: “¿Por qué Bolivia? Tengo la impresión de que se equivocó desde el principio al elegir Bolivia para su aventura”. El Che le respondió altivo: “La revolución no es una aventura. ¿Acaso no se inició en Bolivia la guerra para la independencia sudamericana? ¿Acaso no están orgullosos de haber sido los primeros?. Después, lo asesinaron pero quedó su Diario.

El libro más leído sobre Bolivia es un relato conmovedor de un viaje sin mapas y de la ascesis incluso corporal de un individuo excepcional. Esta cita lo dice todo: “Al comenzar esa caminata, se me inició un cólico fortísimo, con vómitos y diarrea. Me lo cortaron con demerol y perdí la noción de todo mientras me llevaban en hamaca; cuando desperté estaba muy aliviado pero cagado como un niño de pecho”. El asma del  Che era tan crítico que incluso la guerrilla tomó Samaipata, un centro urbano importante, para procurarle medicamentos que, para colmo, no encuentra. Libro agónico y estremecedor, es el ideal y el cuerpo del Che el que traza un itinerario inverosímil en medio de una geografía durísima, extrema: allí quedaron inmortalizados lugares como Ñancahuazú, Lagunillas, Jagüel (donde muere Coco Peredo), Pucara, lugares que siguen allí, olvidados y desmintiendo la profecía del propio Che en Alto Seco cuando en su único mitin del trip hacia su muerte (y presintiendo la derrota) les confesó a un grupo de campesinos de los valles mesotérmicos de Santa Cruz que, por lo menos, el paso de la guerrilla les traería ciertos progresos: agua, luz eléctrica, salud. Ni eso: lo único que dejó la guerrilla en el sudeste fue su leyenda y esas páginas irrepetibles que ya son parte del ajayu de uno de los territorios literarios por excelencia del siglo XX.

Señal de Cuerpo (2)

Hay otro libro que narra la ascesis de otro ser singular y que atraviesa Bolivia a pie. El que publicó el canario Román Morales, titulado Buscando el Sur. Pero su camino en búsqueda de la virtud, a diferencia de Guevara, refunda su vida, no su muerte.

El año 1990, Román se convierte en el primer hombre que encara el cruce caminando en solitario del Salar de Uyuni. Autoridades del Instituto Geográfico Militar de La Paz y los propios comunarios de Tahua, la aldea al borde del salar y del volcán Tunupa desde donde inició su marcha, tratan de disuadirlo. “Es una locura”, “quédate con nosotros”, le dicen unos y otros pero el igual lo encara (“Decidí retirarme temprano a dormir: al alba empezaría a cruzar aquel océano de leche petrificada”). Ya muy cerca de llegar a Atulcha y coronar con éxito, sufre una descompensación física brutal y cae a la sal, fulminado. Siente, abandonado el calor del cuerpo, que la parca se lo quiero llevar y que no había ch´allado lo suficiente con sus amigos indios. Siente que es el fin hasta que recuerda que carga una chuspa con coca (“Si realmente sabéis dar la fuerza, dádmela ahora”) y comienza a consumirlas con amor (“masco y masco lentamente”), convencido que la pequeña hoja le devolverá la potencia que precisa (“imagino que ese juguito que ya corre garganta abajo contiene átomos llenos de fuerza, vitaminas salvadoras, calorías, empujes mágicos”). Y el ritual funciona. Declara alborozado: “las hojas me han salvado de quedarme en ese salar para siempre… (…) Atulcha: cuatro chozas, dos familias”. Se ha salvado. Volverá a La Paz para contarlo y celebrar la vida, no la muerte: beberá cajones de Paceña con mi amigo Pedro Aramayo, el primero que me contó la historia intrépida de Román.

Su libro es un raro libro, un homenaje “a esos hombres que habitan lo imposible, que duermen entre las estrellas y el olvido (…)¡Quechuas de la greda andina! ¡Pastores aymaras del altiplano!!Mofletones coqueros de la oscura minería del estaño! ¡Chipayas de la quinua auxiliadora! ¡Truequeros pobres del salar de Uyuni! ¡Danzarines potosinos del tinku! (…) hermanos tremendos…”. Un homenaje a Bolivia.

Notas

(1) La cita es imperdible y la transcribo: “Fueron los balleneros los primeros en abrir una brecha en la celosa política que la corona española mantenía con esas colonias; y si el espacio lo permitiera, podría demostrarse claramente que gracias a los balleneros se logró al fin la liberación de Perú, Chile y Bolivia del yugo de la vieja España, y se estableció la eterna democracia en esos países”. Herman Melville: Moby Dick o La ballena blanca. Traducción de Enrique Pezzoni. Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1970, págs. 198-199.

(2) La historia merece ser contada: la nave de la Armada chilena que por décadas era la única que patrullaba los confines australes del país llevaba un nombre de bautizo: Micalvi. Era el apellido de un cabo muerto en la Guerra del Pacífico. A propósito, Raspail defiende los derechos bolivianos y se inventa esta historia a propósito del día del mar que, por entrañable, vale la pena que anote aquí: “Ese día, Chile abre magnánimamente su frontera y miles de bolivianos bajan en ómnibus hasta el Pacífico perdido, donde avanzan hasta el mar derramando lágrimas de emoción…” En: Adiós, Tierra del Fuego. El Ateneo, Buenos Aires, 2002, pág. 40.

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Del archivo del autor

Imagen: Detalle de un mapa de Jansson, 1633
  

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