Thursday, May 10, 2012

El llamado de la selva


LEILA GUERRIERO

Puerto San Fermín. Bolivia, frontera con el Perú, selva plena, siete días de camino a pie hasta el pueblo más cercano. Jueves 12 de julio. Por la tarde. Una radio descarga la tormenta breve de una interferencia. Entre los clavos de la lluvia eléctrica se abre paso una voz, urgida por el entusiasmo. La voz dice lo que dice y, en San Fermín, se dibujan sonrisas achaparradas.

-Van a venir. Dijo alguno.

Pablo Cingolani, argentino, historiador, periodista, radicado en La Paz, Bolivia, desde 1987, líder de la expedición Madidi XXI declarada de interés nacional por la Honorable Cámara de Diputados de la República de Bolivia, es la voz en la radio que avisa que sí, que con suerte y viento a favor estarán por ahí el 5 o 6 de agosto de 2001 para completar la tarea que la primera expedición, también liderada por él -la Apolobamba-Madidi 2000- dejó pendiente.

Las sonrisas achaparradas fueron amplias esa noche.

Es que ahí, a orillas del río Tambopata, pleno límite entre Bolivia y Perú, las raras visitas saben apreciarse.

Los tipos llegaron el año último a San Fermín.

Llegaron a pie, como si los hubiera vomitado la selva, y se quedaron muchos días esperando, primero, que se levantara un bloqueo nacional de rutas que impedía que les llegaran provisiones, y una vez que las provisiones llegaron, los tipos se siguieron quedando, esperando que parara de llover. Pero nunca paró. Y cuando los tipos no pudieron esperar más, se volvieron con la promesa de volver el año siguiente. Así terminó la expedición Apolobamba-Madidi 2000 Tras los pasos de Percy Harrison Fawcett, el 1º de noviembre de 2000, después de haber cumplido dos etapas de las cuatro previstas. El 25 de octubre de 2000, en San Fermín, Pablo Cingolani escribía en su diario: "Nos meteríamos en problemas si decidiéramos continuar más lejos con tan malas condiciones climáticas, en un territorio desconocido e inexplorado, por lo que nos vemos forzados a abandonar la ruta aquí, en Puerto San Fermín. El objetivo de llegar a las nacientes occidentales del río Heath será retomado el año que viene, en agosto".

De todos modos, nadie iba a quitarles los laureles que supieron conseguir: el de ser los primeros, en noventa años, en llegar a la zona. Los quintos desde fines del siglo XVIII.

La meta de la expedición era una de esas de las que ya no se consiguen: inaugurar un nuevo punto en el mapa. Seguir un río hasta su desconocidísima naciente y completar la ruta de un explorador que intentó el mismo camino en 1910 y 1911. El río se llama Heath, bordea la frontera entre Perú y Bolivia, y detrás de sus nacientes corrió, sin llegar nunca, un hombre llamado Percy Harrison Fawcett a comienzos del siglo XX.

Y así es como empieza esta historia. Con un hombre que escribió y un chico que leyó lo que el hombre había escrito y que, ya grande, decidió cumplir el destino de otro, que era también el suyo.

-¿Qué sabe usted sobre Bolivia? -le preguntó el presidente de la Royal Geographical Society al coronel Percy Harrison Fawcett, que miró el dedo del presidente sobre el mapa, señalando una zona del mapa sin ríos ni montañas ni ciudades, allá en lo hondo de América del Sur. Fawcett pensó terra incognita, pero dijo: -Nada.

Era la plena guerra del caucho. Brasil y Bolivia habían pedido que un país neutral definiera los límites en ese territorio que, de otra manera, ardería en un conflicto feroz por la propiedad de los árboles que estaban suministrando caucho al mundo entero. La Royal Geographical Society había sido propuesta como referí.

-El trabajo es peligroso y difícil. Esa selva está llena de plagas, y las tribus pueden ser hostiles. De todos modos, queremos saber si usted puede hacerlo. El coronel Fawcett había nacido en Devon, en la más british de las Inglaterras, en 1867. Ingresó en el ejército a los 19 años y sirvió en la artillería. Fue destinado a Ceylán, donde conoció a la que sería su esposa, y después al norte de África, donde se aburrió como un hongo, hasta que tomó la decisión de cambiar de oficio. Se hizo algo así como agrimensor e ingresó en 1906 en la Royal Geographical Society con la esperanza de hacer algo más, digamos, aventurero. Aquella tarde, lo que el presidente de la Royal Society estaba proponiéndole debió parecerle la oportunidad de saber si la vida a la que creía aspirar era, realmente, la vida a la que aspiraba. -Estaré encantado.

Dijo Percy, y en junio de 1906 estaba en La Paz.

Durante esos años, el coronel se aventuró por Perú, exploró el Amazonas, y se internó en la profunda Bolivia. Cuando no existían vacunas para casi nada, se metió en selvas jamás pisadas, vio indios jamás vistos, y en 1910 y 1911 remontó el río Heath, intentando encontrar sus nacientes occidentales, pero jamás llegó allí. Amigo de sir Arthur Conan Doyle, aseguran que el sir se inspiró en un relato de Fawcett para escribir su novela El mundo perdido, de 1912.

Desde principios del siglo XX hasta ahora han cambiado algunas cosas. El territorio que Fawcett recorrió ya no es simplemente selva. Desde hace cinco años, el Madidi tiene categoría de Parque Nacional. En esa superficie de 18.597 kilómetros cuadrados -algo así como dos veces Bélgica-, el terreno corcovea desde los 6000 metros de altura hasta los apenas 200 metros, y el clima fluctúa desde la desesperante frialdad de la zona cordillerana hasta la asfixiante selva del Norte. Esta esquizofrenia natural ha parido nada menos que 6000 especies de plantas y 733 especies de animales. Se supone que aquí se amontona el 44 por ciento de todas las especies de mamíferos de la América tropical.

Pero cuando Fawcett vio Bolivia por última vez, estos cálculos no podían hacerse y el Madidi era sencillo: una selva inexplorada.

Cuando del otro lado del mundo empezó la Primera Guerra Mundial, en 1915, Fawcett se reincorporó al ejército inglés y no regresó jamás a Bolivia. Pero en 1920 volvió a Brasil. Allí, creía, estaba la ciudad perdida de los incas: El Dorado o Paitití, la ciudad de oro y abundancia. En 1925, encontró un compañero confiable para emprender una expedición en su búsqueda: Jack, su hijo mayor. Salieron desde Cuiabá, en el Mato Grosso, dejando expresas instrucciones de que no los buscaran si se perdían en la selva. El 29 de mayo de 1925, Fawcett envió un mensaje a su esposa, en el que avisaba que estaban a punto de entrar en territorio inexplorado.

Ese trozo de papel fue lo último de Fawcett que la selva dejó salir. El mensaje decía, entre otras cosas: "No debes tenerle miedo al fracaso".

Buenos Aires. 1981. Un chico de 18 años enloquece al calor de las páginas ajadas de un libro viejo que ha escrito, hace años, el hombre muerto. El hombre desaparecido.

El chico se llama Pablo Cingolani, y el libro que acaricia es A través de la selva amazónica. Su autor es el coronel Percy Harrison Fawcett. Ahora, Cingolani tiene 37 años y es el líder de la Expedición Madidi XXI.

-Siempre quise hacer lo de Fawcett. Ahora han cambiado los tiempos y la ruta de Fawcett está dentro del Parque Nacional Madidi. Es territorio inexplorado, pleno bosque tropical húmedo, pero con montañas de hasta 1800 metros, muy encajonado, con vegetación muy cerrada. Nunca ha llegado nadie. O al menos nadie que lo dejara registrado para la historia.

Los exploradores son seres lo bastante chiflados como para encontrar placer en eso: llegar donde nadie llegó por el gusto de poner los ojos en un lugar que nunca fue mirado por nada que no fuera yaguareté, víbora o murciélago.

Pero en Madidi hay algo más. En Madidi hay, probablemente, toromonas.

El documento se titula Proyecto Original Expedición Madidi XXI y en uno de sus párrafos dice: "Se presume la existencia en la región de etnias en estado natural, no asimiladas". Un grupo de personas que nunca vieron nada rubio ni nada con rulos ni nada que vuele que no sea pájaro ni nada que tenga la forma y la textura de una pastilla. No sería raro, dice Cingolani: desde Puerto Araona hasta Mojos (la ruta que siguió la expedición Apolobamba-Madidi 2000) se puede trazar una línea de casi 500 kilómetros donde, según los mapas, no hay nada, y donde, claro, hay de todo.

-Vacío geográfico, que le dicen ahora. Terra Incognita le decían antes -se burla.

No contactados. Etnias no asimiladas. Nada descabellado, si se piensa que el 26 de enero de 2001 La Nacion publicaba la noticia de la reaparición de la etnia naua en el Estado de Acre, Brasil, desaparecida desde 1920. Alvaro Díaz Astete, autor del mapa étnico de Bolivia, ex director de Investigaciones del Museo de Etnografía y Folklore de aquel país, dice que es muy probable que existan tribus no asimiladas en la región del Madidi, y en las nacientes del río Heath y el valle del río Colorado. Y que una de esas tribus podría ser la toromona.

Los toromonas (que son algo así como un agujero negro etnológico, una tribu de la que no hay noticias desde que la fiebre del caucho en el siglo XIX les puso a tantos pistola en mano y ambición al hombro, y causó una hecatombre étnica) fueron amigos de los incas y los protegieron durante su huida a la selva después de ser derrotados por los españoles. Se sabe que los incas huyeron con tesoros y fue con estos tesoros con los que se forjó la leyenda de El Dorado o Paitití, una mítica ciudad de oro custodiada por los tentáculos espumosos de la selva, en algún lugar de la Amazonia, preferentemente al Sur. Miembros de otras etnias que habitan el Madidi, como los araonas, dicen haber visto personas en la selva que no serían araonas. En 1968, el pastor Pablo Johnson, miembro de New Tribes Mission, una congregación protestante que trabaja en evangelización entre etnias en Bolivia desde 1942, ahora jubilado y residente en los Estados Unidos, estaba en Puerto Araona, en medio de la selva, intentando abrir un claro en la selva virgen codo a codo con algunos araonas. De pronto, entre los machetes y la selva, aparecieron siete hombres desnudos. Tan sorprendidos quedaron todos, que nadie dijo nada hasta que los hombres volvieron sobre sus pasos, pero Johnson quedó marcado con una convicción: había gente en esa selva, y no eran araonas. En 1970, organizó una expedición. Vieron huellas frescas, escucharon gritos y silbidos pero, después de seguir los rastros durante cinco días, no encontraron nada. En 1980, el fallecido pastor Harold Petersen y el cacique araona Tata Beni vieron en la selva a un hombre desnudo junto a un fuego. Cuando llegaron junto al fuego, el hombre había desaparecido. En 1990, el pastor Meredith Trout y el cacique araona Tata Jamapo avistaron "gente que se movía en el monte". Trout organizó una expedición, con un resultado similar a las anteriores: nada.

-Hay gente -dice Cingolani-. Y si no vamos nosotros a buscarlos, van a ir a buscarlos otros. Hay narcos, y cazadores furtivos, y a esa gente no les interesan ni los toromonas ni lo que sea, sino su propia supervivencia. Nuestro interés no es encontrar riquezas, sino encontrar a estos tipos para protegerlos. No queremos asociarnos a la clásica idea del descubridor abusivo, prepotente. Además, sería bueno que se pudiera hacer algún tipo de desarrollo sostenible con los recursos del Madidi. Las comunidades que viven ahí lo pasan muy mal. Tenemos uno de los patrimonios de biodiversidad mayores del mundo y no sirve de nada. Le sirve al maderero o el cazador furtivo, y a nadie más, pero si no conocemos el territorio no lo podremos aprovechar.

El equipo básico de la expedición, este año, está formado por ocho personas, incluyendo a Cingolani, etnógrafos, antropólogos, agrónomos, un campeón de escalada en roca, un camarógrafo, guardaparques y, al menos hasta San Fermín, algún médico, porque el año último, cuando la expedición Apolobamba-Madidi quedó varada en ese poblado, descubrieron que, entre otros males con los que ametralla la pobreza, la zona es endémica de leishmaniasis, una enfermedad cuyo nombre vulgar es lepra blanca y que podría curarse si uno contara con 440 dólares para pagar el tratamiento. -Una fortuna impensable. Entonces, nos comprometimos a llevar un equipo médico, y por eso hablamos con el Ministerio de Salud. No sé por qué a Madidi no fueron otros exploradores antes. Desde Fawcett hasta ahora, no fue nadie, somos los primeros a los que se nos ocurre volver a hacer esa ruta. Pero siempre es así: las cosas están ahí, hasta que a alguien se le ocurre ir. La idea es mostrarle al mundo que aunque supuestamente está todo cuadriculado y lleno de satélites, hay lugares en la Tierra en los que no sabemos qué hay.

Después, Cingolani enumera los objetivos de la expedición: encontrar las nacientes del río Heath completando la ruta de Fawcett, evaluar la posibilidad de algún tipo de desarrollo turístico anteponiendo la preservación y la defensa ecológica, encontrar evidencias de la existencia de toromonas.

-Y encontrar a Lars -agrega.

Lars Hafskjold, entonces.

La carta llega desde Bolivia, con una tarjeta manuscrita de Ian Hornsby, cónsul general de Noruega en La Paz. Dice, la tarjeta: "Un investigador privado de Noruega, contratado por la familia, vino a Bolivia a buscar a Lars. Su nombre: Henrik Hovland. No tuvo éxito. Estuvo en Bolivia en julio de 1998". Un clip aprieta dos fotos idénticas de Lars mirando a cámara con la sonrisa forzada universal de cuatro por cuatro para el pasaporte. El sobre contiene, además, un documento del Consulado General de Noruega en La Paz: "El señor Hafskjold -1,84 de estatura, cabello rubio oscuro, ojos azules, de contextura delgada- fue visto la última vez a fines de octubre de 1997 en las cercanías de la comunidad San Juan del Oro, caminando hacia las comunidades de San Rafael y San Fermín en la frontera Bolivia-Perú para contactarse con tribus indígenas de la zona y posteriormente caminar hacia San José, al norte de Rurrenabaque. Es posible que también en el Parque Nacional Madidi se contactara con el grupo indígena toromonas cerca del río Colorado. El propósito de los viajes de Hafskjold es recolectar información sobre los grupos indígenas para las universidades de Noruega y los Estados Unidos de Norteamérica. Cualquier información sobre el paradero del Sr. Hafskjold puede ser enviada al Consulado General de Noruega".

Lars vivió muchos años en Bolivia. Durante los últimos cinco, convivió con la comunidad tacana, de San José de Uchupiamonas, territorio de Madidi, donde aprendió a pescar, hacer botes y cazar. Cada tanto se internaba en la selva, solo, hasta que, en uno de esos viajes, lo arrasó una mala fiebre tropical. Si no hubiera sido por el grupo de madereros furtivos que lo encontró, se habría muerto ahí mismo. Después de eso, prometió que nunca más entraría a la selva solo. Pero el 26 de octubre de 1997 el ciudadano noruego Lars Hafskjold partió con dos lugareños en balsa desde Puerto San Fermín, navegó cinco horas por el río Tambopata hasta la confluencia con el río Colorado y allí obligó a sus dos guías a volverse para continuar el viaje solo. Y eso es todo lo que se sabe de él.

Los que lo conocieron dicen que no es imposible que haya ido tras los pasos de los toromonas y que, si los encontró, puede estar muerto -por los indios- o entronizado -por los indios- como un coronel Kurtz apocalíptico y tercermundista. Todas las demás hipótesis tienen el horrible gusto real de lo probable: Lars quedó enterrado bajo algún deslizamiento de barro provocado por la corriente de El Niño; a Lars lo picó una víbora y lo mató; Lars tuvo un accidente tonto -digamos, quebrarse un tobillo- y murió de hambre en medio de la selva; Lars fue tomado prisionero por el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru.

En diciembre del año 2000, Pablo Cingolani llamó al cónsul Ian Hornsby y le dijo que tenía intenciones de recorrer con la expedición el área del río Colorado, y que estaba dispuesto a buscar indicios de Lars.

El cónsul estuvo de acuerdo. La familia noruega, convencida de que sigue vivo, también. Lars nació en 1960. Tenía 38 años cuando desapareció. En la foto que envió el cónsul desde Bolivia, lleva una camisa a cuadros.

La selva (la selva en serio, no el paraíso tropical con resorts y campos de golf, no el trekking de cientos de dólares por día con carpa de dos ambientes y colchón inflable para suecos aburridos) puede ser pesadilla. Una sopa verde, una bruma donde todo pica, muerde, raspa, envenena, incomoda.

Miren, si no.

En su número de marzo del año 2000, la revista National Geographic en español publicó la nota Madidi, el espectacular nuevo parque nacional de Bolivia. El cronista Steve Kemper y el fotógrafo Joel Sartore pasaron un tiempo en el área -aunque no en el territorio inexplorado en el que se internará la expedición Madidi XXI-. Tan incómoda les resultó la selva que la revista incluyó, además de la nota principal, fragmentos del diario de viaje del fotógrafo Sartore. Que dice así: "Noviembre, 29: esta noche toqué una polilla y luego me limpié el sudor de la cara. Las siguientes horas las pasé con un terrible ardor en las manos y la cara. Diciembre 1º: se me hincha una rodilla. Me es difícil caminar. Diciembre 2: segundo día en la plataforma. Nada de cerdos salvajes. Defecamos y orinamos en una caja de madera frente a los demás. No podemos bajar. Los cerdos podrían espantarse. Diciembre 3: sin cerdos, pero con muchos murciélagos que me orinan en la cara todas las noches a través del mosquitero. Diciembre 16: encuentro mi primer boro enterrado profundamente en el dorso de mi mano. Choco trata de sofocarlo cubriendo su orificio de respiración con una mezcla de su propia saliva y los restos de un cigarro hecho a mano. No funciona. Más tarde pasa algo mucho peor: se me acaba el papel higiénico en medio de una excursión. Algunas hojas contienen toxinas muy dolorosas y lo descubro de la peor manera. Diciembre 22: casi es Navidad y lo único que quiero es irme a casa. La gente de este lugar me causa pena. La pobreza abunda. Los niños del pueblo nadan en aguas negras. Rosa María apunta que la mayor parte de los habitantes del mundo vive así. Sé que tiene razón, pero sólo quiero dormir. Desearía que el boro en el dorso de mi mano también se durmiera".

Mientras usted lee estas páginas en su living, ellos están ahí desde el 1º de agosto, respirando el aire agitado por alas de murciélagos, pisando un suelo atravesado por víboras como rayos.

El infierno verde.

El corazón de las tinieblas.

-Hay una especie de cartografía del alma -dice Cingolani-. Hay una selva en cada corazón, y hay que buscarla. La selva no es más que el espejo de lo que somos. Trepar una montaña o meterse en la selva son cosas muy distintas. La montaña es simple: arriba tenés el cielo, y solamente eso. En la selva, no sabés qué hay a un metro de tus ojos. Es vértigo, puro misterio, pura incertidumbre. Una vez pisé un techo en la selva. Un techo es un agujero: paja y tierra arriba, pero sin fondo. Quedé colgado y abajo me esperaban ocho metros de caída libre sobre un mullido fondo de piedras. Trepé y Radamir Sevillanos, uno de los guías, un indio leco, sin más trámite me dijo: "Escupí". Yo escupí y seguí caminando, sin decir nada. Al rato le pregunto: "¿Por qué me dijiste que escupiera?" "Para que no le tengas miedo", me contesta.

Miedo. Dice que no tiene. Que lo conoce, pero que no tiene.
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De LA NACIÓN, Buenos Aires, 19/08/2001

Ilustración: Carlos Ninecomo 

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