LEILA
GUERRIERO
Puerto San Fermín. Bolivia, frontera con el Perú,
selva plena, siete días de camino a pie hasta el pueblo más cercano. Jueves 12
de julio. Por la tarde. Una radio descarga la tormenta breve de una
interferencia. Entre los clavos de la lluvia eléctrica se abre paso una voz,
urgida por el entusiasmo. La voz dice lo que dice y, en San Fermín, se dibujan
sonrisas achaparradas.
-Van a venir.
Dijo alguno.
Pablo Cingolani,
argentino, historiador, periodista, radicado en La Paz, Bolivia, desde 1987,
líder de la expedición Madidi XXI declarada de interés nacional por la
Honorable Cámara de Diputados de la República de Bolivia, es la voz en la radio
que avisa que sí, que con suerte y viento a favor estarán por ahí el 5 o 6 de
agosto de 2001 para completar la tarea que la primera expedición, también
liderada por él -la Apolobamba-Madidi 2000- dejó pendiente.
Las sonrisas
achaparradas fueron amplias esa noche.
Es que ahí, a
orillas del río Tambopata, pleno límite entre Bolivia y Perú, las raras visitas
saben apreciarse.
Los tipos
llegaron el año último a San Fermín.
Llegaron a pie,
como si los hubiera vomitado la selva, y se quedaron muchos días esperando,
primero, que se levantara un bloqueo nacional de rutas que impedía que les
llegaran provisiones, y una vez que las provisiones llegaron, los tipos se
siguieron quedando, esperando que parara de llover. Pero nunca paró. Y cuando
los tipos no pudieron esperar más, se volvieron con la promesa de volver el año
siguiente. Así terminó la expedición Apolobamba-Madidi 2000 Tras los pasos de
Percy Harrison Fawcett, el 1º de noviembre de 2000, después de haber cumplido
dos etapas de las cuatro previstas. El 25 de octubre de 2000, en San Fermín,
Pablo Cingolani escribía en su diario: "Nos meteríamos en problemas si
decidiéramos continuar más lejos con tan malas condiciones climáticas, en un
territorio desconocido e inexplorado, por lo que nos vemos forzados a abandonar
la ruta aquí, en Puerto San Fermín. El objetivo de llegar a las nacientes
occidentales del río Heath será retomado el año que viene, en agosto".
De todos modos,
nadie iba a quitarles los laureles que supieron conseguir: el de ser los
primeros, en noventa años, en llegar a la zona. Los quintos desde fines del
siglo XVIII.
La meta de la
expedición era una de esas de las que ya no se consiguen: inaugurar un nuevo
punto en el mapa. Seguir un río hasta su desconocidísima naciente y completar
la ruta de un explorador que intentó el mismo camino en 1910 y 1911. El río se
llama Heath, bordea la frontera entre Perú y Bolivia, y detrás de sus nacientes
corrió, sin llegar nunca, un hombre llamado Percy Harrison Fawcett a comienzos
del siglo XX.
Y así es como
empieza esta historia. Con un hombre que escribió y un chico que leyó lo que el
hombre había escrito y que, ya grande, decidió cumplir el destino de otro, que
era también el suyo.
-¿Qué
sabe usted sobre
Bolivia? -le preguntó el presidente de la Royal Geographical Society al coronel
Percy Harrison Fawcett, que miró el dedo del presidente sobre el mapa,
señalando una zona del mapa sin ríos ni montañas ni ciudades, allá en lo hondo
de América del Sur. Fawcett pensó terra incognita, pero dijo: -Nada.
Era la plena
guerra del caucho. Brasil y Bolivia habían pedido que un país neutral definiera
los límites en ese territorio que, de otra manera, ardería en un conflicto
feroz por la propiedad de los árboles que estaban suministrando caucho al mundo
entero. La Royal Geographical Society había sido propuesta como referí.
-El trabajo es
peligroso y difícil. Esa selva está llena de plagas, y las tribus pueden ser
hostiles. De todos modos, queremos saber si usted puede hacerlo. El coronel
Fawcett había nacido en Devon, en la más british de las Inglaterras, en 1867.
Ingresó en el ejército a los 19 años y sirvió en la artillería. Fue destinado a
Ceylán, donde conoció a la que sería su esposa, y después al norte de África,
donde se aburrió como un hongo, hasta que tomó la decisión de cambiar de
oficio. Se hizo algo así como agrimensor e ingresó en 1906 en la Royal
Geographical Society con la esperanza de hacer algo más, digamos, aventurero.
Aquella tarde, lo que el presidente de la Royal Society estaba proponiéndole
debió parecerle la oportunidad de saber si la vida a la que creía aspirar era,
realmente, la vida a la que aspiraba. -Estaré encantado.
Dijo Percy, y en
junio de 1906 estaba en La Paz.
Durante esos
años, el coronel se aventuró por Perú, exploró el Amazonas, y se internó en la
profunda Bolivia. Cuando no existían vacunas para casi nada, se metió en selvas
jamás pisadas, vio indios jamás vistos, y en 1910 y 1911 remontó el río Heath,
intentando encontrar sus nacientes occidentales, pero jamás llegó allí. Amigo
de sir Arthur Conan Doyle, aseguran que el sir se inspiró en un relato de
Fawcett para escribir su novela El mundo perdido, de 1912.
Desde principios
del siglo XX hasta ahora han cambiado algunas cosas. El territorio que Fawcett
recorrió ya no es simplemente selva. Desde hace cinco años, el Madidi tiene
categoría de Parque Nacional. En esa superficie de 18.597 kilómetros cuadrados
-algo así como dos veces Bélgica-, el terreno corcovea desde los 6000 metros de
altura hasta los apenas 200 metros, y el clima fluctúa desde la desesperante
frialdad de la zona cordillerana hasta la asfixiante selva del Norte. Esta
esquizofrenia natural ha parido nada menos que 6000 especies de plantas y 733
especies de animales. Se supone que aquí se amontona el 44 por ciento de todas
las especies de mamíferos de la América tropical.
Pero cuando
Fawcett vio Bolivia por última vez, estos cálculos no podían hacerse y el Madidi
era sencillo: una selva inexplorada.
Cuando del otro
lado del mundo empezó la Primera Guerra Mundial, en 1915, Fawcett se
reincorporó al ejército inglés y no regresó jamás a Bolivia. Pero en 1920
volvió a Brasil. Allí, creía, estaba la ciudad perdida de los incas: El Dorado
o Paitití, la ciudad de oro y abundancia. En 1925, encontró un compañero
confiable para emprender una expedición en su búsqueda: Jack, su hijo mayor.
Salieron desde Cuiabá, en el Mato Grosso, dejando expresas instrucciones de que
no los buscaran si se perdían en la selva. El 29 de mayo de 1925, Fawcett envió
un mensaje a su esposa, en el que avisaba que estaban a punto de entrar en
territorio inexplorado.
Ese trozo de
papel fue lo último de Fawcett que la selva dejó salir. El mensaje decía, entre
otras cosas: "No debes tenerle miedo al fracaso".
Buenos
Aires. 1981. Un
chico de 18 años enloquece al calor de las páginas ajadas de un libro viejo que
ha escrito, hace años, el hombre muerto. El hombre desaparecido.
El chico se llama
Pablo Cingolani, y el libro que acaricia es A través de la selva amazónica. Su
autor es el coronel Percy Harrison Fawcett. Ahora, Cingolani tiene 37 años y es
el líder de la Expedición Madidi XXI.
-Siempre quise
hacer lo de Fawcett. Ahora han cambiado los tiempos y la ruta de Fawcett está
dentro del Parque Nacional Madidi. Es territorio inexplorado, pleno bosque
tropical húmedo, pero con montañas de hasta 1800 metros, muy encajonado, con
vegetación muy cerrada. Nunca ha llegado nadie. O al menos nadie que lo dejara
registrado para la historia.
Los exploradores
son seres lo bastante chiflados como para encontrar placer en eso: llegar donde
nadie llegó por el gusto de poner los ojos en un lugar que nunca fue mirado por
nada que no fuera yaguareté, víbora o murciélago.
Pero en Madidi
hay algo más. En Madidi hay, probablemente, toromonas.
El
documento se titula
Proyecto Original Expedición Madidi XXI y en uno de sus párrafos dice: "Se
presume la existencia en la región de etnias en estado natural, no
asimiladas". Un grupo de personas que nunca vieron nada rubio ni nada con
rulos ni nada que vuele que no sea pájaro ni nada que tenga la forma y la
textura de una pastilla. No sería raro, dice Cingolani: desde Puerto Araona
hasta Mojos (la ruta que siguió la expedición Apolobamba-Madidi 2000) se puede
trazar una línea de casi 500 kilómetros donde, según los mapas, no hay nada, y
donde, claro, hay de todo.
-Vacío geográfico,
que le dicen ahora. Terra Incognita le decían antes -se burla.
No contactados.
Etnias no asimiladas. Nada descabellado, si se piensa que el 26 de enero de
2001 La Nacion publicaba la noticia de la reaparición de la etnia naua en el
Estado de Acre, Brasil, desaparecida desde 1920. Alvaro Díaz Astete, autor del
mapa étnico de Bolivia, ex director de Investigaciones del Museo de Etnografía
y Folklore de aquel país, dice que es muy probable que existan tribus no
asimiladas en la región del Madidi, y en las nacientes del río Heath y el valle
del río Colorado. Y que una de esas tribus podría ser la toromona.
Los toromonas
(que son algo así como un agujero negro etnológico, una tribu de la que no hay
noticias desde que la fiebre del caucho en el siglo XIX les puso a tantos
pistola en mano y ambición al hombro, y causó una hecatombre étnica) fueron
amigos de los incas y los protegieron durante su huida a la selva después de
ser derrotados por los españoles. Se sabe que los incas huyeron con tesoros y
fue con estos tesoros con los que se forjó la leyenda de El Dorado o Paitití,
una mítica ciudad de oro custodiada por los tentáculos espumosos de la selva,
en algún lugar de la Amazonia, preferentemente al Sur. Miembros de otras etnias
que habitan el Madidi, como los araonas, dicen haber visto personas en la selva
que no serían araonas. En 1968, el pastor Pablo Johnson, miembro de New Tribes
Mission, una congregación protestante que trabaja en evangelización entre
etnias en Bolivia desde 1942, ahora jubilado y residente en los Estados Unidos,
estaba en Puerto Araona, en medio de la selva, intentando abrir un claro en la
selva virgen codo a codo con algunos araonas. De pronto, entre los machetes y
la selva, aparecieron siete hombres desnudos. Tan sorprendidos quedaron todos,
que nadie dijo nada hasta que los hombres volvieron sobre sus pasos, pero
Johnson quedó marcado con una convicción: había gente en esa selva, y no eran
araonas. En 1970, organizó una expedición. Vieron huellas frescas, escucharon
gritos y silbidos pero, después de seguir los rastros durante cinco días, no
encontraron nada. En 1980, el fallecido pastor Harold Petersen y el cacique
araona Tata Beni vieron en la selva a un hombre desnudo junto a un fuego.
Cuando llegaron junto al fuego, el hombre había desaparecido. En 1990, el
pastor Meredith Trout y el cacique araona Tata Jamapo avistaron "gente que
se movía en el monte". Trout organizó una expedición, con un resultado
similar a las anteriores: nada.
-Hay gente -dice
Cingolani-. Y si no vamos nosotros a buscarlos, van a ir a buscarlos otros. Hay
narcos, y cazadores furtivos, y a esa gente no les interesan ni los toromonas
ni lo que sea, sino su propia supervivencia. Nuestro interés no es encontrar
riquezas, sino encontrar a estos tipos para protegerlos. No queremos asociarnos
a la clásica idea del descubridor abusivo, prepotente. Además, sería bueno que
se pudiera hacer algún tipo de desarrollo sostenible con los recursos del
Madidi. Las comunidades que viven ahí lo pasan muy mal. Tenemos uno de los
patrimonios de biodiversidad mayores del mundo y no sirve de nada. Le sirve al
maderero o el cazador furtivo, y a nadie más, pero si no conocemos el territorio
no lo podremos aprovechar.
El equipo básico
de la expedición, este año, está formado por ocho personas, incluyendo a
Cingolani, etnógrafos, antropólogos, agrónomos, un campeón de escalada en roca,
un camarógrafo, guardaparques y, al menos hasta San Fermín, algún médico,
porque el año último, cuando la expedición Apolobamba-Madidi quedó varada en
ese poblado, descubrieron que, entre otros males con los que ametralla la
pobreza, la zona es endémica de leishmaniasis, una enfermedad cuyo nombre
vulgar es lepra blanca y que podría curarse si uno contara con 440 dólares para
pagar el tratamiento. -Una fortuna impensable. Entonces, nos comprometimos a
llevar un equipo médico, y por eso hablamos con el Ministerio de Salud. No sé
por qué a Madidi no fueron otros exploradores antes. Desde Fawcett hasta ahora,
no fue nadie, somos los primeros a los que se nos ocurre volver a hacer esa
ruta. Pero siempre es así: las cosas están ahí, hasta que a alguien se le
ocurre ir. La idea es mostrarle al mundo que aunque supuestamente está todo
cuadriculado y lleno de satélites, hay lugares en la Tierra en los que no
sabemos qué hay.
Después,
Cingolani enumera los objetivos de la expedición: encontrar las nacientes del
río Heath completando la ruta de Fawcett, evaluar la posibilidad de algún tipo
de desarrollo turístico anteponiendo la preservación y la defensa ecológica,
encontrar evidencias de la existencia de toromonas.
-Y encontrar a
Lars -agrega.
Lars Hafskjold, entonces.
La carta llega
desde Bolivia, con una tarjeta manuscrita de Ian Hornsby, cónsul general de
Noruega en La Paz. Dice, la tarjeta: "Un investigador privado de Noruega,
contratado por la familia, vino a Bolivia a buscar a Lars. Su nombre: Henrik
Hovland. No tuvo éxito. Estuvo en Bolivia en julio de 1998". Un clip
aprieta dos fotos idénticas de Lars mirando a cámara con la sonrisa forzada
universal de cuatro por cuatro para el pasaporte. El sobre contiene, además, un
documento del Consulado General de Noruega en La Paz: "El señor Hafskjold
-1,84 de estatura, cabello rubio oscuro, ojos azules, de contextura delgada-
fue visto la última vez a fines de octubre de 1997 en las cercanías de la
comunidad San Juan del Oro, caminando hacia las comunidades de San Rafael y San
Fermín en la frontera Bolivia-Perú para contactarse con tribus indígenas de la
zona y posteriormente caminar hacia San José, al norte de Rurrenabaque. Es
posible que también en el Parque Nacional Madidi se contactara con el grupo
indígena toromonas cerca del río Colorado. El propósito de los viajes de Hafskjold
es recolectar información sobre los grupos indígenas para las universidades de
Noruega y los Estados Unidos de Norteamérica. Cualquier información sobre el
paradero del Sr. Hafskjold puede ser enviada al Consulado General de
Noruega".
Lars vivió muchos
años en Bolivia. Durante los últimos cinco, convivió con la comunidad tacana,
de San José de Uchupiamonas, territorio de Madidi, donde aprendió a pescar,
hacer botes y cazar. Cada tanto se internaba en la selva, solo, hasta que, en
uno de esos viajes, lo arrasó una mala fiebre tropical. Si no hubiera sido por
el grupo de madereros furtivos que lo encontró, se habría muerto ahí mismo.
Después de eso, prometió que nunca más entraría a la selva solo. Pero el 26 de
octubre de 1997 el ciudadano noruego Lars Hafskjold partió con dos lugareños en
balsa desde Puerto San Fermín, navegó cinco horas por el río Tambopata hasta la
confluencia con el río Colorado y allí obligó a sus dos guías a volverse para
continuar el viaje solo. Y eso es todo lo que se sabe de él.
Los que lo
conocieron dicen que no es imposible que haya ido tras los pasos de los
toromonas y que, si los encontró, puede estar muerto -por los indios- o
entronizado -por los indios- como un coronel Kurtz apocalíptico y
tercermundista. Todas las demás hipótesis tienen el horrible gusto real de lo
probable: Lars quedó enterrado bajo algún deslizamiento de barro provocado por
la corriente de El Niño; a Lars lo picó una víbora y lo mató; Lars tuvo un
accidente tonto -digamos, quebrarse un tobillo- y murió de hambre en medio de
la selva; Lars fue tomado prisionero por el Movimiento Revolucionario Tupac
Amaru.
En diciembre del
año 2000, Pablo Cingolani llamó al cónsul Ian Hornsby y le dijo que tenía
intenciones de recorrer con la expedición el área del río Colorado, y que
estaba dispuesto a buscar indicios de Lars.
El cónsul estuvo
de acuerdo. La familia noruega, convencida de que sigue vivo, también. Lars
nació en 1960. Tenía 38 años cuando desapareció. En la foto que envió el cónsul
desde Bolivia, lleva una camisa a cuadros.
La selva (la selva en serio, no el paraíso tropical
con resorts y campos de golf, no el trekking de cientos de dólares por día con
carpa de dos ambientes y colchón inflable para suecos aburridos) puede ser
pesadilla. Una sopa verde, una bruma donde todo pica, muerde, raspa, envenena,
incomoda.
Miren, si no.
En su número de
marzo del año 2000, la revista National Geographic en español publicó la nota
Madidi, el espectacular nuevo parque nacional de Bolivia. El cronista Steve
Kemper y el fotógrafo Joel Sartore pasaron un tiempo en el área -aunque no en
el territorio inexplorado en el que se internará la expedición Madidi XXI-. Tan
incómoda les resultó la selva que la revista incluyó, además de la nota
principal, fragmentos del diario de viaje del fotógrafo Sartore. Que dice así:
"Noviembre, 29: esta noche toqué una polilla y luego me limpié el sudor de
la cara. Las siguientes horas las pasé con un terrible ardor en las manos y la
cara. Diciembre 1º: se me hincha una rodilla. Me es difícil caminar. Diciembre
2: segundo día en la plataforma. Nada de cerdos salvajes. Defecamos y orinamos
en una caja de madera frente a los demás. No podemos bajar. Los cerdos podrían
espantarse. Diciembre 3: sin cerdos, pero con muchos murciélagos que me orinan
en la cara todas las noches a través del mosquitero. Diciembre 16: encuentro mi
primer boro enterrado profundamente en el dorso de mi mano. Choco trata de
sofocarlo cubriendo su orificio de respiración con una mezcla de su propia
saliva y los restos de un cigarro hecho a mano. No funciona. Más tarde pasa
algo mucho peor: se me acaba el papel higiénico en medio de una excursión.
Algunas hojas contienen toxinas muy dolorosas y lo descubro de la peor manera.
Diciembre 22: casi es Navidad y lo único que quiero es irme a casa. La gente de
este lugar me causa pena. La pobreza abunda. Los niños del pueblo nadan en aguas
negras. Rosa María apunta que la mayor parte de los habitantes del mundo vive
así. Sé que tiene razón, pero sólo quiero dormir. Desearía que el boro en el
dorso de mi mano también se durmiera".
Mientras usted
lee estas páginas en su living, ellos están ahí desde el 1º de agosto,
respirando el aire agitado por alas de murciélagos, pisando un suelo atravesado
por víboras como rayos.
El infierno
verde.
El corazón de las
tinieblas.
-Hay una especie
de cartografía del alma -dice Cingolani-. Hay una selva en cada corazón, y hay
que buscarla. La selva no es más que el espejo de lo que somos. Trepar una
montaña o meterse en la selva son cosas muy distintas. La montaña es simple:
arriba tenés el cielo, y solamente eso. En la selva, no sabés qué hay a un
metro de tus ojos. Es vértigo, puro misterio, pura incertidumbre. Una vez pisé
un techo en la selva. Un techo es un agujero: paja y tierra arriba, pero sin
fondo. Quedé colgado y abajo me esperaban ocho metros de caída libre sobre un
mullido fondo de piedras. Trepé y Radamir Sevillanos, uno de los guías, un
indio leco, sin más trámite me dijo: "Escupí". Yo escupí y seguí
caminando, sin decir nada. Al rato le pregunto: "¿Por qué me dijiste que
escupiera?" "Para que no le tengas miedo", me contesta.
Miedo. Dice que
no tiene. Que lo conoce, pero que no tiene.
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De LA NACIÓN,
Buenos Aires, 19/08/2001
Ilustración: Carlos
Ninecomo
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