Monday, May 7, 2012

Elogio de la berenjena



Pablo Cingolani

Recuerden estos nombres: Alonso de Vallejo, Juan de Céspedes, Diego Dávila. Todos eran “ombres de campo”. Todos estaban presentes en esta historia que comienza a empezar en las Islas Canarias, más precisamente en la Isla Gomera. Allí atracó Colón, casi seis días, antes de emprender su segundo viaje. El Padre Las Casas cuenta con lujo de detalles, casi con deleite, que allí se adquirieron becerros, cabritos, ovejas y carísimos chanchos a setenta maravedíes por cabeza. También se metieron gallinas a las naves ―miles y miles: era una flota colosal, jamás vista en el Mar del Sur, colmada de tripulantes, gente de mar, de armas y de oficios, entre ellos, decenas de labriegos como Vallejo o Dávila― y las pepitas, dice el fraile, las semillas de “todo lo que hay acá, de las cosas de Castilla”.

Acá es América. O sea, acá también es desde donde escribimos esta historia. Fray Bartolomé de Las Casas sería recordado por otras noticias, atroces y desdichadas. Sin embargo, en su monumental Historia de las Indias no olvidó anotar que de Gomera se cargaron las simientes de las naranjas, los limones, los melones y de toda hortaliza. La primera berenjena americana pudo ser cosechada en 1493 por Vallejo o Dávila en la actual República Dominicana. Ahora sí empezó esta historia.

* * *

A Rosa Luxemburgo le encantaban las berenjenas, sobre todo cuando las preparaba mezclándolas con panceta y queso fresco. Según ella misma anotó en una bitácora casi desconocida, descubrió el fruto en un viaje por el Mediterráneo Oriental: Grecia y Chipre, países donde la berenjena ocupa un sitio de honor en la dieta nacional.

Tal su influjo en el alma isleña que el poeta Vasilio Mijaildis le dedicó versos vibrantes:¡Enséñame, chipriota/ tu lengua para verte!/ ¡Morada por fuera/ y por dentro blanca y verde!

Otro cultor de la berenjena fue José Stalin. Paradójicamente, tras la colectivización forzada del campo, la deskulakización y el consecuente Holodomor que mató de hambre a millones de ucranianos, “papá” Stalin seleccionó a la berenjena como un producto de consumo obligatorio en la dieta de los niños soviéticos, desde Kamchatka a Letonia.

Svetlana Dzhugashvili ―la hija de uno de los hombres más amados y odiados de la historia, famosa por su fuga a los Estados Unidos de Norteamérica en medio de la llamada Guerra Fría y que ahora espera a la muerte en un asilo de ancianos de Wisconsin―, anotó en sus memorias que su padre, nacido en el Cáucaso, donde la solanácea también es venerada en la mesa popular, fue un niño de salud muy frágil que su abuelo buscó fortalecer a través de una dieta poblada de tan noble fruto. No se equivocaba: cargada de potasio, como el plátano (pero no hay bananas en Georgia), la berenjena es ideal para los niños. Stalin lo recordaría muy bien.

Sin embargo, hay que aclarar que no se conocía la planta en Europa hasta la llamada Edad Media, cuando los árabes cruzaron el estrecho de Gibraltar, invadieron España, cruzaron los Pirineos y fueron detenidos en la batalla de Poitiers (732) por Carlos Martel. Pero si bien los árabes tuvieron que abandonar Francia vencidos, las plantas que ellos traían con sus ejércitos, se quedaron y triunfaron. Y dado que Poitiers se caracterizó, desde antes de la llegada de Julio César, por estar alzada en un promontorio defendido por un foso que protegía vastos campos circundantes de cultivo, fue allí mismo donde empezó a florecer la berenjena, que los árabes, a su vez, habían importado desde la India. De allí a la justa fama de un plato como el ratatouille, deberán pasar muchos siglos pero siempre hay un comienzo.

Lo cierto es que los inquisidores condenaron a la berenjena, como a la mayoría de las plantas que desconocían, que eran la mayoría de las plantas. Tal vez por comerla cruda ―algo que no debe hacerse, ya que provoca dolor en el estómago― o dadas sus formas voluptuosas, la cuestión es que el vegetal fue asociado a un conjunto de males que aterrorizaban a las masas de entonces: la muy temida epilepsia, las distintas fiebres y, desde ya, la locura. Algunos la criaron como planta de interiores y como la planta se adapta mejor a los calores que a los fríos, crecía de manera desmesurada, sembrando más pánico aún.

Algo de ello quedó reflejado en un dicho tan popular como es “meterse en un berenjenal” que es sinónimo de crearse un problema. Sucede que la planta es trepadora, como el tomate, y su sembrado se hace en hileras con alambres y palos, entramados de manera que pueda aguantar los frutos que son más pesados que el resto de la planta. Por ello, cuando alguien acudía a un huerto a hurtar comida y era sorprendido y buscaba huir con precipitación, solía quedar enganchado en el berenjenal. De ahí, esta expresión que utilizamos más de lo que, de seguro, comemos tan rico producto.

Como a la Luxemburgo y a Stalin ―y una larga lista de ilustres consumidores que incluye a George Harrison, Mario Moreno “Cantinflas” y el imán Khomeini (la palabra berenjena viene del persa)―, a mi también me deleita. Desde la argentinidad profunda, esa que come carne asada (de esas vacas que los sojeros pretenden erradicar, vacas que aunque ajenas, producían la mejor carne del planeta porque comían pasto y no los alimentos balanceados que están en boga hoy, por la reducción del espacio para criarlas, dada la ofensiva de los que te dije), meter unas berenjenas a las brasas puede parecer una herejía pero no: es cuestión de probar nomás. Son un manjar inolvidable ―y que combina bien no sólo con la carne y el decisivo vino tinto sino también con los otros vegetales que pueden ser asados como las papas, las cebollas y los morrones.

Usar la berenjena como base para la elaboración de potajes de verduras (el ratatouille es esencialmente esoes una experiencia irreversible, porque el fruto es nomás el ancla del plato, que terminará llegando al muelle de las delicias, riquísimo, con algo de destreza y una pizca de osadía. No se necesita ser chef para picar ajos y cebollas y freírlos, arrojar luego las berenjenas a la olla y luego, mientras se cocinan, empezar a soñar, crear y gozar: el tomate, bien maduro, es imprescindible; los hongos, combinan de maravilla; el referido pimiento morrón, nunca cae mal sino todo lo contario. El ají, tampoco. Cuando la cosa cuaja, si uno se anima a echarle encima un poco de queso bien desmenuzado, el cocimiento puede alcanzar un pico de intensidad sensitiva y alegría vital.

De eso se trata comer, la comida: es una reafirmación de la vida en tanto vínculo, amor y comunión con lo trascendente. Cada vez que comemos productos de la tierra, es ella a la que honramos y es ella, con sus sabores, sus texturas, sus colores, sus olores, la que nos deleita. Por eso, hay que huir de esos antros donde sirven comida rápida-comida chatarra-comida basura: son el símbolo más nítido de la decadencia de la especie (por algo, van asociados al poder imperial, y su podredumbre bélica y su esterilidad cultural) y un punto de no retorno en materia de salud pública.

El retorno a los frutos que la Pachamama nos brinda se vuelve así un imperativo; por ello, el regreso al sabor potente, rotundo, exquisito de la berenjena deviene una tarea de purificación ante tanta agresión imparable de un mercado globalizado de los alimentos que busca cercarnos y rendirnos, y por ello, una bandera a enarbolar para resistir los embates de tanta porquería, tanta mayonesa de sobre, tanta fritura que envenena el cuerpo y también el alma.

Italia es el país donde más aman a las berenjenas. Y a la planta, le pasa lo que le pasaba a Maradona: cuanto más al sur en la bota vayas, más la aman. En Sicilia, berenjena es motivo de culto y devoción. Lo mismo pasa con los hebreos: son fanáticos. Hay un texto sefardí conocido como "La cantiga de las merengenas" (Sarajevo, Siglo XVIII) en las que se anotan treinta y cinco formas de cocinarlas. Vegetal universal, la berenjena trasvasó continentes, pueblos, culturas. A América, anotamos, arribó como el trigo del pan y la uva del vino: o sea, en barco. La cosa fue que se extendió y aquí en Bolivia, un kilo de berenjenas cuesta hoy 5 pesos, mientras el más barato de los pollos fritos de esos con los que se babosean los gringos cuesta 21. No hay por donde perderse. Sentencia el dicho: manjar de pobres, manjar de dioses. Y así debe ser: comamos natural contra toda la impostura alimenticia de la aldea global. ¡Comamos berenjena!

Río Abajo, marzo de 2009

Imagen: Extracto de los Delmes del bisbat de València, traducción de un texto latino del siglo XIII, donde se refiere a las berenjenas como "albergenias", nombre antiguo popular.

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