Pablo Cingolani
Gracias a la
insistencia de los lectores, volvemos a planear sobre la mirada exterior acerca
de Bolivia, reparando algunas omisiones que ex profeso faltaron en el primer
artículo y quemando algunos cartuchos más para cerrar este arbitrario viaje
literario.
Bolivia es aventura
Hasta hoy, Bolivia
ha conservado grandes santuarios de naturaleza virgen, vastos territorios con
escasa o nula población, paraísos en suma para aquellos que buscan vivir
aventuras que, como anotó Piglia, somos todos.
No es raro
encontrar testimonios sobre esa mirada, incluyendo, desde ya, a varios de los
cronistas españoles de los siglos XVI y XVII. De estos, me gustaría rescatar a
dos, sólo porque sus crónicas hacen alusión a territorios marginales, a
fronteras de guerra como se los llamaba en tiempos coloniales. Se trata del
Factor Lozano y de Juan Recio de León.
Lozano, funcionario
de la corona asentado en Potosí a finales del siglo XVI, escribió la primera
crónica conocida sobre ese desierto misterioso que son Los Lípez, uno de los
techos del planeta Tierra. Además de hacer una descripción exhaustiva de la
demografía, la etnografía y los minerales de esa región singular (y como todo
buen estratega, trazar un plan de conquista a partir de un conocimiento
desusado de la geografía para esos tiempos, tomando en cuenta que el autor era
un burócrata), narra una anécdota deliciosa: cómo los caciques lipes embaucaron
al Virrey Toledo en su famosa visita y se eximieron de ser reclutados para la mita
de las minas.
Juan Recio de León
era el lugarteniente de Pedro de Leguí Urquizo, el primer español que fundó
pueblos en la tierra de los “chunchos”, ese impreciso territorio que comenzaba
al transponerse los contrafuertes andinos y bajar hacia la Amazonia. A Leguí se
debe el primer intento de poblar el valle de Apolobamba (Apolo), Santísima
Trinidad de Yariapu (Hoy, Tumupasa) y San José de Uchupiamonas, la comunidad
que en la actualidad es propietaria del archifamosa albergue ecoturístico de
Chalalán, a orillas del río Tuichi. La única fundación que sobrevivió en el
tiempo desde que dicho capitán bilbaíno la fundara en 1617 fue la mítica San
Juan de Sahagún de Mojos que hasta hoy resiste a unos 100 kilómetros a pie
desde Pelechuco. Juan Recio de León narra todos estos sucesos y mucho más,
desde cómo llegar al reino áureo del Paititi o localizar a las temidas
Amazonas, las mujeres guerreras de la gran selva sudamericana. Es interesante
anotar que sus exhaustivas descripciones de la flora y la fauna locales fueron
leídas en clave ecológica en el siglo XX y sirvieron para caracterizar ese mega
parque nacional que es el Madidi.
El verdadero
Indiana Jones
Quien anduvo por
allí y por todos lados en plan demarcación de límites y aventura pura fue el
célebre Teniente Coronel británico Percy Harrison Fawcett que recorrió Bolivia
en viajes sucesivos entre 1906 y 1914.
Sobre Fawcett se ha
dicho de todo pero puntualicemos algunos datos. Es cierto que inspiró el
personaje de Indiana Jones, interpretado por Harrison Ford y que volteó
taquilla en los cines del mundo entero pero no fue Spielberg el que leyó sus
renombradas memorias sino el guionista del film: Rob Mac Gregor. Es cierto que
desapareció en Brasil en 1925 buscando una ciudad perdida que el asociaba con
la Atlántida de Platón y con antiguas civilizaciones prediluvianas que habrían
vivido en la actual América del Sur y que se organizaron numerosas expediciones
en su búsqueda, algunas de ellas también desaparecidas. Es cierto pero a esa
historia -verdaderamente de culto universal- le falta el dato certero de que fue
justamente en Bolivia donde Fawcett empezó a concebir sus hipótesis.
Dos temas lo
impactaron de sobremanera: el silencio de Tiwanaku y la sabiduría de los
Kallawayas. Del sitio arqueológico, siempre supuso que era el nexo entre las
antiguas y las más pretéritas aún civilizaciones del continente y de los
médicos naturistas itinerantes de los Andes creyó que guardaban claves de ese
saber ancestral e histórico que había sobrevivido a los cataclismos naturales y
al paso de los tiempos.
Como curiosidades
bibliográficas o no tanto, habría que destacar en relación al tema, la tesis de
un joven periodista inglés de la universidad de Essex llamado Rob Hawke quien,
por primera vez, reivindica la matriz boliviana de las ideas y concepciones
fawcianas y un trabajo cuya autoría corresponde al griego Emmanouel P. Laleos
donde se afirma que cerca de Tiwanaku, en una piedra triangular, Fawcett habría
escrito una cita donde anunciaba el cambio de era astral y que eso sucedería en
los montes Roncador del Brasil, precisamente en el territorio donde luego
desapareció sin dejar rastros.
De las memorias de Fawcett,
recopiladas por su hijo Brian bajo el nombre de Expedición Fawcett, un clásico de la aventura, vale la pena
transcribir una de sus impresiones sobre la ciudad de La Paz a principios del
siglo XX: “La Paz, con sus tranvías, sus
plazas, alamedas y cafés, es, en esencia, una ciudad moderna. Extranjeros de
todas las naciones llenan sus calles. Se puede sentir plenamente la proximidad
de los lugares salvajes. En medio de las levitas y sombreros de copa de los
hombres de la ciudad se ven los Stetsons raídos y las botas de los
exploradores; pero por alguna razón las suelas alambradas de estos zapatos no
se ven discordantes al lado de los escarpines de altos tacones de las damas
elegantes”. Debo confesar que esa fue una de las imágenes que poblaban mi
mente cuando arribé aquí en 1983 y que, como siempre, la realidad supera
siempre con creces todo lo narrado. Debo confesar también que sigo sorprendido
de cómo hasta ahora la figura de Fawcett sigue siendo aquí casi invisible y que
los gobiernos de La Paz y de Londres no hayan rendido el homenaje que el
explorador se merece. Alguna vez leí un artículo anti-Fawcett firmado por Pedro
Shimose: es cierto que el inglés era un hombre de su tiempo, la era de hierro
de la expansión imperial, pero algunas de sus ideas eran de avanzada, en
especial cuando cuestiona amargamente las atrocidades cometidas por los barones
del caucho en las selvas de la Amazonía. Por otro lado, que amo a Bolivia es
indudable. El 2006 se cumplirán cien años de su llegada a Bolivia.
Primera ascensión
al Illimani
En uno de los
clásicos de la literatura de viajeros sobre Bolivia –el libro del francés
Charles Wiener: Perú y Bolivia, cuya primera edición la hizo Hachette en París
en 1880- es preciso rescatar la narración de la coronación de una de las
cumbres del nevado más famoso del país: el cerro Illimani. Es preciso exhumarla
ya que es un lugar común afirmar que fue el inglés William Conway el primero en
subir con éxito la montaña y no es cierto.
Wiener se propuso
medir la altura del Illimani y llegar a alguna de sus cimas; parte para ello de
La Paz el 10 de mayo de 1877 en
compañía de José María Ocampo, el ingeniero Krumkow, un barómetro y un
termómetro de ebullición. Luego de atravesar Obrajes, pernocta “en el miserable
villorio de Mecapaca” pero, como D´Orbigny treinta años antes, se abruma y se
sorprende con la orografía del valle del río Choqueyapu. Anotó en su libro:”No
he encontrado nunca, en mi largo viaje, pendientes tan abruptas como al sureste
de La Paz”. Siguen aproximándose a la mole, caminando por el lecho del río. El
segundo día arriban a la hacienda Cotaña, propiedad de Pedro Guerra: Wiener no
deja de asombrarse al ver naranjos, limoneros y bosquecillos de bananos frente
“a las nieves eternas y la espantable desnudez del Illimani”. Guerra le
advierte de los fracasos anteriores de los norteamericanos Pentland y Gibbon
pero como Wiener no ceja, puso a disposición del galo “siete vigorosos indios”
para que lo acompañen en la ascensión.
El 19, a las 2 de
la madrugada, ésta se inicia. Durante la misma, los participantes sufren todo
tipo de contratiempos hasta que los indios se niegan a continuar ya que “era ir
contra la voluntad del cielo atreverse a vencer el monte Illimani”. Eran las 3
y 20 de la tarde y estaban a 19.512 pies de altura, quinientos pies más arriba
del límite de la vegetación y el inicio de los glaciares, según las mediciones
de Wiener, pero resuelven proseguir. Tres indios se mantienen fieles en el
empeño y tras una hora y media más de marcha extenuante, coronan el hasta hoy
bautizado como “Pico de París”. Según Wiener, se hallaban a 6131 metros de
altura sobre el nivel del mar; según Bernardo Guarachi el pico Norte o París
del nevado se alza hasta los 6403 metros.
Como sea, se trató
de una escalada exitosa. En el testimonio, Wiener, “el encargado por el
gobierno de la República Francesa de una misión científica en América
Meridional”, anotó los nombres de los “tres guías indios, Jerónimo Quispe de La
Paz, Simón López y Manuel Ttule de Cotaña”. El libro incluye los retratos de
los tres. El gesto noble del francés es menester destacarlo: hasta el presente,
decenas de expediciones “científicas” se valen de los conocimientos y destrezas
de los indios para hacer sus “descubrimientos” y “proezas” pero casi ninguna hace
constar el aporte decisivo de los originarios.
País sin neurosis
Para completar las
miradas a esa diversidad y otredad bolivianas, habría que anotar al sueco Erland
Nordenskiöld, cuyos libros de viajes etnoarqueológicos son a la vez un
exquisito placer literario, así como las emotivas referencias al volcán Sajama
de parte del geólogo y geógrafo Federico Alhfeld o esa primera descripción
histórica del salar de Uyuni incluida en ese best seller (pirata) del siglo XVII: Arte de los metales del padre Álvaro Alonso Barba, en su época la
máxima autoridad en metalurgia del mundo entero. Sus descripciones sobre las
“tierras de colores” de Los Lípez- donde ejerció su sacerdocio y desarrollo sus
estudios mineralógicos por siete años- son inolvidables. Insisto, esta lista es
incompleta y por ello para terminar esa visión idílica, aventurera y romántica
sobre Bolivia, baste agregar esta perla: la cita incluida en Drácula de Bram Stoker, una de las
novelas más populares de todos los tiempos, aparecida en 1897. Allí, un
camarada de aventuras le escribe a otro: “Nos
hemos contado historias sentados junto al fuego de campamento, en las praderas;
nos hemos vendado las heridas el uno al otro, tras desembarcar en las
Marquesas, y hemos brindado por nuestra salud a orillas del Titicaca”. En
esos años, recuerden a Stevenson y a Melville y sus peregrinajes por las islas,
las Marquesas –como Bolivia- eran para alguna gente sensible un paradigma de un
mundo utópico, ideal, lejano para esa mentalidad europea dominante que se
embarcaría pronto en la I Guerra Mundial.
Los años pasaron,
vinieron las grandes guerras y el hijo de uno de los grandes industriales que
financió la victoria de la nueva gran potencia hegemónica, no sólo rompió con
los cánones familiares sino que se convirtió en uno de los grandes íconos
rebeldes del siglo XX: me refiero a William Burroughs.
Gran escritor y
adicto frenético a las drogas, o viceversa, Burroughs tuvo un mérito literario
que pocos poseen: creo un mundo paralelo con o desde su escritura; el mundo narrado
de los “yonquis”, de los adictos a las “sustancias controladas”. Su interés por
Sudamérica nació de ello. Es natural: una de los estimulantes más potentes que
se conozcan se extrae de las hojas de una planta usada de manera milenaria en
todo el continente, me refiero –desde ya- a la cocaína. A la vez, su curiosidad
con relación a los rituales de los grupos étnicos (desde los Hopis de Nuevo
México a los practicados en el Viejo Mundo), lo llevó a devocionar el uso de
ayahuasca entre los indios amazónicos. Su influencia en el tema abarcó a toda
la llamada beat generation
norteamericana.
Su libro-imán es El almuerzo desnudo, aparecido en 1959.
Libro escalofriante, inaugura ese mundo reinventado que Burroughs llevaría al
paroxismo a lo largo del resto de su obra, literatura en su máxima expresión,
una joya. Allí, en ese cóctel alucinante, hay una referencia a Bolivia
ineludible. Es cuando el “viejo Bill” se pone a explicar las relaciones entre
esquizofrenia y adicción. Entonces, se despacha con toda una declaración de
principios sobre la república y anota: “Oh,
a propósito, hay una región de Bolivia en la que no se dan psicosis. Gente
cuerda del todo en esos montes. Quisiera ir allí antes que se eche a perder con
alfabetizaciones, publicidad, televisión y automóviles”. Siempre pensé –es
una hipótesis incomprobable- que hablaba de los Kallawayas y lástima porque
Burroughs nunca vino por Bolivia a verificar si todavía esos sitios donde no se
dan psicosis no se habían echado a perder. Conozco varios.
Varia invención
Hay una “cruceña”
enigmática, sensual y atávica, en las novelas del jujeño Héctor Tizón y hay
unos poemas que destilan sangre, COB y alma proletaria que escribió el joven (y
después malogrado) peruano Manuel Scorza dedicados a la revolución de 1952. Por
analogía, hay un libro ultra famoso que habla de Bolivia (Torres) y de Perú
(Velasco Alvarado) y que lo firma el ex prisionero de Camiri y ex asesor de
Francois Mitterand: Regis Debray. Su título (casi) lo dice todo: ¿Revolución en la revolución?
Borges, en su
cuento El congreso incluido en El libro
de arena (1975), en ese foro que se reunía en la Confitería del Gas con el
propósito de representar a todos los hombres y a todas las naciones, cita a “un boliviano señaló que su patria carecía de
todo acceso al mar y que esa lamentable carencia debería ser el tema de uno de
los primeros debates”.
Arlt en Los
lanzallamas (1931) pone a Bolivia como ejemplo de “un Estado atado de pies y
manos a los Estados Unidos”.
Final: Melgarejo.
Hay dos libros. Uno lo signa un francés (Melgarejo
por Max Daireaux. No puedo dejar de apuntar una frase que le dedica a Alcides
Arguedas que dice así: “este país que aún
no es nación y que siempre se denomina Alto Perú, no puede vivir sin epopeya…”)
y otro, Juan Carlos Martelli,
argentino, autor de un librazo llamado Los
tigres de la memoria pero que, por encargo de una editorial argentina, en
1997, escribió un volumen también titulado con el apellido del gobernante
boliviano y que se caracteriza por un erotismo subido de tono (pornográfico,
dirían otros) donde abundan los actos sexuales de todo tipo y las borracheras
más indecorosas. Kaput.
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