Juan Esteban Constaín
Podrán decir lo que sea de Fernando Vallejo -que es un caballero, que habla pasito-, pero qué manera de escribir la suya. Yo creo que me lo he leído casi todo, sin darme ni cuenta, hojeándolo de a poquitos, a ver qué dice y cómo lo dice; luego no hay forma de parar. Disfrutando su prosa magistral que arranca y se va, ¡ah vida berraca!, en grupos ternarios y feroces y eruditos.
Me gustan sobre todo sus ensayos y sus biografías, y esa obra maestra de la filología y la retórica, y la ciencia literaria que no existe, y el estilo y la poética, y el arte, que es Logoi: un manual alucinante para descifrar, en 8 idiomas o más, los misterios del lenguaje literario y de la prosa, sus hilos ocultos, sus trucos y sedimentos en autores tan diferentes como Chateaubriand y Mujica Láinez y Joseph Conrad.
Sé también que hay mucha gente que lo odia, por sus opiniones morales y políticas, por sus declaraciones contra la Iglesia, por su saña vertida sobre el mundo y los pobres y Octavio Paz, entre otros miles. Yo he hablado con él una sola vez en mi vida, cuando fui a pedirle su firma precisamente en mi ajado ejemplar de Logoi. Me encontré a un señor dulce y tranquilo. Comentamos el promisorio futuro del latín; me dijo que era una lengua muerta, todas lo son.
Supongo que tendrá sus cosas difíciles, sus caprichos, sus días. Pero el problema, creo yo, está también en que a Vallejo se lo toman demasiado en serio, por igual sus partidarios y sus detractores. Y en vez de pensar en sus libros magníficos, que es lo que de verdad importa, la gente discute sobre todo lo demás: el Papa, la plata de los premios, Laureano Gómez, Colombia.
Menciono a Vallejo porque ahora me estoy leyendo El cuervo blanco, su conmovedora biografía de don Rufino José Cuervo, de lejos el mayor conocedor de nuestra lengua en sus mil años de historia turbulenta. Y además de gozar con las cosas de siempre -la prosa, el estilo, la injuria-, estoy feliz con este libro porque yo también soy devoto del santo y llevaba muchos años rogando por él.
Eso hace Vallejo con Cuervo: lo canoniza, lo eleva a un altar. Algo que todos deberíamos hacer en nuestra propia vida, y que de hecho hacemos, aun sin darnos cuenta. Cristianos o no, ateos o descreídos o escépticos, todos rezamos y llevamos un santoral en el alma. Todos le tenemos fe a alguien, a su recuerdo o a su presencia.
Porque hay gente así que va poblándonos milagrosamente; gente que le da sentido al mundo, y eso nada tiene que ver con la religión sino con algo mucho más profundo, más valioso: la esperanza o el consuelo, la nostalgia. Por eso me gusta tanto lo que ha hecho Vallejo, y todos deberíamos hacerlo también: decidir quiénes son nuestros santos, y quemarles el incienso que se nos dé la gana.
Erasmo de Rotterdam siempre lo hacía después del padre nuestro, gritando: "¡Oh Sócrates, rogad por nosotros!". Ya conté aquí alguna vez, hace tiempo, de la causa solemne que cursa en Roma para canonizar a Chesterton. El Vaticano ha dicho que todavía falta un milagro, como si no bastaran sus libros.
Yo le rezo también a Nicolás Berdiáyev, que fue uno de los más grandes escritores rusos del siglo pasado. Como suele ocurrir con los santos de verdad, todos pensaban que era un hereje y un loco: los bolcheviques que lo arrastraron al exilio, los jerarcas de la iglesia ortodoxa que casi lo queman en su hoguera. En mi santoral está al lado de San Bertrand Russell y San Brian Jones.
Santa Gertrudis de Nivelles (patrona del miedo a los ratones), San Isidoro de Sevilla (patrono de Internet y las Enciclopedias), rogad por nosotros. San Bob Dylan, San Óscar Wilde, todos.
Nada le gusta más al buen Dios que la herejía y el arte.
Publicado en El Tiempo.com, 23/05/2012
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