Monday, May 7, 2012

La caída del comunismo



Pablo Cingolani

A Juan Esteban Cingolani,
y a Muzam


Severino Alcedo, botánico y poeta, me contó esta historia.Se refiere a esa vez que navegó en un rompehielos soviético hasta la Antártida –dizque, a buscar unos líquenes rarísimos que sólo crecen en la península de Palmer, y en ningún otro lugar del mundo. Extraños líquenes.

Eran los días previos a la caída del comunismo –los días del putsch contra Gorby y todo lo que vino después- y la nave estaba fondeada en el puerto de Montevideo, abasteciéndose.

Allí, en la capital uruguaya, conoció a Yuri Lematov, el botánico de la tripulación, cuando salían de un cine donde daban Blue Velvet. Debió ser la atracción botánico-a-botánico (¿existe? Tiene que existir) o qué: la cosa es que terminaron contándose sus vegetales vidas, sus raíces y sus ramas, en un bar de la Avenida 18 de Julio.

El antro se llamaba Sirenas sin Sed y fue allí donde Lematov lo invitó a partir. Le dijo que dadas las circunstancias que vivía la URSS, nadie se haría mucho problema con su presencia. En todo caso, Alcedo formaría parte de un intercambio entre científicos. Todo un gesto de solidaridad e internacionalismo. Lematov había pasado cinco años en la isla de Cuba estudiando la reproducción andrógina de las palmeras y cantaba boleros con corazón habanero y canciones de Silvio Rodríguez que alguna vez le estremecieron. Tenía un hijo en Camagüey: Lucas.

Lematov, en el fondo y por la mitad de la segunda botella de caña ANCAP, se sintió conmovido con la posibilidad de contribuir de manera decisiva al hallazgo de esos extraños líquenes. Su vida se había vuelto una rutina –la burocracia lo condenó a eso: a vegetar como supernumerario en un barco. Conocer a Alcedo le hizo reverdecer el entusiasmo. Por la flora y por la vida.

Severino, copa en mano, juraba y rejuraba que años atrás había leído un artículo en la Enciclopedia Linneo acerca de unas plantas que salvaron a la expedición Shackleton de morir de inanición cuando quedó atrapada por los hielos del continente blanco. Alcedo insistía que eran los tales líquenes, tan nutritivos ellos. Lematov prometió, solemne: “los buscaremos”. Los líquenes eran, para él, una metáfora de su patria.

Borrachos, se fueron por las calles hasta las radas cantando La Internacional. El abuelo de Severino supo ser trotskista en sus años mozos y se la enseñó a sentir al niño Alcedo mientras tajaba melones y los rociaba con miel de avispa los mediodías radiantes de San Juan Capistrano. El abuelo Alcedo nunca pudo organizar un sindicato entre los peones del tomate en California, pero siempre conservó la moral bien alta.

Al otro día, con resaca pero ni modo, Lematov presentó a su nuevo amigo botánico a un selecto grupo: un zoólogo nacido en Vladivostok –renombrado en la Academia de Ciencias por sus estudios sobre las variaciones en la dieta de los alces siberianos producto del cambio del clima en la tundra- y a una ictióloga letona, una mujer que se excedía a mares con el vodka y que había estudiado al Mar Aral hasta que terminó secándose. Esto no lo sabía el mundo, pero ella sí. Era terrible.

“La culpa la tiene el Aral” –tronaba Irina, experta en esturiones, cada vez que se zampaba un nuevo vaso en el comedor del Lenin, que así estaba bautizado el barco. El zoólogo se llamaba Menchevsky y además de ciervos, sabía mucho de jazz –escuchar a Coltrane en medio de los témpanos, esa sí te la dedico. Pero casi no hablaba. Alcedo lo bautizó, con derroche de creatividad, como “el mudo”. Tras que dejaron atrás el Río de la Plata, y metieron proa franca hacia meridión a un costado de las Malvinas, cuando navegaban a la altura de las islas Georgias del Sur por el oeste, avistaron una impresionante manada de cachalotes del Índico –dos mil lomos azabache brillante; un arrecife de vida en marcha- y se enteraron por la radio que Gorbachov había sido tomado prisionero en Crimea y que el PCUS se terminaba de desmoronar como un castillo de naipes encima de un plato de lentejas crudas.

Era el 18 de agosto de 1991, ¿quién no se acuerda? Yo estaba trabajando con unos agrónomos italianos, australianos y bolivianos y con el Pepe Miranda en un proyecto de reconstrucción de andenes de cultivo precolombinos. Iba y venía desde La Paz hasta los lados de Italaque y de Moco Moco, en la antigua comarca donde guerreó el Cura Muñecas. Allí casi no había medios de comunicación. Sólo la radio Fides. Me acuerdo cuando escuché la noticia (“de último momento”, vociferaba el locutor) acerca de la detención del pelado con esa huella rara en la cabeza. Soy periodista y uno está preparado para eso: para escuchar noticias, digo.

Lunov, un tío político de la ictióloga, comisario político del partido en Letonia, en la República Socialista Soviética de Letonia, se había suicidado de tristeza. De esto se enteraron no por Radio Moscú, sino por una triangulación que se inventó el operador del buque, un capo para las ondas cortas. Irina, vaso en mano, cemento armado, no pudo evitarse un suspiro por lo que le estaba pasando al ya casi antiguo régimen, por su tío, y viendo pasar tan colosos a los cetáceos, melancólicamente, dijo que esta vez parecía que Ajab lo había logrado, que el comunismo se había vuelto pesado como una ballena, denso como los jugos de su hígado y que ahora vendrían los albatros y los cormoranes a arrancarnos los ojos a todos. Severino no entendía demasiado pero le aceptó el trago.

A partir de allí –es decir, desde el momento en que el rompehielos quedó a la deriva política, los días en el océano se volvieron irreales. El capitán era nieto de Maiakovsky y le dio por una mezcla de lirismo exacerbado (Camaradas, hagan un arte/que saque del fuego a la República-gritaba a estribor como poseído) con una necesidad rabiosa de acabarse todo el vodka de las bodegas del buque.

En Montevideo, en secreto, se habían cargado 412 cajas de Stolicknaya. Tanta cantidad de botellas se explican –según se supo después- porque el segundo a bordo, un tal Sergei, pensaba vender parte de la carga a la vuelta de la campaña antártica, cuando atracasen en Luanda, la capital angoleña. Un amigo suyo de la época de la guerra contra los sudafricanos, había abierto la primera licorería de esa nación de África, tras dejar su rango en el ejército y un cargo que tenía en el gobierno. El tal Sergei -según le escribió Lematov a Alcedo muchos años después-, se estaba pudriendo en una cárcel de Astrakán, esperando a que Putin lo indultase.

El capitán-nieto de Maiakovsky, más allá de estas bribonadas, ordenó que cada quien dispusiese del vodka a voluntad –ya que había que enterrar en el alma a la gloriosa ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y que él no sabía si suicidarse como su ilustre abuelo o beberse todas y cada una de las botellas que pudiera y tratar de apaciguar así y de esa manera tanto infortunio que lo acosaba.

Era tal el delirio reinante a bordo que fue justo cuando el capitán Maiakovsky terminaba de pronunciar esas palabras –dio un discurso, megáfono en mano, todos formados en medio de la noche, un viento de nevisca del carajo, 25-30 grados bajo cero y el vodka pasando de mano en mano-, cuando el Lenin chocó contra un iceberg, un iceberg chiquito, por suerte, de apenas 4 kilómetros cuadrados. Pero no piensen nada raro: el barco resistió, no fue como el Titanic. El Lenin era el orgullo de los astilleros y los obreros de Murmansk y hasta habían rociado con sangre de un lapón –siguiendo un antiguo rito de la época de los zares- su proa de acero. El Lenin era invencible.

Alcedo no recuerda bien todo lo que pasó a partir del momento de la liberación del consumo de vodka –es atendible el motivo-, pero lo que me contó, así sean retazos, así sean brillos, lo sigo anotando.

Malenkov era un kazajo que te metía miedo –dos metros cinco de altura, ojos oblicuos, la piel cuarteada, cicatrices: era la reencarnación de Gengis Kan y sólo se apellidaba así producto de la rusificación que había impuesto a cañón y daga el padrecito Stalin- y era el geógrafo-jefe de la expedición. En realidad, era el geógrafo, el único que había en la nave de los locos.

El vodka –nadie declinó la generosa y proletaria invitación del capitán Igor Nikolai Maiakovsky- le hizo brotar en la sangre su propia versión de la saga del acorazado Potemkin. Reunió al staff científico –Lematov, “el mudo”, la ictióloga, un entomólogo llamado Pedro y Alcedo, nuestro Alcedo- y les propuso amotinarse, tomar las armas y la nave “en nombre de la gaya ciencia y la gloriosa Unión Soviética” y volver sobre las aguas, atravesar Gibraltar y el Mar de Mármara, y una vez surcando las patrióticas corrientes del Mar Negro, anoticiar a los soviets leales y liberar a Gorbachov, “para que rectifique el proceso” –dijo, casi temblando de una emoción que parecía oculta por siglos.

“Eso no es posible, camarada Malenkov” –la voz de Lematov sonó clara, como las notas de un réquiem. “Si nos estamos yendo al carajo, es porque ya nos estábamos yendo a la mierda”- sentenció.

“El mudo” sorprendió a Alcedo y a todos: proclamó, con voz sonante, como los pájaros de Hegel, que Lematov tenía razón. Y aludió al iceberg con el cual habían colisionado y comparó al politburó con la proa de acero templada en Murmansk con la sangre de un lapón: el politburó carecía de norte desde hacía rato. Se tiró una rotunda diatriba contra la coexistencia pacífica, dijo que todos los de la nomenklatura eran una manga de traidores y que Gorbachov eran un chupamedias de Reagan, “y que por él, que se vaya todos bien al infierno, si es que el tal infierno existe, o que si no se vayan a Nueva York, que eso seguro que es el infierno”, agregó –según la versión de Alcedo.

Irina eructó. “Ven, Severino” –Alcedo dixit- “ven a ver si vemos más cachalotes”.

Un ardid: Irina estaba obsesionada con Moby Dick. No sé qué pensaron ustedes. Nadie había prohibido la difusión de la novela de Herman Melville en la URSS. Pero nadie tampoco la imprimía. Irina había tenido un breve romance con un colega polaco –una misión socialista, conjunta para cuantificar la existencia de bacalao y de arenques en el Mar Báltico; el politburó había decidido abrir una fábrica de conservas de pescado en Lituania- y el tipo le había obsequiado el libro. Al polaco le disgustaba. Pura neurosis capitalista –aseguró cuando se lo entregó con una rosa roja, a modo de despedida. Ella nunca había leído una historia con ballenas –su abuelo Noah la atosigaba en Riga cuando era niña con leyendas letonas sobre estos monstruos del mar pero que en realidad eran un remake de la historia de Jonás, aburridas versiones del antiguo testamento que habían llegado hasta allí junto con la diáspora.

La desertificación del Mar de Aral la había destrozado. Leer Moby Dick le devolvió la esperanza- Secretamente, se lo agradecía siempre al polaco, por más que el otro la condenase. Leer es un acto íntimo, ¿o qué es?

Será que el mundo tiene un destino que los mortales olvidamos porque nos perdimos en laberintos que no nos agasajan, o qué será: la cosa es que Alcedo acompañó a Irina hasta la cubierta. Era una noche con luz de luna y el viento feroz del otro día, era una brisa. ¡Todo era perfecto! ¡Se estaba cayendo el comunismo pero todo componía una música especial, la del más bello poema jamás escrito, la de ése poema que sólo se siente en el alma!

“¿Sabes?”- le dijo Irina, “a mí la URSS me hizo feliz, muy feliz, me hizo ictióloga, y los peces, todos los peces, me hacen dichosa”. Su abuelo, además de contarle las historias bíblicas, la llevaba a ver sardinitas multicolores a los arroyos de extramuros de la capital. Desde entonces, los amaba. Eran una presencia, una vida.

Su vida. Alcedo aguzó la vista y creyó ver a los cachalotes a la distancia. Algo salió de su boca, un murmullo, algo torpe. Irina lo miró a los ojos y Severino sintió que lo acribillaban con un sentimiento desconocido para él, tal vez su abuelo lo hubiera sentido igual entre la frustración y el hastío de los mexicanos explotados y humillados de San Juan Capistrano, quién sabe.

“Los cachalotes se fueron, Alcedo, ya no volverán. Van rápido. Ya andarán nadando por Mozambique…”- le dijo como si supiera el derrotero de cada una de las bestias, mientras sus ojos se llenaban de un espanto especialísimo, tan especial que estaba cargado de liberación y una clase no habitual de alegría. Una alegría extraña: eran el dolor y el desasosiego más fuertes del mundo, eran eso nomás, pero estaban revestidos de una dignidad tan simple como conmovedora.“La derrota es mejor celebrarla con desconocidos” –le aclaró.

Cuando Irina parecía haberlo dicho todo, iluminó más la noche con un aullido: "El hombre necesita creer de vez en cuando que sabe por qué carajos vive, ¿o tú qué demonios te crees, brother?”. Dijo brother tal cual, hermano, pero en inglés. Alcedo no dijo nada, ¿qué podía decir?: sólo me contó esta historia que termina aquí.

Imagen: Diseño de pañuelo peterburgués, luego de la caída del régimen comunista

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