David G. Torres
Efectivamente, el mundo no es mejor ni parece que las bases del capitalismo que aseguran la sociedad liberal se hayan resquebrajado ni un poquito a pesar de todos los intentos de algunos artistas y, en general, de una estirpe de creadores y pensadores malintencionados. Es cierto que por mucho que Johnny Rotten se dejase las cuerdas vocales (es un decir) gritando “God save the Queen, and her fascist regime”, bueno, pues la reina sigue ahí y su régimen no parece mucho menos fascista. A no ser que alguien todavía considere que es un cambio sustancial haber pasado de la amistad de Thatcher con Pinochet, a la complicidad de Blair con Bush invadiendo Irak en una especie de cruzada que en el nombre de Dios se lanza en busca de petroleo. Para un pensamiento radical la misma idea de estado es represiva, así que eso no son más que matices del mismo tipo de fascismo.
Quizá haya sido por la incapacidad de matizar a la que tiende un pensamiento que se quiera a la contra por lo que finalmente habrá que considerar que, sí, nada ha cambiado demasiado y tampoco hemos colaborado efectivamente a que cambie. En fin que habrá que dar la razón a aquellos que, también desde la izquierda, han denunciado la falta de pragmatismo de los malintencionados. Y estar de acuerdo con los argumentos de tipos como Joseph Heath y Andrew Potter cuando arremeten contra la tradición contracultural occidental (y ahí cabe mucho, efectivamente Johnny Rotten y los Sex Pistols, pero muchos más). Rebelarse vende. El negocio de la contracultura es el título de su libro; un título tan explícito que en sí viene a resumir su tesis, en la que fundamentan una crítica generalizada a lo “contracultural”: por su falta de eficacia, por haber estado predispuestos a ser vendidos y, en definitiva, por cómplices. Por si quedaba alguna duda, la edición del libro en la mayoría de los idiomas está ilustrado con una taza tipo mug (paradigma de taza globalizada) con el retrato de El Che: ejemplo ilustrativo de una cultura que pretendiéndose crítica y contracultural sólo ha servido para vender más tazas fabricadas en China con un logo concienciado. En fin, que mientras unos proponían liberar la mente y otros se declaraban antisistema y antisociales por llevar el pelo rojo y de punta, la casa seguía sin barrer: no sólo los serios objetivos políticos quedaban sin atender, sino que esa contracultura, vía tazas o camisetas, se convertía en cómplice del capitalismo extendido.
A propósito de efectividad, radicalidad y falta de matices, Slavoj Zizek en Bienvenido al desierto de lo real -un texto que publicó en su primera versión en el año 2000- explicaba una estrategia de la derecha política y el conservadurismo para arrinconar a la izquierda que, a la vista de los años, no es que siga siendo pertinente, es que no ha hecho otra cosa que confirmarse. En este texto traza la encrucijada a la que se enfrenta la izquierda radical. Y es que el discurso obrero que le es propio, dirigido a la clase trabajadora, ha sido apropiado por la extrema derecha. Es un viejo asunto, ya sucedió así con los nazis en Alemania, los fascios en Italia e incluso la falange en España. De hecho, ese lenguaje es el que en los años treinta llevo a, vamos a llamarlo, confusión a unos cuantos intelectuales en Francia. Concretamente, Drieu La Rochelle y Louis-Ferdinand Celine oyeron en las palabras nacional socialismo con más fuerza la palabra socialismo que nacional. Creyeron entender que simplemente se trataba de una versión del socialismo para Europa occidental y se hicieron decididos colaboracionistas nazis. No es anecdótico recordar en este contexto los acuerdos de Hitler y Stalin, ni algunos detalles de importancia como el antisemitismo común.
Pero, volviendo al texto de Slavoj Zizek, la actual extrema derecha en su lenguaje populista, además, envuelve una oposición a la globalización y se erige como bastión contra las formas del capitalismo tardío. Evidentemente los partidos políticos democráticos, y especialmente en el marco europeo en el que la extrema derecha está sobrecargada de historia, se han movilizado contra ella y la sitúan al margen de lo democrático: es la adversaria y está criminalizada. Pero, en esa criminalización de la extrema derecha también quedan barridos e incluidos sus argumentos. Y ahí es dónde aparece la encrucijada de la izquierda radical. Porque la crítica a las formas del capitalismo tardío o al capitalismo en su fase expansiva, globalización incluida, es su argumento. Son ellos los antiglobalización y no Le Pen. Pero si ahora ese es el argumento de la extrema derecha, y si no sólo la extrema derecha sino también sus argumentos son los adversarios: ¿qué opciones le quedan?. O bien compartir un espacio de marginalidad con la desagradable compañía de unos cuantos filonazis, o renunciar a algunos argumentos y regresar a la “normalidad” democrática. Dicho de otra manera: o situarse también más allá de la línea de la democracia y acompañar en un supuesto espacio exterior a la extrema derecha, para acabar compartiendo el mismo paquete del radicalismo antisistema con los que más odias; o renunciar a los propios argumentos, a la radicalidad política y de pensamiento, para finalmente ser una izquierda cómplice del capitalismo extendido.
Como sólo se escribe para los cómplices y los enemigos, por mucho que haya citado a una izquierda radical, tanto cómplices como enemigos habrán detectado que todo empezaba situando la estrategia de la derecha política y el conservadurismo. Lo que constata Slavoj Zizek, porque lo que hace Slavoj Zizek como todo buen pensador es constatar cosas, levantar acta, describir lo que otros vemos pero no sabemos ver y, eso sí, ponerlo en relación con otras cosas que también vemos; lo que traza no es sólo la encrucijada de la izquierda radical, sino básicamente la estrategia de esa derecha política y el conservadurismo que la expulsa a los márgenes. Describe las bases de esta realidad blanda, construida con valores firmes, hecha de moderación y centralidad, ante la que cualquier pensamiento que se quiera crítico está condenado a ser recluido en los márgenes, a una supuesta radicalidad en la que todo se simplifica porque, ya se sabe, los extremos se tocan. Ese es el desierto de lo real que compartimos.
El grano en el culo Lo de Bienvenido al desierto de lo real, que utiliza Slavoj Zizek para titular ese texto y una serie posterior, es una cita de Matrix: cuando Neo, el protagonista y héroe de la película, toma la pastilla verde y despierta en el supuesto mundo real en el que los humanos son pilas utilizadas en plantaciones para alimentar las máquinas, Morfeo, su mentor, le da la bienvenida al desierto de lo real.
También en la misma serie de películas de Matrix, mucho después de la “liberación” de Neo, mucho después de la bienvenida al desierto de lo real, cuando ya está aceptado que él es El Elegido (de hecho toda la primera parte de la trilogía de Matrix está dedicada a demostrar que así es), ya en la segunda película de la saga, nuestro protagonista tiene un encuentro capital con El Arquitecto. En la trama de la película, el matrix es el gran programa que emula la realidad, sobre el que nuestras mentes se pasean creyendo que todos los impulsos y sensaciones son reales. Ahí es donde Neo aparece como salvador para revelarnos la verdad. Y El Arquitecto viene a ser algo así como el núcleo del sistema (¿el kernel?), el creador del matrix. Cuando Neo se entrevista con él, ya ha puesto a prueba el sistema, es un rebelde, cada día parece que pone en nuevos aprietos al sistema, salta reglas, libera mentes y en el desierto de lo real, en la otra cara, se prepara un asalto definitivo para acabar con la tiranía de las máquinas. En su osadía, Neo ha llegado hasta El Arquitecto. Cuando está ahí para decirle aquí estoy yo, soy un rebelde, vamos a cambiar el sistema y a liberar la realidad, el tipo le revela con cierto cinismo y cierto sadismo que él no es el primero que ha llegado tan lejos en su rebeldía. De hecho, le asegura que todo está programado, que sí es el famoso elegido, pero que su función no es otra que canalizar las perdidas de energía del sistema. Neo es entropía, la necesaria para que todo siga funcionando. Y cuando acaben con él aparecerá otro que cumplirá también ese papel entrópico, de pérdida de energía necesaria, de desorden que ratifica el orden. Dicho de otra manera, mucho menos amable, es el grano en el culo.
El fracaso de Neo habla de efectividad: ¿qué cambio de mundo es posible más allá de vivir como sanguijuelas? ¿qué eficacia es posible más allá de ser un grano en el culo?
Justamente esa era la pretensión de Malcolm McLaren con los Sex Pistols: cantar Dios salve a la reina y a su régimen fascista el día del celebración del 25 aniversario de su reinado; o ver como cuatro adolescentes desempleados, uno de ellos conocido por robar los instrumentos de las bandas con las que tocaba, otro dependiente de la heroína, copaban las portadas de los periódicos ingleses por haber salido en la televisión pública soltando una sarta de tacos, “jódete”. Por si quedaba alguna duda de que la música era lo de menos, que la preocupación era otra, en 1979 Malcolm McLaren reunió a lo que quedaba de la banda y otros sujetos para grabar No One Is Innocent.
En 1978 habían iniciado una gira por Estados Unidos que acabó en San Francisco. En ese concierto Johnny Rotten dijo basta, les dejó y se fue a Jamaica a buscar reggae. Y Sid Vicious también: inició una breve carrera en solitario, gravó una verisón de My Way, antes de ser acusado de asesinar a su novia y aparecer muerto por sobredosis. Como dato curioso, en aquel concierto también estaba, como público, Greil Marcus, que años más tarde iniciaría su libro Rastros de carmín rememorando las erres de Johnny Rotten cantando Anarchy in the UK durante el que supuestamente fue el peor concierto de los Sex Pistols, pero que marcó al escritor y crítico californiano. Así que sólo quedaban Steve Jones, guitarra, y Paul Cook, batería. Malcolm Mclaren los envió a Brasil. Allí grabarían No One Is Innocent con Ronnie Biggs de cantante y Martin Bormann (en realidad interpretado por el actor Henry Rowland) a los coros. Ronnie Biggs era el famoso atracador del tren del dinero, uno de los delincuentes más buscados en Inglaterra, del que recientemente se había descubierto el paradero. Mientras que Martin Bormann era un nazi buscado por crímenes de guerra que se refugiaba en la impune Brasil. Jamie Reid hizo el cartel en el que bajo el lema No One Is innocent aparecían: lo que quedaba de los Sex Pistols, que eran el grupo más odiado de Gran Bretaña; Ronnie Biggs, el delincuente más buscado; y Martin Bormann, un nazi que aparecía vestido como tal. La intención de Malcolm McLaren era sin duda ser un grano en el culo, y ganar dinero con ello.
No One Is Innocent es el último intento de Malcolm McLaren por sacar cierto lucro de los Sex Pistols. El gran qué de la operación está en ese cartel y en el título: en ese nadie es inocente que sobrevuela la cabeza de un ladronzuelo de instrumentos de colegas músicos, un atracador y un nazi que representan a un grupo detestado. No es que ellos no sean inocentes es que nadie es inocente. No señala sus culpabilidades, sino las de todos. Y es ahí donde la provocación queda envuelta en la voluntad de molestar, de destapar falsas inocencias.
Hay un último elemento en la historia de Malcolm McLaren y los Sex Pistos que tiene que ver con la incorrección y que viene a cuento de una de las obsesiones en las discusiones actuales sobre arte: la transparencia en los procesos curatoriales, mostrar las dinámicas de trabajo, generar complicidades y darles visibilidad. La relación entre el manager y los miembros de la banda fue cualquier cosa menos trasparente y fruto de sinergias positivas. Como colofón, Johnny Rotten demandó a Malcolm McLaren reclamando los derechos de uso del nombre de los “Sex Pistols”. Malcolm McLaren siempre utilizó a los chicos de la banda, nunca lo ocultó, y ellos siempre se resistieron a los tejemanejes de un manager listillo, el objetivo era sacar pasta mediante el escándalo. Para tranquilidad de los más puristas, en 1986 Malcolm McLaren perdió el juicio frente a los miembros de los Sex Pistols. Después, ha intentado en múltiples ocasiones dar con algún otro bombazo provocador, el último la Chip Music, música hecha con una GameBoy trasformada (¿?). Mientras, su exmujer, Vivienne Westwood, que vendía su ropa en la tienda Sex donde se encontraban Johnny Rotten y compañía y que participó también el la creación de los Sex Pistols, se ha convertido en un icono de la moda británica, tanto como para que en 2004 el Victoria&Albert Museum de Londres le dedicase una gran exposición.
Quizá no se trata tanto de hablar sobre cómo se tienen que desarrollar las ideas y mostrar sus procesos y etc., como simplemente de tenerlas y llevarlas a cabo con intensidad.
¡A mi qué me registren! Tras la famosa emisión en televisión en la que el guitarrista de los Sex Pistols, Steve Jones estuvo diciendo tacos en directo en la BBC, en medio del escándalo, los periodistas británicos llegaron hasta la madre de Johnny Rotten. Y le preguntaron qué le parecía lo que decía su hijo, qué le parecía ver a su amigo Steve Jones diciéndole jódete a un presentador de la televisión. Lo que respondió es que lo que le escandalizaba era la situación de la juventud en la Inglaterra de Thatcher, el paro, la falta de oportunidades y la desidia del gobierno frente a esa falta de esperanzas. Malcolm McLaren también fue entrevistado y también miraba a cámara, más cínicamente, es cierto: con una mueca sarcástica decía no entender de dónde venía el escándalo y tanto ruido ante lo que hacían sus chicos, lo escandaloso era situación de la sociedad británica.
Una respuesta muy semejante daba Francis Bacon a David Sylvester en una de las entrevistas que durante años mantuvieron el crítico y el pintor británicos. David Sylvester pregunta a Francis Bacon sobre su concepción del mundo, si no creía en ningún tipo de trascendencia, si no hay esperanza, que en definitiva no somos nada y la vida es cruda. A todo ello Francis Bacon va asintiendo, hasta que el entrevistador le pregunta si entonces cree que sus cuadros también son crudos y representan esa falta de esperanzas, lo horrible: a lo que responde que no. No cree que sus pinturas puedan ser tan crudas como la vida, que comparadas con la realidad y con lo que le rodea piensa que son inocuas, que en todo caso son hermosas; sin duda lo ha intentado, pero toda su pintura es un fracaso.
La cara de Malcolm McLaren y de la madre de Johnny Rotten no entendiendo dónde está el escándalo o la de Francis Bacon diciendo que comparadas con la realidad sus pinturas son felices, vienen a expresar la imposibilidad de competir con la realidad porque siempre es peor. Les coloca en una especie de voluntaria inocencia, como si con lo malo que soy nunca podré ser peor que ellos. Esa expresión, que comparado con la realidad no he hecho nada, es todo un tópico de pensamiento crítico y desesperanzado. Incluso Bret Easton Ellis en Lunar Park cuando rememora las ruedas de prensa a propósito de American Phyco recuerda que decía que en muchos sentidos la novela le parecía como mucho realista. Frente al ruido mediático, decía que lo escandaloso no era su yuppy asesino, sino la sociedad estadounidense de los ochenta dominada por la cultura de la riqueza rápida y despreocupada de Ronald Reagan.
¿Qué opinarán de esto los chicos de la taza con El Che, Joseph Heath y Andrew Potter? Mientras Naomi Klein ha conseguido que se vendan más tazas mug con algún icono antiglobalización o que H&M venda calcetines con la frase “no Logo” (título de su libro, puntal de la antiglobalización); resulta que Bret Easton Ellis es un escritor concienciado. Ya lo habían avisado Malcolm McLaren y los Sex Pistols: No One Is Innocent; son los otros los que piensan mal, no yo... ¡yo no he hecho nada! Ese podría ser uno de los argumentos o estrategias de un pensamiento crítico, que se quiera a la contra, tal vez porque es ahí dónde lo contrario, un pensamiento anclado en la convencionalidad, arremete defensivamente. No se trata de efectividad -quizá el fracaso es la mejor manera de ser efectivos-, sino de ejercer un pensamiento crítico. Un pensamiento que sólo puede ser descreído, sólo puede pensar "anti", a la contra y a contrapelo. Y por supuesto siempre está equivocado.
Equivocados En la edición de la feria ARCO en Madrid de 2005 el grupo de artistas El Perro presentaron una escultura realista que reproducía la célebre foto tomada en la prisión iraquí de Abu Ghraib en la que aparecía la soldado Lynndie England llevando a un preso con una correa de perro. La escultura forma parte de un amplio proyecto, The Democracy Shop, dedicado a promocionar la marca “Democracia”. Esa escultura es uno más entre los elementos que diseñan una auténtica campaña publicitaria: camisetas del ejército de EEUU en Irak con la marca “Democracia” estampada utilizando la tipografía de grupos de música o Walt Disney; vídeos promocionales; juegos de ordenador o para la PlayStation; y otras esculturas. Las imágenes y objetos de The Democracy Shop provienen y son un desarrollo de algunas de las escenas, fotografías e iconos que ha generado la segunda guerra de Irak. Es el caso de la fotografía de la soldado Lynndie England reconvertida en escultura promocional, pero también de una fotografía de un soldado estadounidense haciendo skate en medio del desierto iraquí como modelo para: planchas de skate con la marca “Democracia“ estampada; una gran escultura que reproduce otra célebre imagen de Irak en la que aparecen presos a cuatro patas formando un castillo de naipes, sobre ellos un chico salta con un skate; y un grupo de vídeos en los que unos chicos vestidos con las camisetas de The Democracy Shop hacen skate en las instalaciones abandonadas y llenas de graffiti de la antigua prisión de Carabanchel.
En su página Web (www.elperro.info), El Perro escribe a modo de descripción y declaración de intenciones sobre el proyecto The Democracy Shop: “lo que percibimos cuando vemos las fotos de los prisioneros iraquíes humillados en nuestras pantallas, en nuestros periódicos, es precisamente una visión privilegiada de los valores del mundo civilizado”. Es decir, que las fotos de torturas en la prisión de Abu Ghraib no ponen en crisis a la democracia, como algunos parece que vienen a exclamar, sino que más bien representan los valores de lo que hoy se vende como democracia. No hay ni pizca de ironía: The Democracy Shop tiene más bien que ver con la descripción de unos hechos.
Esa descripción no está para discernir entre zafios matices de quien es más o menos inocente, en si esta democracia sí y no la otra, Abu Ghraib o Carabanchel: simplemente que la cadena de distribución de la idea de la democracia occidental está ligada al reparto legal de la tortura. Tampoco la madre de Johnny Rotten estaba para muchos matices y no entendía muy bien dónde estaba el escándalo en los tacos de su hijo o en lo que cantaba subido a un barco: simplemente porque “Dios salve a la reina y su régimen fascista” es poco más que una descripción.
También Ant Farm y T.R. Uthco cuando en 1976 reprodujeron y grabaron en vídeo el asesinato del presidente John F. Kennedy en las calles de Dallas incluyeron una alocución que convirtió todo el vídeo documental y aparentemente paródico que constituye The Eternal Frame en la constatación de un hecho. Efectivamente, The Eternal Frame documenta la reproducción del magnicidio en el mismo lugar de los hechos protagonizado por un grupo de artistas caracterizados como el propio presidente, Jackie Kennedy y el séquito. Además las cintas incluyen las reacciones de los transeúntes que asisten en directo al nuevo asesinato del presidente icono de los Estados Unidos. Más tarde, todo el grupo se dirige al Museo Memorial JFK, con Doug Hall ataviado como el presidente, saludando a los visitantes. El vídeo también incluye algunos fragmentos en los que los miembros de Ant Farm y T.R. Uthco se caracterizan de sus personajes. Y finalmente hay una escena corta en la que el falso JFK se dirige a la nación en televisión: “Como todos los presidentes en los últimos años, soy, en realidad, nada más que otra imagen en sus televisores. Soy, en realidad, sólo otra cara en sus pantallas. Soy, en realidad, otro eslabón en la cadena de imágenes que configuran el total de la misma información accesible para todos nosotros americanos”*1. Con lo cual no hay parodia al presidente muerto, porque sencillamente todos son una parodia.
The Eternal Frames un documental, un documento. Tiene la voluntad de levantar acta de unos hechos (aunque sean aparentemente paródicos). Y, así, forma parte de lo que ha devenido un mito del arte conceptual, registrar: desde Bruce Nauman, hasta Joseph Beuys, pasando por Vito Acconci y Richard Long, hay una voluntad por levantar acta. A esa voluntad hacían referencia toda la serie de trabajos de Antonio Ortega que reciben el título genérico de registro de algo.
En concreto, Registo de Caridad reúne, por un lado, una serie de documentos y fotografías que documentan el uso que Antonio Ortega dio al dinero de la Fundación La Caixa para la producción de su exposición en la Sala Montcada. Ese dinero sirvió para patrocinar la vida durante un año de una cerda en una granja en Londres. Frente a esa cerda bien mantenida en una granja, con un nombre y con una dieta apropiada pagada con el dinero proveniente de una caja de ahorros, Antonio Ortega también decidió dar de comer a unos pajarillos en la parte trasera de su casa de Londres: lo que les ofreció fueron sus vómitos. Así que, por otro lado, Registro de caridad documenta los dieciocho minutos de intento de vómito y el momento en el que los pajarillos deciden bajar a comer. La pieza no tenía ninguna pretensión de dar un juicio, sino de documentar (registrar) unos hechos. En todo caso, buscaba poner a prueba las ideas preconcebidas de caridad y generosidad bajo una simple pregunta: ¿qué es más generoso dar de comer vómitos fruto de veinte minutos de esfuerzo o traspasar el dinero que viene de una cuenta a otra? ¿cómo se mide la generosidad bajo los efectos de los resultados o de la tranquilidad de conciencia?
Preguntar siempre es molesto. Y lo es al señalar, al mirar a un determinado lugar y ofrecerlo a la vista, y seguir preguntando. En ese levantar acta de las cosas está enganchada una actitud impertinente. Gustave Flaubert lo sabía cuando fue llevado a juicio por la publicación de Madame Bovary. Simplemente retrataba la vida de una chica de provincias, ambiciosa, adúltera, que tendía a dejarse llevar por los libros de baratijo que leía y, además, suicida. Pero al hacerlo, al señalar lo mísero de la sociedad de la época en Francia, estaba siendo impertinente. En su siguiente novela, Salambó, con el fondo de las guerras púnicas y la invasión de Cartago, sólo en apariencia había abandonado la impertinencia. En su correspondencia, Flaubert desvela que el hecho de haber tenido que “viajar” hasta un lugar y una época lejanas, el Mediterráneo en los siglos III y II a.C., a una de las batallas más largas y remotas en la historia, para encontrar algo de interés, demostraba hasta que punto la época que le había tocado vivir le hastiaba.
Solo se trata de tener conciencia crítica y hacer uso de ella, lo cual no asegura ningún éxito.
Final mafioso Al final de Goodfellas, la película de Martín Scorsese, Henry Hill, el personaje protagonista que interpreta Ray Liotta, declara contra sus compañeros gángsteres y mafiosos e inicia un programa como testigo protegido. De las calles de Long Island en Nueva York presentes en toda la película, la cámara pasa a una urbanización en medio de ningún lugar. Entre las múltiples casas iguales con jardín aparece de nuevo Henry Hill. Sale a recoger el periódico en albornoz mientras su voz de fondo, como narrador, dice: “Nada más llegar aquí pedí spaghetti con salsa marinara y me mandaron macarrones con ketchup. Soy un don nadie. Y tengo que vivir el resto de mi vida como un gilipollas”*. En cuanto acaba la frase empieza a sonar la versión que, después de dejar a los Sex Pistols, Sid Vicious grabó de My Way y de la que, en una especie de primitivo video-clip, Sid Vicious acaba su interpretación disparando contra el público.
Es curioso el ligamen que traza Martin Scorsese entre un gángster, la mafia y el punk, al poner a Sid Vicious cantando al final de una película de gángsteres y mafiosos justamente My Way, cuya más célebre interpretación es la de Frank Sinatra. Como si en realidad de lo que quisiese hablar en Goodfellas no fuese tanto de la mafia como del precio de la rebeldía. Al fin y al cabo, rebobinando, la película empieza con toda una declaración de intenciones del protagonista: “Que yo recuerde, desde que tuve uso de razón quise ser un gángster”*. Como si la cosa se redujese entre ser poli o gángster, estar por el orden o por el desorden.
Publicado en CASM, vol.2, Barcelona, 2006
Imagen: Taza con la foto del Che. Precio: 7.40 libras esterlinas.
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