Sunday, May 6, 2012

Lamentablemente, estamos bien


DANIEL BURGUI IGUZKIZA

A la altura de la Escuela de Idiomas de Pamplona, en la calle Calderería, en esa especie de plazoleta mínima con escaleras, excesivos rincones, porches y esquinas, me paré e inspiré profundamente. Ese tufillo me refrescó la memoria. Me giré y le dije a mi amigo:
- Oye, ¿notas ese olor? No sé qué es, pero me recuerda al barrio en el que viví en Kirguistán. Hacía meses que no olía así, como mi casa en Bishkek.
Me hizo mucha ilusión rememorar por la nariz mi barrio postsoviético en Asia Central. Hay recuerdos asociados a olores que irrumpen a veces en la cabeza. Durante toda mi infancia, el aroma callejero de orines y vinurcio me excitaba pensando en gigantes, cabezudos y barracas: era la fragancia de San Fermín. Después, en la juventud se convirtió en el aroma del bajo de mis pantalones. Montevideo en invierno, por ejemplo, huele a pueblo: muchas calderas en la capital uruguaya usan leña, cuya combustión echa por las chimeneas ese aire de aldea montañesa. La Paz, en Bolivia, huele a goma de coche quemada. Y hay lugares en el Pirineo que los recuerdo por las boñigas secas en verano.
Mi amigo Jabo, que tiene una paciencia extraordinaria con mis ocurrencias, me contestó algo estupefacto y contundente: "Burgui, aquí huele a hez".
- "¿Cómo? No puede ser".
- "Que sí, que huele a mierda humana".
- "Pues puede. Pero así olía mi casa en Kirguistán", dije sin ceder en mi hallazgo.
Cerramos la conversación. Pero efectivamente ése, era ése el olor que llevaba buscando meses y meses. Así atufaban a menudo las calles del Mikrarraión Número 5 de Bishkek. La capital de Kirguistán no es un lugar que huela feo, en absoluto, y vaya por delante que es un país de postal: uno de los pocos lugares con un agua de grifo riquísima, cristalina, que llega a casa de las nieves de la cordillera del Tian Shan, unos montañones de 7.000 metros que retuercen la cartografía en valles verdes, riachuelos, prados inmensos, bosques, cascadas, el lago Issy-Kul casi un mar de agua dulce, una gente extraordinaria, hospitalaria, y el estado más moderno y abierto de Asia Central.
Pero yo tuve la enorme fortuna -voluntaria- de vivir allí tres meses en los suburbios de los suburbios. Donde literalmente terminaba la ciudad, frente al bloque de viviendas donde me alojaba, moría un canal de aguas turbias, los autobuses urbanos daban media vuelta al llegar al final del trayecto y una enorme extensión vacía, un descampado donde la gente a menudo quemaba basuras y despiezaba coches, marcaba la extinción física de la capital kirguisa.
El barrio, el Mikrarraión (microrregión) Número 5, fue en su día el producto de la boyante Unión Soviética, en sus tiempos de lustre. Construyeron una docena de estas agrupaciones de viviendas. La idea en esencia no era mala: que todo el mundo tuviese una casa, a ser posible parecida, si no, igual; para evitar envidias. El ideal que hay detrás es noble, pero arquitectónicamente, horroroso. Hoy todas estas casas se caen a pedazos.
En los años 60 debió ser incluso un barrio agradable con parques y zonas verdes. Que ahora medio siglo más tarde son columpios destartalados y oxidados, apenas unos hierros retorcidos y peligrosos que asoman como garfios por encima del hielo invernal. Por las fachadas trepan cables que se enmarañan sin sentido, asoman escamas de chapa y la pintura se despelleja en trozos enormes dejando a la vista el cemento. Y la nieve y el hielo de la calle están ennegrecidos, como hollín, por la porquería en suspensión.
Una fachada en el barrio, junto a la calle Carlos Marx, conserva una alegoría descomunal de una playa con barcos y bañistas felices, hoy es obscena en un país sin salida al mar. Los vecinos se miran por la ventana con recelo, a escondidas. Y casi todos instalaron alarmas antirrobo chinas en sus casas.
PRIVILEGIADOS Dicho lo cual: el olor a hez fermentada, sí. Como siempre, en esta parte del mundo en la que vivimos somos privilegiados hasta para evacuar. En muchos otros lugares, Kirguistán uno de ellos, no es recomendable tirar el papel de váter por el retrete. Las cañerías son débiles, el agua baja con poca fuerza y se atascan enseguida. Así que una vez usados se depositan cuidadosamente los papeles con su nuevo gramaje en una papelerita. Cuando rebasa, se bajan junto con el resto de la basura al contenedor de la calle.
Es ahí, en ese lugar de la calle, donde los contenedores en los que no se separa de ninguna manera la basura ni se recicla y se recoge -entiendo- muy de vez en cuando (nunca vi a ningún empleado ni empresa alguna vaciar los cubos) ese olor fermenta junto a otros desperdicios. Y con el frío no es un olor penetrante, ni agresivo. Si no una levedad desagradable, pero tolerable. Eso es lo que recordaba. También recuerdo ver en esos contenedores a menudo a mujeres hurgar en esos basurales mezclados en busca de comida.
Y eso si me da miedo: el colapso de un sistema. La URSS fue pionera en el reciclaje de basuras, en ese mismo barrio 20 años atrás había contendores para el vidrio, el plástico y lo orgánico. Se mantenían y arreglaban los jardines. Las señoras mayores no rebuscaban en la basura, no había pobreza anciana, y los jóvenes podían estudiar gratis en la escuela y en la universidad. La luz y la calefacción estaban aseguradas en un país con inviernos de pesadilla, con termómetros a 20 y 30 bajo cero. Hoy, mucha gente sin techo en Bishkek durante esos meses se marcha a vivir a las alcantarillas: las conducciones de agua caliente del subsuelo les ayudan a combatir el frío.
A mi me acogota pensar que algún día de estos que vivimos de viernes de recortes y tijeretazos nos conduzca al colapso absoluto de nuestro sistema de Bienestar, con el que disfrutamos de una protección que alarga y mejora nuestra vida desde la sanidad pública y universal, a la educación. Pero también asuntos tan elementales como que los jardines estén cuidados, nuestras calles pavimentadas y que se recojan nuestras mierdas, generando empleo y felicidad. No quiero creer que el Mikrarraión, que por las noches no tenía ni farolas, sea mi barrio para siempre.
Pero Kirguistán tiene algo realmente aún peligroso y tedioso: la nostalgia. Hay una cantinela constante y repetitiva en boca de mucha gente que empieza así "Na soviestsky bremia…" ("En tiempos soviéticos…"). Y así se pasan la vida.
EN TIEMPOS SOVIÉTICOS... El taxista refunfuña en todos los baches y dice: "En tiempos soviéticos esto no pasaba, estas calles hace 20 años que no se arreglan, qué vergüenza". Y es verdad, hace dos décadas que no las arreglan. Se rompe el grifo en una casa y lo dicen: "En tiempos soviéticos las cosas se hacían para durar". "En tiempos de la URSS se recogían las basuras, se reciclaba, se cuidaban los parques, había jardineros, había patrullas…", se quedan las señoras del barrio. "En tiempos soviéticos la Policía no era tan corrupta, se perseguía a los delincuentes, ahora pagas y quedas en libertad", me dicen los padres de una chica que fue secuestrada. "En tiempos soviéticos, al menos sabías a quién tenías que sobornar, ahora es un sindiós", me comenta un pícaro vendedor. "Yo estudié gratis en la universidad y ahora mira, mi hija, qué futuro", me dice un pastor diplomado. Casi cualquier calamidad presente cabe en alguna justificación con el colapso de la Unión Soviética. Desde un suspenso en matemáticas o un gatillazo en la cama, yo llegué a creerme de verdad que la culpa podía ser de Gorbachov.
Y me da más miedo aún oír en Pamplona y a mi alrededor ya esta misma cantinela "Cuando éramos ricos… cuando vivíamos bien, antes de la crisis… esto o lo otro, aquello y más allá". Y eso es peligroso. Curiosamente un periodista kirguís de unos 50 años me dijo: "Mira todo eso está muy bien, pero llevo décadas trabajando, he visto este régimen y el otro, a este presidente y al anterior, aunque todo parezca más feo, nada es permanente, lo peor es no hacer nada". La última revolución en Kirguistán fue en 2010, derrocaron al último presidente déspota.
De momento y sin ánimo aleccionador, Pamplona dentro de dos meses volverá a oler a orín y vinurcio y por ahora nuestra mayor preocupación es una caquita que alguien poco amable abandonó en la calle Calderería. Para que no huela: recogerla, dejar de cagarse en todo y dar un palo a los que la cagan. Porque como dicen en Uruguay: "Lamentablemente, estamos bien".

Publicado en Noticias de Navarra, 06/05/2012

Foto: Una niña kirguis posa en un barrio a las afueras de la ciudad, frente a su casa. (Daniel Burgui Iguzkiza)

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