Thursday, May 31, 2012

Cronista con armas de escritor

Por: Juan Cruz
Veamos: esto es periodismo. No son columnas, aunque sean columnas; no son comentarios, aunque sean comentarios. Y son artículos, aunque no sean artículos. Pero no son sino crónicas, es decir, periodismo, la esencia del oficio, lo que sólo pueden escribir los buenos periodistas, lo que se hace a partir de lo que ocurre, no de lo que se nos ocurre.


Roberto Arlt es periodismo. La frase clásica de Eugenio Scalfari, fundador del diario La Repubblica de Italia, "Periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente", se ajusta a la perfección a este periodismo que Roberto Arlt hace antes de que las imágenes distorsionaran la realidad haciéndonos creer que una instantánea es una fotografía.


Arlt es un periodista, sin otra literatura; un cronista, nada menos, un tipo que ve pasar el tiempo y lo apresa, lo hunde en el suelo y lo somete a interrogatorio. Carlos Fuentes suele citar a Platón al hablar de la eternidad: cuando la eternidad se mueve la llaman tiempo. Y cuando se detiene, y es periodismo, no es otra cosa que crónica. Nada menos.


Periodismo es literatura. Decía Manuel Vicent, otro columnista que hace periodismo en sus columnas, que el periodismo del siglo XX es literatura; y lo decía ante unos estudiantes de periodismo Antonio Muñoz Molina. Dos narradores, dos periodistas. La ficción es su apoyo, e incluso su sustento, pero el periodismo es su sustancia, y cuando hacen periodismo tienen a la literatura como la columna vertebral. Pero no hacen literatura cuando hacen periodismo. Hacen periodismo, que es literatura.


Pueden decirlo, y pueden hacerlo. Como Roberto Arlt. Arlt lo hacía. En este conjunto de crónicas, El paisaje en las nubes , los editores han conseguido poner a disposición de nuevas generaciones periodísticas un elemento que ya les resultará insustituible para su formación como periodistas, y como escritores. Han rescatado el periodismo inolvidable que a veces se oculta en las hemerotecas, y lo han puesto a disposición de las librerías. Un libro insoslayable, un tesoro, un puñado de historia contada con la pasión de un inventor y de un poeta que dispone lo que pasa como si fuera un manjar de todos los sabores.


Han editado un tesoro. Como dice Ricardo Piglia nada más comenzar su prólogo, "El estilo de Arlt es un gran estilo". Como quería el español Azorín para el estilo, éste no se nota, fluye, avanza hacia el lector como si lo que lee ya hubiera sido escrito. Esa fluidez tiene un mérito mayor: Arlt no escribe su autobiografía sino sus ocurrencias. Lo que narra es lo que viene en los cables, lo que ve, lo que sucede, y lo aborda, como decía el poeta, "sin vuelo en el verso", al primer toque, a favor de la comprensión y no a favor de la metáfora, sin barroquismos, esencialmente, y además como si lo escribiera sin otro esfuerzo que el natural de la mano. Y esa evidencia de que no hubo esfuerzo es la evidencia de que detrás está el trabajo de la inteligencia literaria, capaz de simplificar lo complicado, de estrujarlo hasta que se parece a las metáforas.


La metáfora, que es una esencia indispensable de este tipo de periodismo, está ahí, pero es el conjunto; Arlt no cuenta por fuera, cuenta por dentro; se asombra al tiempo que asombra, no juega con ventaja, ofrece datos, tiene en cuenta las cuatro o cinco reglas básicas del periodismo. Y uno sale de él, de lo que escribe, sabiendo. Y aunque ha pasado el tiempo, el lector que ahora tiene (y que tendrá) este volumen saldrá de aquí sabiendo más no sólo de Arlt, de su dramatismo, de su humor, de su periodismo, sino de lo que ocurrió. Es historia, porque es periodismo, y es literatura porque queda, se posa. No es un pájaro, es un reptil sabio, vuela por donde huele.


Hallará claves de su manera de adivinar lo que iba a pasar con la novela, con Europa, con la escritura, con la guerra, con Argentina. Murió a los 42 años, cuando el siglo tenía su edad, en medio de una guerra a la que asistía asustado por la estupidez que llevó al poder a Hitler, cuya violencia imbécil tiñó de sangre Europa. Algunas de las columnas de Arlt se leen hoy como los ejercicios que un mago es capaz de hacer para convertir el periodismo en futurología. Y ahora se leen esas adivinaciones con el asombro intacto con que debieron leerse en la época en que fueron publicadas.


Dice Piglia: "El periodismo busca el dramatismo en la noticia, y las crónicas de Arlt dramatizan la exigencia de escribir, la obligación de encontrar algo que decir. El cronista es quien –para decirlo así– inventa la noticia. No porque haga ficción o tergiverse los hechos, sino porque es capaz de descubrir, en la multitud opaca de los acontecimientos, los puntos de luz que iluminan la realidad. En nadie es tan clara la tensión entre información y experiencia".


Ese es el asunto: información, experiencia. Arlt está, literalmente, al pie de los teletipos, de los cables, éstos ofrecen noticias que a veces son incomprensibles, por incompletas o por extraordinarias. Y Roberto Arlt es un cronista, sabe que tiene el poder de parar el tiempo y poner su foco sobre un suceso que a otros les pasaría desapercibidos, acaso porque no disponen, como él, de la intuición poética que le resulta imprescindible a un cronista para imaginar que lo que ve no es lo que parece.


Información más experiencia es igual a cultura; detrás de las crónicas de Arlt está la cultura, y por tanto está el humor, que son dos fenómenos que convierten en relativo todo lo que pasa. Para reírse de algo, uno tiene que conocerlo, saber que solemnes hay dos o tres cosas, la muerte y la vida, y acaso el amor. Y si tan sólo eso es solemne, riámonos un poco de casi todo lo demás.


A él le tocó, además, afrontar un tiempo en que los hombres caían una y otra vez en la estupidez de la guerra, la primera, la española, la segunda..., y tuvo claro siempre, sobre todo en la española y en la última Gran Guerra, de qué lado estaban sus metáforas.


Tanto en la española como en la Segunda Guerra Mundial pasaban dramas y también pasaban anécdotas, y a veces la anécdota le daba la sustancia del drama. Es memorable esa crónica que escribe sobre el hombre que va al ABC –el diario monárquico español, en ese momento en manos republicanas, y llamado entonces Abc Diario Republicano de Izquierdas, dirigido por un cronista canario, Elfidio Alonso Rodríguez– con un anuncio en el que anuncia la pérdida de una perrita foxterrier.


En medio de los dramas del mundo, en medio de los bombardeos de Madrid, este hombre expresa en un anuncio su desolación por el extravío de su mascota... No era un reproche: era un asombro; Arlt, como buen cronista, no acusa, expone, utiliza las armas de la realidad de los sucesos para destacar su perplejidad, pero son los lectores los que han de dictaminar.


Y él se dirige a los lectores: muchas de sus crónicas comienzan buscando perentoriamente su atención; él no es el cronista solitario, él es el cronista con lectores; los busca, los encuentra, son la esencia de su trabajo, sin ellos no tiene espejos.


He leído estas crónicas fascinantes con algunas sombras benéficas bajo las cuales he experimentado a lo largo de los años idéntico regocijo lector. La primera de todas esas sombras, una que es cada vez más alargada, la del mexicano Jorge de Ibargüengoitia (una selección de cuyas columnas sabias acaba de publicar en España Javier Marías en su colección Reino de Redonda, con prólogo excelente de Juan Villoro, un cronista excepcional también). Ibargüengotia sigue la misma dinámica de Arlt: observa, escarba, escribe; él es protagonista de sus crónicas tan sólo como es protagonista un espejo del rostro que ve, y como Arlt utiliza sabiamente los materiales que encuentra para alimentar a su vez el espejo que han de ver los lectores. Las de Ibergüengoitia, más que las de Arlt, son crónicas humorísticas, acaso porque el mexicano (muerto también prematuramente, pero en 1983, cuarenta y un años después que un infarto doblegara a su colega argentino) vivió en medio de una paz amparada por la Guerra Fría, aunque viviera en medio del olor de napalm de la guerra de Vietnam y de los tambores hirientes de la plaza de Tlatelolco.


Lo cierto es que el tiempo de Arlt no estaba para bromas y el de Ibargüengotia permitía algunas, sobre todo a un tipo como él.


Pero ni uno ni otro hicieron crónicas de ocurrencias, no utilizaron su espacio para la primera sangre sino para la guerra entera. Decía Rubén Darío (y lo recoge Rose Coral, la editora del volumen en el que se recopilan las crónicas de Arlt): "Hoy, y siempre, un periodista y un escritor se deben confundir. Sólo merece la indiferencia y el olvido aquel que, premeditadamente, se propone escribir, palabras sin lastre e ideas sin sangre". Y añadía Darío como si estuviera presintiendo libros como este (o como los de Ibargüengoitia): "Muy hermosos, muy útiles y muy valiosos volúmenes podrían formarse con entresacar de las colecciones de los periódicos la producción, escogida y selecta, de muchos, considerados como simples periodistas".


Palabras sin lastre, ideas sin sangre. Lo que Arlt escribía tenía el peso de una pluma que no sólo miraba los cables, o los sucesos; miraba detrás del espejo, lo rompía, caminaba sobre los trozos y extraía tesoros donde los demás hubieran visto tan solo basura. La basura, es decir, ese elemento cósmico llamado a desaparecer en la basura de la eternidad, es lo que alimenta la imaginación de Arlt, lo que le da destino a su prosa, que hoy sigue existiendo porque apresaba en un puño lo que no cabría en un puño.


Y en todo caso estas crónicas cumplen con esa regla de la que Juan Villoro le habló una vez a Ricardo Piglia (y lo recoge también Rose en su documentadísimo prefacio): Las crónicas que en verdad importan (decía Villoro) "no tienen la urgencia del presente ni ocupan un espacio del presente, sino que en cierta forma posponen sus lectores".


Sí, aquí estamos, leer ahora estos sucesos contados por Arlt nos introducen en una novela nueva, que es por otro lado una realidad que nos asalta como si estuviera ocurriendo de nuevo. Somos los lectores de entonces siendo los lectores de ahora, y el milagro que supone este trastoque de tiempos sólo es posible gracias al buen periodismo.


A veces se pregunta uno, leyendo sobre todo a los grandes cronistas, y a Arlt, por supuesto, pero sobre todo a los grandes cronistas anglosajones y a otros (Martin Amis, entre otros, o Enrique Vila-Matas, que a veces parece anglosajón, o a Juan José Millás, que es un cronista especial) aun en la actualidad, por qué los lee uno de principio a fin sea cual fuere el asunto que traten.


Hay en este volumen algunas muestras que, en el caso de Arlt, resultan ejemplos fascinantes de por qué eso es posible. Y yo pondría en altísimo lugar esa crónica que titula "La vida extraña de Lilian Valerie Smith que simulaba ser un coronel británico", una tierna, despiadada y conmovedora historia humana en las que están juntos todos los elementos de que disponía Arlt para hacer imprescindible su lectura, de arriba abajo. La crónica sobre la penuria de los escritores españoles nos produce, ahora, un enorme regocijo; o por qué la intendencia no contrata a un flautista; o la noticia de que en Kansas las mujeres se ponen los pantalones... Enumerar (decía Guillermo Cabrera Infante, que fue también un extraordinario cronista, como lo es Tomás Eloy Martínez, o como lo es Alma Guillermoprieto, como lo son Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, como lo es Carlos Monsiváis) es una manera de subrayar, y yo me pasaría los días y las noches subrayando este libro maravilloso que baja de las nubes el periodismo y lo pone a aprender, otra vez, que dos y dos son cuatro, y que contar no es sino un privilegio de los buenos cronistas. Rabia da tener que escribir de Arlt en pasado desde hace tanto tiempo.


Revista Eñe (Argentina), 23/05/2012


Imagen: Roberto Arlt

Wednesday, May 30, 2012

Flaubert não era alienado político, diz Edmund Wilson

Euler de França Belém



Duas intelectuais americanas foram estrelas do jet set literário — Susan Sontag e Camille Paglia. Falecida em 2004, aos 71 anos, Sontag não se contentava em ser crítica, comentadora de, entre outros, Machado de Assis, de quem era fã e, de algum modo, imitadora. Tentou também ser prosadora, e esteve no Brasil para lançar, pela Companhia das Letras, seu terceiro romance, “O Amante do Vulcão” (424 páginas). Era mais um crítica tentando mostrar que sabia escrever, talvez até para se justificar como crítica. Detestava Paglia, dizia que a autora de “Personas Sexuais” é uma piada e deveria formar uma banda de rock. É o caso de dizer que Sontag é uma piada e deveria ter criado uma banda de jazz. É briga inútil, de gente quase menor. Paglia começou bem, ganhando elogios de Harold Bloom, mas desandou e passou a escrever ensaios elogiando a cantora Madonna e, mais recentemente, em visita ao Brasil quase chegou a dizer que a cantora Daniela Mercury é a Machado de Assis da música patropi. É melhor comentar autores adultos, como Gustave Flaubert (1821-1880) — autor de “Madame Bovary” (publicado quando tinha 34 anos) e “A Educação Sentimental” — e Edmund Wilson, ensaísta brilhante e até romancista (do terceiro time), autor de “O Castelo de Axel”, “Rumo à Estação Finlândia” (que vendeu mais no Brasil que nos Estados Unidos) e “Sangreira Patriótica” (“Patriotic Gore”).


Wilson faz parte da estirpe dos críticos que descobrem e confirmam autores. Não só reafirmam. Deixa Paglia e Sontag sob o chinelo. Continua atualíssimo, muito copiado e pouco citado por aqueles que roubam suas ideias e as apresentam como suas (Wilson escreveu pioneiramente sobre Marcel Proust e James Joyce, em 1931).


Neste texto, apresento as ideias de Wilson sobre “A política de Flaubert”. O ensaio foi publicado pela Companhia das Letras no livro “11 Ensaios — Literatura, Política, História”, com seleção e prefácio de Paulo Francis (clone patropi de Wilson e George Jean Nathan) e tradução de José Paulo Paes. É uma lição de interpretação e clareza.


O ensaio  leva o título de “A po lítica de Flaubert” porque Wilson tenta provar que Flaubert, um esteta refinado, mais conhecido por ser preocupado com a palavra exata e a musicalidade da frase, não era alienado politicamente. Tenta provar e prova — e, como todo bom crítico faz, aponta as limitações do autor no campo político. Ressalva, porém, que a limitação política em nenhum momento “travou” seu talento literário e, mesmo, a capacidade de ver a história com muitas luzes. É o caso de dizer que a literatura de Flaubert é mais iluminadora que suas opiniões políticas. Wilson vai além disso.


Como os bons escritores de sua época, Flaubert era fissurado pela história. “Flaubert deve sua superioridade a seus contemporâneos — Gautier, por exemplo, que professava o mesmo credo literário —, à seriedade de sua preocupação com as grandes questões do destino humano. Era um período [século 19] de intenso interesse pela história; e Flaubert, nos seus pendores intelectuais e nas suas relações, estava tão perto dos historiadores Michelet, Renan e Taine, e do crítico histórico Sainte-Beuve, quanto de Gautier e de Baudelaire.”


Enquanto criticava nos outros a preocupação com os aspectos sociais da literatura, “ele próprio”, aponta Wilson, “parece ter sempre visto a humanidade em termos sociais sob perspectiva histórica”.


Confira seu ponto de vista num comentário a respeito de a “História da Literatura Inglesa”, de Taine: “Há mais na arte além do meio em que é praticada dos antecedentes fisiológicos do artesão. Nesse sistema, pode-se explicar a série, o grupo, mas nunca a individualidade, o fato especial que faz dele esta e não outra pessoa. Semelhante método leva inevitavelmente a desconsiderar o talento. A obra-prima não tem mais nenhuma significância, a não ser como documento histórico. É o velho método crítico de La Harpe virado do avesso. As pessoas costumavam acreditar que a literatura era uma coisa totalmente pessoal e que os livros despencavam do céu como meteoros. Hoje negam que a vontade e o absoluto tenham qualquer realidade. A verdade, no meu entender, se situa entre os dois extremos”.


Wilson observa que à época em que viveu Flaubert, entre 1821 e 1880, a política e os políticos estavam desmoralizados. (Parecia o Brasil. Só que Jânio Quadros, João Goulart, Médici, Figueiredo, José Sir Ney, Fernando Collor, Renan Calheiros, Jáder Barbalho e Romero Jucá tinham outros nomes.) A bagunça política, nota bem Wilson, é a grande fábrica de ceticismo.


No tempo de Flaubert, os escritores “fecharam” com o pessimismo. Quase tudo estava aviltado. “Pelo menos no campo da arte era possível, à custa de um esforço heroico, evitar o aviltamento de valores”, escreve o ensaísta. Essa era a posição de Flaubert, que, numa carta a uma de suas amantes, Louise Colet, escreveu: “Chego mesmo a crer que um pensador (e o que é o artista senão um pensador tríplice?) não deveria ter nem religião nem pátria nem mesmo qualquer convicção social. Parece-me que a dúvida absoluta está, hoje em dia, tão nitidamente indicada que seria quase absurdo querer formulá-la”.


A George Sand (a fascinante escritora Aurore Dupin, 1804-1876, assinava seus livros com nome de homem), es creveu, em 1869: “Os cidadãos que se põem a favor ou contra o Im pério ou a República semelham ser tão úteis quanto os que costumam discutir a graça eficaz e a graça eficiente”.


Nos Estados Unidos, com reflexos na pós-colônia Brasil, está na moda o politicamente correto (é preciso todo cuidado ao se falar nas minorias; sátira sobre negro e gay, nem pensar. A turba, mesmo nos jornais, fica irada). Flaubert era o anti-PC. “Nada o exasperava mais — e podemos hoje simpatizar com ele — do que a ideia segundo a qual a redenção da alma de pende da assunção de opiniões políticas corretas”, escreve Wilson.


Para Wilson, “Flau bert é um idealista trovejante. ‘A ideia’ que surge nas suas cartas dos anos 50 — ‘o gênio como um possante cavalo arrasta a humanidade pelos caminhos da ideia’ — não é mais, evidentemente, sob o disfarce da arte, do que a ‘Ideia’ hegeliana que serviu a Marx e a tantos outros sob muitos e diferentes disfarces. Sente Flaubert haver na humanidade grandes forças de certo modo sufocadas no presente mas que algum dia poderão ser gloriosamente libertadas”.


Escreveu Flaubert: “A alma jaz hoje adormecida, ébria das palavras que ouviu, mas terá um doido despertar em que se há de entregar por inteiro aos êxtases da libertação, pois nada mais haverá então que a possa coagir: nem governo, nem religião, nem uma fórmula; os republicanos de todos os matizes me parecem os mais ferozes dos pedagogos, com seus sonhos de organização, de legislação, de uma sociedade regida como um convento”.


Perspicaz, Wilson capta as incoerências de Flaubert nas suas reflexões políticas — feitas nas cartas, Flaubert escreveu milhares de cartas — e aponta o que é fundamental, a sua escritura. Ele “era um escritor imaginativo, do tipo que trabalha dramaticamente com imagens e não em absoluto com ideias. Manifestou suas opiniões de maneira informal, não sistemática e de improviso, ao contrário de seus livros, tão bem construídos e tão precisos”. Mas vale a pena consultar as cartas, explica Wilson, porque, embora não exponham uma filosofia sistemática, “indicam os instintos e as emoções que são os motores primeiros do mundo da sua arte”.


Flaubert fazia “oposição” aos socialistas. Desagradava-lhe sobretudo o materialismo e o autoritarismo socialistas. Numa interpretação curiosa, dizia que o autoritarismo deles derivava diretamente da tradição da Igreja (convém lembrar que o anjinhos Stálin — ex-ídolo do PC o B do ministro do Esporte, Aldo Rebelo — e Fidel Castro foram educados por jesuítas).


“Algo que ele [Flaubert] torna claro é a sua desaprovação do ideal de igualdade. O que falta, insiste, é ‘justiça’, e por trás dessa exigência de justiça está evidentemente o ressentimento de Flaubert, por experiência própria, com as falsas reputações, os prêmios imerecidos e as estúpidas repressões do Segundo Império. Ele se mostrava cético quanto à educação popular e se opunha ao sufrágio universal”, disserta Wilson.


A leitura que Wilson faz das obras de Flaubert é um espetáculo de rigor intelectual e inteligência. “Não é verdade, como às vezes se supõe, que ele repudiasse qualquer intenção moral. Recusou-se de caso pensado, isto sim, a comentar a ação de seus romances na qualidade de autor. ‘O artista não deve aparecer em sua própria obra, assim como Deus não aparece na natureza’. Mas, a exemplo de Deus, ele governa seu universo por meio da lei; e o leitor, pelo que ouve e vê, deve inferir o sistema moral.”


O vilão nos romances “Madame Bovary” e “A Educação Sen ti mental” é o burguês. “É verdade, também, que esses dois romances de Flaubert reprovam o mundo contemporâneo tão categoricamente quanto foram franca e dogmaticamente exaltados os mundos de ‘Salambô’ e de ‘As Tentações de Santo Antão’ [não é, claro, o melhor Flaubert, mas o menor Flaubert é maior que Sontag e cia]. Há, todavia, nesses quadros da vida moderna, maior complexidade de valores e uma análise de processos sociais que não aparece nos livros acerca do passado; e essa análise social de Flaubert tem sido por demais negligenciada, o que resultou na depreciação de um dos seus maiores livros, ‘A Educação Sentimental’.”


Em “Madame Bovary”, argumenta Wilson, Flaubert critica a nostalgia do exótico que desempenhou tão grande papel em sua própria vida e que o levou a escrever “Salambô” e “Santo Antão”. Na opinião de Wilson, “o que isola Flaubert dos outros românticos e o torna fundamentalmente um crítico social é sua impiedosa compreensão da futilidade de sonhar com os esplendores do Oriente e os belos dias do passado como um antídoto para a sociedade burguesa. Ema Bovary, esposa de um modesto médico rural, está-se vendo sempre em algum outro cenário, imaginando-se outra pessoa. Jamais enfrenta sua situação tal como ela é, e por isso é finalmente arruinada pelas realidades que tem tentado ignorar. O resultado de todos os anseios de Ema a uma vida mais ampla e sedutora é a sua pobre filhinha, deixada órfã pelo suicídio dela e pela morte do pai, ser enviada a trabalhar numa fiação de algodão”.


Numa interpretação original, Wilson observa que Flaubert tinha mais em comum com o pensamento socialista de sua época e foi talvez influenciado por ele mais do que algum dia se permitiria confessar. “Nos seus romances, nunca é a nobreza, cuja mediocridade não se distingue da burguesia, e sim os camponeses e os trabalhadores que figuram como pedra de toque para ressaltar a mesquinhez e a capciosidade do burguês. Uma das cenas notáveis de ‘Madame Bovary’ é a exposição agrícola em que os pomposos dignatários locais concedem uma medalha a uma velha criada por 45 anos de serviço na mesma granja. Flaubert nos falou demoradamente da burguesia, fez-nos escutar um longo discurso de um conselheiro municipal sobre a próspera situação da França; e agora nos descreve a camponesa — assustada com as bandeiras e os tambores, com os cavalheiros de casaca preta e sem compreender o que querem dela. (...) A heroína de ‘Um Coração Singelo’, uma criada que devota toda a sua vida ao serviço de uma família de província e não recebe em troca um só lampejo de afeto, tem igual dignidade e pathos.”


Mas é em “A Educação Sen timental”, destaca Wilson, “que a visão flaubertiana da sociedade mais se avizinha da teoria socialista. Na verdade, a apresentação que Flau bert faz da Revolução de 1848 se aproxima de modo tão impressionante da análise de Marx dos mesmos acontecimentos, em ‘O 18 Brumário de Luís Bonaparte’, que vale a pena examinar sob o mesmo foco as figuras diversas de Flaubert e Marx a fim de ver como dois grandes espíritos do século passado, seguindo caminhos tão diversos na aparência, chegaram a interpretações tão idênticas de fatos de sua própria época”.


Marx e Flaubert, afirma Wilson, detestavam implacavelmente o burguês e ambos estavam decididos, ao preço de qualquer sucesso mundano, a manter-se fora do sistema burguês. Marx, como Flaubert, partilhava em certa medida o viés romântico em favor do passado.


“A Educação Sentimental” é visto por Wilson como um grande romance social. “Frédéric Moreau, o herói do romance, é um jovem sensível, inteligente e de certa renda; não tem, contudo, firmeza de propósitos nem é capaz de nenhuma integridade emotiva.” Moreau é apaixonado pela mulher de uma espécie de PC Farias, o esquecido protegido do hoje senador Fernando Collor. Mas é tímido e a mulher, virtuosa. O amor não acaba na cama. “Flaubert nos torna claro, todavia, que no fundo Frédéric e o marido vulgar representam a mesma coisa: o primeiro é apenas o lado mais refinado e mais incompetente da mediocridade da classe média, da qual o outro é o mais vistoso e ativo.” Flaubert era pouco “cristão” com seus personagens — tipos, de algum modo, extraídos da realidade.


Os únicos personagens realmente simpáticos em “A Educação Sen timental”, avalia Wil son, “são os representantes do povo. Ro sanette, a amante de Frédéric, é filha de operários pobres nas fiações de seda, que a venderam aos 15 anos a um burguês idoso. Sua ligação com Frédéric é um símbolo da união desastrosamente fugaz entre o proletariado e a burguesia, acerca da qual Marx escreve em ‘O 18 Brumário’. (...) E o socialismo burguês recebe um tratamento bem marxista no personagem Sénécal, que se torna desprezível por sua insistência no comunismo e no bem-estar das massas, pelas quais está pronto a morrer até a última barricada. Quando, porém, conseguem um emprego de capataz numa cerâmica, Sénécal se revela um inexorável tiranete”.


Quando publicado pela primeira vez, “A Educação Sentimental” não agradou a maioria dos leitores. Por quê? Simples de responder: não tinha os amores das noveletas baratas — próprias para quem tem cérebro mignon — de, por exemplo, Sidney Sheldon e Harold Robbins, tampouco a falta de miolos de um Paulo Coelho, o maior embromador “literário” da atualidade (o que surpreende é sua capacidade de “iludir” gente inteligente, como Fernando Morais, seu biógrafo-ficcionista). O romance, segundo Wilson, “tem jeito de ser uma história de amor, mas os casos amorosos se revelam tão sistematicamente irrealizados ou tíbios que acabamos ficando irritados ou deprimidos. Seria uma sátira? É real demais para ser sátira”. Fundamental: é um romance que “nos fez [ainda faz] a cabeça”, escreveu Wilson.


A guerra de 1870 transtornou a cabeçorra de Flaubert. Os prussianos invadiram sua casa e ele se viu obrigado a enterrar seus manuscritos. Ao passear por Paris, depois da Comuna, voltou para o campo decepcionado. Aos ver os destroços das Tulherias, disse: “Isso jamais teria acontecido se tivessem compreendido ‘A Educação Sentimental’”. O que ele quis dizer? Wilson arrisca: “É de supor que teria querido dizer com isso que, se houvessem compreendido a falsidade de sua própria política, jamais teriam feito tanto estrago por conta dela”. A George Sand, escreveu: “Oh, como estou cansado do trabalhador ignóbil, do burguês inepto, do campônio estúpido e do odioso clérigo”. Não perdoava ninguém. Talvez só ele.


Qual foi o efeito da Comuna de Paris sobre Flaubert? Para Wilson, “foi trazer à luz o burguês consciente de sua classe que nele havia. Fundamentalmente burguês no modo de vida, ele sempre o tinha sido, com sua mãe e sua pequena renda. (...) Foi a duradoura tradição do classicismo francês que o salvou da vulgaridade dominante: mercê de disciplina e objetividade, de heroica aplicação à mestria da forma, mantivera ele o seu mundo a distância. Mas agora que um governo de classe operária havia dominado Paris durante dois meses e meio, arruinando monumentos e fuzilando reféns burgueses, Flaubert se voltou contra os communards com tanta ferocidade quanto qualquer ‘merceeiro’ respeitável. ‘Minha opinião’, escreveu a George Sand, ‘é que toda a Comuna devia ter sido condenada às galés, todos esses sanguinários idiotas deveriam ter sido obrigados a limpar Paris das ruínas, com argolas e correntes no pescoço como condenados. Mas isso teria sido uma ofensa à humanidade. Tratam com brandura o cão danado, mas não as pessoas que foram mordidas’”.


Com raiva crescente, escreveu ao amigo Ernest Feydeau: “Nunca, meu velho e bom camarada, senti tamanho nojo da humanidade. Gostaria de afogar a raça humana no meu vômito”. Mas o importante mesmo são os livros de Flaubert. No Brasil, há três traduções de “Madame Bovary” (Abril Cultural, Nova Alexandria e Companhia das Letras/Penguin) e traduções de “A Edu cação Sentimental” (Cír culo do Livro/Difel), “Salambô” (Max Li mo nad), “Bou vard e Pécu chet” (Nova Fron teira), “As Tentações de Santo Antão” (Ilu mi nuras) e “Um Coração Singelo” (Rocco, com apresentação de Fer nando Sabino). Há algumas adaptações para o cinema de “Madame Bovary”. A de Claude Chabrol, cineasta francês, é uma das mais conhecidas.


O sóbrio Edmund Wilson não quis escarafunchar a vida de Gustave Flaubert, um libertino talentoso. Mas Louis Untermeyer, no débil “Os Forjadores do Mundo Moderno”, abre-nos os caminhos para as fofocas sobre um dos maiores escritores franceses de todos os tempos (Proust e Stendhal são seus pares). Herbert Lottman escreveu a biografia “Flaubert”. Frederick Brown é autor de “Flaubert — A Life”. Henry James escreveu “Gustave Flaubert” (7 Letras), mas não é uma biografia, e sim um ensaio atento sobre Flaubert. Mario Vargas Llosa é autor do seminal “A Orgia Perpétua — Flaubert e Madame Bovary”.


Flaubert, o sujeito que dizia que o tema não contava, o importante era o estilo, começou a escrever cedo. Menino, já se propunha a escrever estórias. Estudante de Direito, achava que o Código Civil era um “estúpido disparate”. Segundo Untermeyer, “levava uma vida de bon vivant, ganhou certa reputação de gourmet, frequentava o teatro com regularidade, gastava despreocupadamente o dinheiro que a família lhe mandava e desfrutava de tudo, menos das mulheres”. Aviso rápido: não era homossexual.


Era forte e simpático. As moças ficavam agitadas perto dele. Ma xime du Camp escreveu: “Aquele homem era de uma beleza heroica. Com sua pele branca, ligeiramente rosada nas maçãs do rosto, seus belos e longos cabelos ondulados. Sua figura alta de ombros largos, seus olhos enormes — de cor verde-mar — velados sob sobrancelhas negras, com uma voz tão sonora como o toque de uma trombeta...” (as ilustrações mostram um Flaubert feio, talvez porque o mostrem mais velho e gordo).


O vigoroso Flaubert permaneceu virgem até quase os 23 anos. Acabou seduzido por uma criada. Mau aluno, Flaubert ainda por cima era doente. “Antes de ficar inconsciente, caía em êxtase, ouvia sons rouquenhos e via luzes de ouro acompanhadas de estranhas imagens que esvoaçavam em torno dele.” Os médicos diziam que não era epilepsia. Garantiam que ele tinha demasiada energia e diagnosticaram sua situação como “pletora de vitalidade” que se manifestava em ataques “histérico-epilépticos”. Confessou a George Sand temer a vida.


Homem ardente, ao descobrir as mulheres, roubou a amante do filósofo Victor Cousin, Louise Colet. Mas cansou-se das exigências da amante e fugiu dela. Flau bert amava sua própria solidão. Pare ele, era impossível uma relação diária normal com uma mulher, fosse esposa ou amante. Só se cercava de livros que lhe apetecia ler e escrever. “Não gosto de nada mais do que de me ver numa casa cômoda, com boa calefação, ter muito tempo livre e dispor de meus livros prediletos.”


Madame Bovary era Flaubert ou existiu mesmo? Existiu. Era a mulher do doutor Delaunay, médico, amigo e colega do pai de Flaubert. Ele se matou ao saber das infidelidades da mulher. “Com estes fatos como base estrutural, Flaubert passou quatro penosos anos trabalhando em ‘Madame Bovary’.” “Flaubert pensou em Louise [sua amante] quando escreveu que Ema encontrou no adultério ‘todas as trivialidades do matrimônio’.” O livro foi publicado em 1856. Flaubert e o editor foram levados aos tribunais. Acusação: imoralidade. O livro seria pornográfico.


Flaubert dizia não escrever com facilidade, sobretudo porque era perfeccionista. “Passei três dias fazendo duas correções. Passei a segunda e a terça-feira inteiras a procurar duas linhas que afinal não encontrei.” A obra mais divertida de Flaubert, “Bouvard e Pécuchet”, ficou incompleta. É deliciosa. Seu “Dicionário de Ideias Feitas” é chute na república da citação, no bacharelismo. É um grande tolicionário. Flaubert morreu aos 59 anos, em 1880.
De Jornal Opção (Brasil), 05/2012

Imagen: Gustave Flaubert

Tuesday, May 29, 2012

Escriban sobre Bolivia (2)


Pablo Cingolani

Gracias a la insistencia de los lectores, volvemos a planear sobre la mirada exterior acerca de Bolivia, reparando algunas omisiones que ex profeso faltaron en el primer artículo y quemando algunos cartuchos más para cerrar este arbitrario viaje literario.

Bolivia es aventura

Hasta hoy, Bolivia ha conservado grandes santuarios de naturaleza virgen, vastos territorios con escasa o nula población, paraísos en suma para aquellos que buscan vivir aventuras que, como anotó Piglia, somos todos.
No es raro encontrar testimonios sobre esa mirada, incluyendo, desde ya, a varios de los cronistas españoles de los siglos XVI y XVII. De estos, me gustaría rescatar a dos, sólo porque sus crónicas hacen alusión a territorios marginales, a fronteras de guerra como se los llamaba en tiempos coloniales. Se trata del Factor Lozano y de Juan Recio de León.
Lozano, funcionario de la corona asentado en Potosí a finales del siglo XVI, escribió la primera crónica conocida sobre ese desierto misterioso que son Los Lípez, uno de los techos del planeta Tierra. Además de hacer una descripción exhaustiva de la demografía, la etnografía y los minerales de esa región singular (y como todo buen estratega, trazar un plan de conquista a partir de un conocimiento desusado de la geografía para esos tiempos, tomando en cuenta que el autor era un burócrata), narra una anécdota deliciosa: cómo los caciques lipes embaucaron al Virrey Toledo en su famosa visita y se eximieron de ser reclutados para la mita de las minas.
Juan Recio de León era el lugarteniente de Pedro de Leguí Urquizo, el primer español que fundó pueblos en la tierra de los “chunchos”, ese impreciso territorio que comenzaba al transponerse los contrafuertes andinos y bajar hacia la Amazonia. A Leguí se debe el primer intento de poblar el valle de Apolobamba (Apolo), Santísima Trinidad de Yariapu (Hoy, Tumupasa) y San José de Uchupiamonas, la comunidad que en la actualidad es propietaria del archifamosa albergue ecoturístico de Chalalán, a orillas del río Tuichi. La única fundación que sobrevivió en el tiempo desde que dicho capitán bilbaíno la fundara en 1617 fue la mítica San Juan de Sahagún de Mojos que hasta hoy resiste a unos 100 kilómetros a pie desde Pelechuco. Juan Recio de León narra todos estos sucesos y mucho más, desde cómo llegar al reino áureo del Paititi o localizar a las temidas Amazonas, las mujeres guerreras de la gran selva sudamericana. Es interesante anotar que sus exhaustivas descripciones de la flora y la fauna locales fueron leídas en clave ecológica en el siglo XX y sirvieron para caracterizar ese mega parque nacional que es el Madidi.

El verdadero Indiana Jones

Quien anduvo por allí y por todos lados en plan demarcación de límites y aventura pura fue el célebre Teniente Coronel británico Percy Harrison Fawcett que recorrió Bolivia en viajes sucesivos entre 1906 y 1914.
Sobre Fawcett se ha dicho de todo pero puntualicemos algunos datos. Es cierto que inspiró el personaje de Indiana Jones, interpretado por Harrison Ford y que volteó taquilla en los cines del mundo entero pero no fue Spielberg el que leyó sus renombradas memorias sino el guionista del film: Rob Mac Gregor. Es cierto que desapareció en Brasil en 1925 buscando una ciudad perdida que el asociaba con la Atlántida de Platón y con antiguas civilizaciones prediluvianas que habrían vivido en la actual América del Sur y que se organizaron numerosas expediciones en su búsqueda, algunas de ellas también desaparecidas. Es cierto pero a esa historia -verdaderamente de culto universal- le falta el dato certero de que fue justamente en Bolivia donde Fawcett empezó a concebir sus hipótesis.
Dos temas lo impactaron de sobremanera: el silencio de Tiwanaku y la sabiduría de los Kallawayas. Del sitio arqueológico, siempre supuso que era el nexo entre las antiguas y las más pretéritas aún civilizaciones del continente y de los médicos naturistas itinerantes de los Andes creyó que guardaban claves de ese saber ancestral e histórico que había sobrevivido a los cataclismos naturales y al paso de los tiempos.
Como curiosidades bibliográficas o no tanto, habría que destacar en relación al tema, la tesis de un joven periodista inglés de la universidad de Essex llamado Rob Hawke quien, por primera vez, reivindica la matriz boliviana de las ideas y concepciones fawcianas y un trabajo cuya autoría corresponde al griego Emmanouel P. Laleos donde se afirma que cerca de Tiwanaku, en una piedra triangular, Fawcett habría escrito una cita donde anunciaba el cambio de era astral y que eso sucedería en los montes Roncador del Brasil, precisamente en el territorio donde luego desapareció sin dejar rastros.
De las memorias de Fawcett, recopiladas por su hijo Brian bajo el nombre de Expedición Fawcett, un clásico de la aventura, vale la pena transcribir una de sus impresiones sobre la ciudad de La Paz a principios del siglo XX: “La Paz, con sus tranvías, sus plazas, alamedas y cafés, es, en esencia, una ciudad moderna. Extranjeros de todas las naciones llenan sus calles. Se puede sentir plenamente la proximidad de los lugares salvajes. En medio de las levitas y sombreros de copa de los hombres de la ciudad se ven los Stetsons raídos y las botas de los exploradores; pero por alguna razón las suelas alambradas de estos zapatos no se ven discordantes al lado de los escarpines de altos tacones de las damas elegantes”. Debo confesar que esa fue una de las imágenes que poblaban mi mente cuando arribé aquí en 1983 y que, como siempre, la realidad supera siempre con creces todo lo narrado. Debo confesar también que sigo sorprendido de cómo hasta ahora la figura de Fawcett sigue siendo aquí casi invisible y que los gobiernos de La Paz y de Londres no hayan rendido el homenaje que el explorador se merece. Alguna vez leí un artículo anti-Fawcett firmado por Pedro Shimose: es cierto que el inglés era un hombre de su tiempo, la era de hierro de la expansión imperial, pero algunas de sus ideas eran de avanzada, en especial cuando cuestiona amargamente las atrocidades cometidas por los barones del caucho en las selvas de la Amazonía. Por otro lado, que amo a Bolivia es indudable. El 2006 se cumplirán cien años de su llegada a Bolivia.

Primera ascensión al Illimani

En uno de los clásicos de la literatura de viajeros sobre Bolivia –el libro del francés Charles Wiener: Perú y Bolivia, cuya primera edición la hizo Hachette en París en 1880- es preciso rescatar la narración de la coronación de una de las cumbres del nevado más famoso del país: el cerro Illimani. Es preciso exhumarla ya que es un lugar común afirmar que fue el inglés William Conway el primero en subir con éxito la montaña y no es cierto.
Wiener se propuso medir la altura del Illimani y llegar a alguna de sus cimas; parte para ello de La Paz el 10 de mayo de  1877 en compañía de José María Ocampo, el ingeniero Krumkow, un barómetro y un termómetro de ebullición. Luego de atravesar Obrajes, pernocta “en el miserable villorio de Mecapaca” pero, como D´Orbigny treinta años antes, se abruma y se sorprende con la orografía del valle del río Choqueyapu. Anotó en su libro:”No he encontrado nunca, en mi largo viaje, pendientes tan abruptas como al sureste de La Paz”. Siguen aproximándose a la mole, caminando por el lecho del río. El segundo día arriban a la hacienda Cotaña, propiedad de Pedro Guerra: Wiener no deja de asombrarse al ver naranjos, limoneros y bosquecillos de bananos frente “a las nieves eternas y la espantable desnudez del Illimani”. Guerra le advierte de los fracasos anteriores de los norteamericanos Pentland y Gibbon pero como Wiener no ceja, puso a disposición del galo “siete vigorosos indios” para que lo acompañen en la ascensión.
El 19, a las 2 de la madrugada, ésta se inicia. Durante la misma, los participantes sufren todo tipo de contratiempos hasta que los indios se niegan a continuar ya que “era ir contra la voluntad del cielo atreverse a vencer el monte Illimani”. Eran las 3 y 20 de la tarde y estaban a 19.512 pies de altura, quinientos pies más arriba del límite de la vegetación y el inicio de los glaciares, según las mediciones de Wiener, pero resuelven proseguir. Tres indios se mantienen fieles en el empeño y tras una hora y media más de marcha extenuante, coronan el hasta hoy bautizado como “Pico de París”. Según Wiener, se hallaban a 6131 metros de altura sobre el nivel del mar; según Bernardo Guarachi el pico Norte o París del nevado se alza hasta los 6403 metros.
Como sea, se trató de una escalada exitosa. En el testimonio, Wiener, “el encargado por el gobierno de la República Francesa de una misión científica en América Meridional”, anotó los nombres de los “tres guías indios, Jerónimo Quispe de La Paz, Simón López y Manuel Ttule de Cotaña”. El libro incluye los retratos de los tres. El gesto noble del francés es menester destacarlo: hasta el presente, decenas de expediciones “científicas” se valen de los conocimientos y destrezas de los indios para hacer sus “descubrimientos” y “proezas” pero casi ninguna hace constar el aporte decisivo de los originarios.

País sin neurosis

Para completar las miradas a esa diversidad y otredad bolivianas, habría que anotar al sueco Erland Nordenskiöld, cuyos libros de viajes etnoarqueológicos son a la vez un exquisito placer literario, así como las emotivas referencias al volcán Sajama de parte del geólogo y geógrafo Federico Alhfeld o esa primera descripción histórica del salar de Uyuni incluida en ese best seller (pirata) del siglo XVII: Arte de los metales del padre Álvaro Alonso Barba, en su época la máxima autoridad en metalurgia del mundo entero. Sus descripciones sobre las “tierras de colores” de Los Lípez- donde ejerció su sacerdocio y desarrollo sus estudios mineralógicos por siete años- son inolvidables. Insisto, esta lista es incompleta y por ello para terminar esa visión idílica, aventurera y romántica sobre Bolivia, baste agregar esta perla: la cita incluida en Drácula de Bram Stoker, una de las novelas más populares de todos los tiempos, aparecida en 1897. Allí, un camarada de aventuras le escribe a otro: “Nos hemos contado historias sentados junto al fuego de campamento, en las praderas; nos hemos vendado las heridas el uno al otro, tras desembarcar en las Marquesas, y hemos brindado por nuestra salud a orillas del Titicaca”. En esos años, recuerden a Stevenson y a Melville y sus peregrinajes por las islas, las Marquesas –como Bolivia- eran para alguna gente sensible un paradigma de un mundo utópico, ideal, lejano para esa mentalidad europea dominante que se embarcaría pronto en la I Guerra Mundial.
Los años pasaron, vinieron las grandes guerras y el hijo de uno de los grandes industriales que financió la victoria de la nueva gran potencia hegemónica, no sólo rompió con los cánones familiares sino que se convirtió en uno de los grandes íconos rebeldes del siglo XX: me refiero a William Burroughs.
Gran escritor y adicto frenético a las drogas, o viceversa, Burroughs tuvo un mérito literario que pocos poseen: creo un mundo paralelo con o desde su escritura; el mundo narrado de los “yonquis”, de los adictos a las “sustancias controladas”. Su interés por Sudamérica nació de ello. Es natural: una de los estimulantes más potentes que se conozcan se extrae de las hojas de una planta usada de manera milenaria en todo el continente, me refiero –desde ya- a la cocaína. A la vez, su curiosidad con relación a los rituales de los grupos étnicos (desde los Hopis de Nuevo México a los practicados en el Viejo Mundo), lo llevó a devocionar el uso de ayahuasca entre los indios amazónicos. Su influencia en el tema abarcó a toda la llamada beat generation norteamericana.
Su libro-imán es El almuerzo desnudo, aparecido en 1959. Libro escalofriante, inaugura ese mundo reinventado que Burroughs llevaría al paroxismo a lo largo del resto de su obra, literatura en su máxima expresión, una joya. Allí, en ese cóctel alucinante, hay una referencia a Bolivia ineludible. Es cuando el “viejo Bill” se pone a explicar las relaciones entre esquizofrenia y adicción. Entonces, se despacha con toda una declaración de principios sobre la república y anota: “Oh, a propósito, hay una región de Bolivia en la que no se dan psicosis. Gente cuerda del todo en esos montes. Quisiera ir allí antes que se eche a perder con alfabetizaciones, publicidad, televisión y automóviles”. Siempre pensé –es una hipótesis incomprobable- que hablaba de los Kallawayas y lástima porque Burroughs nunca vino por Bolivia a verificar si todavía esos sitios donde no se dan psicosis no se habían echado a perder. Conozco varios.

Varia invención

Hay una “cruceña” enigmática, sensual y atávica, en las novelas del jujeño Héctor Tizón y hay unos poemas que destilan sangre, COB y alma proletaria que escribió el joven (y después malogrado) peruano Manuel Scorza dedicados a la revolución de 1952. Por analogía, hay un libro ultra famoso que habla de Bolivia (Torres) y de Perú (Velasco Alvarado) y que lo firma el ex prisionero de Camiri y ex asesor de Francois Mitterand: Regis Debray. Su título (casi) lo dice todo: ¿Revolución en la revolución?
Borges, en su cuento El congreso incluido en El libro de arena (1975), en ese foro que se reunía en la Confitería del Gas con el propósito de representar a todos los hombres y a todas las naciones, cita a “un boliviano señaló que su patria carecía de todo acceso al mar y que esa lamentable carencia debería ser el tema de uno de los primeros debates”.
Arlt en Los lanzallamas (1931) pone a Bolivia como ejemplo de “un Estado atado de pies y manos a los Estados Unidos”.
Final: Melgarejo. Hay dos libros. Uno lo signa un francés (Melgarejo por Max Daireaux. No puedo dejar de apuntar una frase que le dedica a Alcides Arguedas que dice así: “este país que aún no es nación y que siempre se denomina Alto Perú, no puede vivir sin epopeya…”) y otro,  Juan Carlos Martelli, argentino, autor de un librazo llamado Los tigres de la memoria pero que, por encargo de una editorial argentina, en 1997, escribió un volumen también titulado con el apellido del gobernante boliviano y que se caracteriza por un erotismo subido de tono (pornográfico, dirían otros) donde abundan los actos sexuales de todo tipo y las borracheras más indecorosas. Kaput.

Del archivo del autor

Imagen: Hacienda Cotaña

Monday, May 28, 2012

De Herman Melville al Che Guevara/Escriban sobre Bolivia


PABLO CINGOLANI

A vuelo de pájaro, la imagen de Bolivia en la literatura internacional es variada y muta de acuerdo a la personalidad de quien escribe.

Para la chilena light Marcela Serrano (en Nosotras que nos queremos tanto), Bolivia es un buen lugar para escaparse y tener un romance prohibido en las mullidas camas de un hotel cinco estrellas de la ciudad de La Paz pero eso sí, rociado con vino Undurraga, contrabandeado desde el valle Central de su propio país.

Pero para la también trasandina y ecologista Malú Sierra (en Donde todo es altar), por el contrario, Bolivia es sinónimo de diversidad, resistencia y profundidad cultural y a pesar de haber sido tomada como rehén por los comunarios de Amarete, en la región Kallawaya, ella los ama, ama a Tiwanaku, ama a la isla del Sol, hasta tuvo valor para pedir mar para su vecino en medio de la dictadura de Pinochet. Luis Sepúlveda, que andaba fugándose de las mazmorras del tirano, cuenta en su Patagonia Express que sólo sintió peligro y lo vivió en carne propia en Villazón cuando fue detenido junto a un joven Hare Krishna en peregrinaje a la India: los dos fueron expulsados por la policía fronteriza y sus únicos recuerdos de Bolivia serán el duro piso de cemento de la estación ferroviaria y el sol a matar al cual lo expusieron los soldados: nunca más volverá.

La mirada de los norteamericanos es igualmente diversa: desde un Waldo Franck que se enamora del garbo de la chola paceña y de la caprichosa geografía donde está asentada la urbe a un Paul Theroux –que cruza el altiplano en tren, en un periplo iniciado en Boston- y que no cesa de espantarse, a cada rato, salvo para alabar a la cerveza local. Saliendo de Viacha, escribió: Es igual vivir en una tierra trágica/ que vivir en una época trágica./ Contempla las rocosas laderas/ y el río que se abre camino entre piedras,/ contempla las chozas de quienes viven en esta tierra maltrecha. Algo similar le sucedió al francés Henry Michaux, célebre por sus relatos sobre el Extremo Oriente, pero que ante la cordillera de los Andes se empequeñece y teme: “Fumamos aquí todo el opio de la gran altura,/ voz baja, paso corto, aliento corto./ Poco pelean los perros, poco los niños, poco ríen”. Su compatriota D´Orbigny, en uno de los clásicos de los clásicos sobre literatura de Bolivia escrita por extranjeros, experimentaba todo lo contrario: paisaje inconmensurable, energía vital, fortaleza de las gentes.

Pero la cita más extraña sobre Bolivia la escribió uno de los más famosos escritores de todos los tiempos, el norteamericano Herman Melville y en su libro-río: Moby Dick o La ballena blanca. Allí lanzó una hipótesis temeraria: la independencia de Bolivia fue producto de los efectos benéficos de la caza de ballenas en el Pacífico Sur. El mérito es que reconoce a Bolivia como un país marítimo.(1) Otra defensa inesperada del derecho a costas boliviano lo hace otro francés: Jean Raspail. (2)

Los argentinos también mantienen una relación polisémica. Soriano, el gran Soriano, construye en una de sus novelas (Una sombra ya pronto serás) una Bolivia mítica: un edén tropical (aunque inalcanzable) donde las mujeres son hermosas y ardientes y donde se gana dinero en carretilla, haciendo referencia a Santa Cruz de la Sierra. En la misma dirección pero con pruebas y conocimiento de causa, hay una rareza bibliográfica signada por Ciro Tórrez, un excéntrico y culto vagabundo argentino que terminó escribiendo –con el dinero de Nicolás Suárez, el barón del caucho- un libro inhallable e inclasificable que tituló Las maravillosas tierras del Acre y que es un, por momentos delirante, alegato (¡y mamotreto de 747 páginas!) a favor de los caucheros masacradores de etnias, editado en La Paz en 1930.

Rodolfo Kusch también construye una Bolivia extraordinaria y bucea en los significados más humanos y más bellos de la cultura andina. De su experiencia boliviana, extrae el material para sus teorías con relación al pensamiento popular latinoamericano: aquí “descubre” que los indios (y en gran medida, los movimientos políticos nacionalistas y populares del continente) expresan algo más trascendente que el “ser” occidental y que es el “estar” nuestro. No fue el caso de otro gran referente de la literatura producida por argentinos en torno a Bolivia como es, sin dudas, Ernesto Guevara De la Serna, más conocido como el Che. Sobre El diario del Che en Bolivia, más allá de las inexistentes estadísticas que poco importan, habría que afirmar para situarlo que debe ser el libro sobre Bolivia más leído en el mundo entero; a su manera el testimonio de combate del guerrillero es el gran best seller con tema boliviano de la historia.

Señal de cuerpo

Lo del Che seguirá siendo un enigma, más allá de que los libros de historia ya creen certificar la traición del Partido Comunista Boliviano para explicar el fracaso local del guerrillero más famoso de todos los tiempos. La tesis de la traición siempre me olió a subestimación de Ernesto porque todo es más complejo: dos décadas después, Castro le habló en privado a Gianni Miná, el más prestigioso de los periodistas italianos de final de siglo, de la “pulsión de muerte” que también animaba a Guevara. Como sea, Castañeda dixit, dicen que Guevara sorprendió a Mario Monje, el entonces secretario general del PCB- con esta afirmación, dicha durante una plática en La Habana en 1964: “Yo estuve en Bolivia, conozco Bolivia y es muy difícil hacer la lucha guerrillera en Bolivia. Ha habido reforma agraria y esos indios no creo que se sumen a la lucha guerrillera”. Lo primero es cierto: Ernesto había llegado a La Paz cuando la pólvora de las Jornadas de Abril de 1952 todavía estaba fresca: el mozo-icono del Eli´s, Don Max, te cuenta cómo le servía café. El resultado de su segundo viaje al país fue desastroso. Uno de sus captores en esos diálogos fragmentarios que todos aseguran haber tenido con el prisionero de La Higuera dice que le preguntó: “¿Por qué Bolivia? Tengo la impresión de que se equivocó desde el principio al elegir Bolivia para su aventura”. El Che le respondió altivo: “La revolución no es una aventura. ¿Acaso no se inició en Bolivia la guerra para la independencia sudamericana? ¿Acaso no están orgullosos de haber sido los primeros?. Después, lo asesinaron pero quedó su Diario.

El libro más leído sobre Bolivia es un relato conmovedor de un viaje sin mapas y de la ascesis incluso corporal de un individuo excepcional. Esta cita lo dice todo: “Al comenzar esa caminata, se me inició un cólico fortísimo, con vómitos y diarrea. Me lo cortaron con demerol y perdí la noción de todo mientras me llevaban en hamaca; cuando desperté estaba muy aliviado pero cagado como un niño de pecho”. El asma del  Che era tan crítico que incluso la guerrilla tomó Samaipata, un centro urbano importante, para procurarle medicamentos que, para colmo, no encuentra. Libro agónico y estremecedor, es el ideal y el cuerpo del Che el que traza un itinerario inverosímil en medio de una geografía durísima, extrema: allí quedaron inmortalizados lugares como Ñancahuazú, Lagunillas, Jagüel (donde muere Coco Peredo), Pucara, lugares que siguen allí, olvidados y desmintiendo la profecía del propio Che en Alto Seco cuando en su único mitin del trip hacia su muerte (y presintiendo la derrota) les confesó a un grupo de campesinos de los valles mesotérmicos de Santa Cruz que, por lo menos, el paso de la guerrilla les traería ciertos progresos: agua, luz eléctrica, salud. Ni eso: lo único que dejó la guerrilla en el sudeste fue su leyenda y esas páginas irrepetibles que ya son parte del ajayu de uno de los territorios literarios por excelencia del siglo XX.

Señal de Cuerpo (2)

Hay otro libro que narra la ascesis de otro ser singular y que atraviesa Bolivia a pie. El que publicó el canario Román Morales, titulado Buscando el Sur. Pero su camino en búsqueda de la virtud, a diferencia de Guevara, refunda su vida, no su muerte.

El año 1990, Román se convierte en el primer hombre que encara el cruce caminando en solitario del Salar de Uyuni. Autoridades del Instituto Geográfico Militar de La Paz y los propios comunarios de Tahua, la aldea al borde del salar y del volcán Tunupa desde donde inició su marcha, tratan de disuadirlo. “Es una locura”, “quédate con nosotros”, le dicen unos y otros pero el igual lo encara (“Decidí retirarme temprano a dormir: al alba empezaría a cruzar aquel océano de leche petrificada”). Ya muy cerca de llegar a Atulcha y coronar con éxito, sufre una descompensación física brutal y cae a la sal, fulminado. Siente, abandonado el calor del cuerpo, que la parca se lo quiero llevar y que no había ch´allado lo suficiente con sus amigos indios. Siente que es el fin hasta que recuerda que carga una chuspa con coca (“Si realmente sabéis dar la fuerza, dádmela ahora”) y comienza a consumirlas con amor (“masco y masco lentamente”), convencido que la pequeña hoja le devolverá la potencia que precisa (“imagino que ese juguito que ya corre garganta abajo contiene átomos llenos de fuerza, vitaminas salvadoras, calorías, empujes mágicos”). Y el ritual funciona. Declara alborozado: “las hojas me han salvado de quedarme en ese salar para siempre… (…) Atulcha: cuatro chozas, dos familias”. Se ha salvado. Volverá a La Paz para contarlo y celebrar la vida, no la muerte: beberá cajones de Paceña con mi amigo Pedro Aramayo, el primero que me contó la historia intrépida de Román.

Su libro es un raro libro, un homenaje “a esos hombres que habitan lo imposible, que duermen entre las estrellas y el olvido (…)¡Quechuas de la greda andina! ¡Pastores aymaras del altiplano!!Mofletones coqueros de la oscura minería del estaño! ¡Chipayas de la quinua auxiliadora! ¡Truequeros pobres del salar de Uyuni! ¡Danzarines potosinos del tinku! (…) hermanos tremendos…”. Un homenaje a Bolivia.

Notas

(1) La cita es imperdible y la transcribo: “Fueron los balleneros los primeros en abrir una brecha en la celosa política que la corona española mantenía con esas colonias; y si el espacio lo permitiera, podría demostrarse claramente que gracias a los balleneros se logró al fin la liberación de Perú, Chile y Bolivia del yugo de la vieja España, y se estableció la eterna democracia en esos países”. Herman Melville: Moby Dick o La ballena blanca. Traducción de Enrique Pezzoni. Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1970, págs. 198-199.

(2) La historia merece ser contada: la nave de la Armada chilena que por décadas era la única que patrullaba los confines australes del país llevaba un nombre de bautizo: Micalvi. Era el apellido de un cabo muerto en la Guerra del Pacífico. A propósito, Raspail defiende los derechos bolivianos y se inventa esta historia a propósito del día del mar que, por entrañable, vale la pena que anote aquí: “Ese día, Chile abre magnánimamente su frontera y miles de bolivianos bajan en ómnibus hasta el Pacífico perdido, donde avanzan hasta el mar derramando lágrimas de emoción…” En: Adiós, Tierra del Fuego. El Ateneo, Buenos Aires, 2002, pág. 40.

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Del archivo del autor

Imagen: Detalle de un mapa de Jansson, 1633
  

Saturday, May 26, 2012

Reflexiones en feriado nacional/¿Hacia un nuevo Manual de Zonceras Argentinas?



Mempo Giardinelli


Miro la mañana grisácea sobre Buenos Aires, veo por la tele la cara de Mauricio Macri cada vez más parecido en todo a George W. Bush, y pienso en nosotros, los argentinos, sometidos a tanto mentidero mediático. Y no sé por qué, me vienen a la mente algunas tonterías que se creen y repiten, dizque "inventos argentinos" que en realidad no lo son. Por caso:

-El mate, que es una infusión habitual de millones de personas en el Sur del Brasil y todo el Paraguay, por lo menos. E incluso en Chile. Además se producen gaseosas de yerbamate en Brasil y en Miami, pero no en Argentina.

-El dulce de leche, que es la caramelización de leche con azúcar, muy común en muchísimos países. También llamado "manjar blanco", "cajeta", "arequipe", "caramelo" y otras designaciones, es muy popular en todo el continente americano, por lo menos desde que los conquistadores españoles trajeron las primeras vacas.


-"Tenemos la avenida más larga del mundo y también la más ancha". No es verdad. Hay en muchos países avenidas-caminos igual o más largos que la Rivadavia, y muchísimas más anchas que la 9 de Julio".

-"Tenemos el mejor fútbol del mundo". No es cierto, y ya está escandalosamente probado.

-"Tenemos la mejor carne del mundo". Tampoco es verdad; hay carnes de calidad y gusto superlativo en Estados Unidos, Australia y Colombia, por lo menos, y además hay estudios que aseguran que la carne argentina, proveniente de reses cada vez más alimentadas por el sistema agroindustrial antinatural llamado feed-lot, está perdiendo calidad, sabor y valores proteínicos.

-"Los cueros argentinos son apreciados en todo el mundo". No es verdad. La industria del calzado y los cueros fue importante, pero hoy en el mundo ese mercado se nutre de zapatos y cueros brasileños, italianos o chinos.

-"Los vinos argentinos conquistan el mundo". Es una verdad relativa. Gran parte de los viñedos locales son emprendimientos de inversores extranjeros y la comercialización la dominan empresas chilenas y californianas.

-"Somos el país más europeo de América Latina". Otra tontería, y además racista.

-"Ezeiza es uno de los mejores aeropuertos del mundo". Una penosa estupidez nacional. En el contexto aeroportuario mundial, Ezeiza es un aeropuerto pequeño, caro, ineficiente y apenas de nivel municipal si se lo compara con decenas de aeropuertos de Estados Unidos o Europa.

-"Los norteamericanos no saben nada de fútbol". Otra tontería popular entre nosotros. Saben de fútbol, lo ven tanto como aquí, es uno de los deportes más populares entre las mujeres y por eso, no casualmente, las chicas estadounidenses son campeonas mundiales de fútbol femenino.

-También cabría señalar la zoncera argentina de vivir lejos del agua, de espaldas a los ríos y lagos. Son muy pocas las ciudades argentinas que aprovechan sus potenciales ribereños: Corrientes, Rosario, ahora Posadas, acaso alguna más. En todo el mundo tener puertos y costas es un formidable valor turístico. No aquí.

-¿Qué ven los argentinos cuando viajan? Los burgueses clasemedieros, digo, los que aman Miami y los shopping-centres como a Dios Padre, son graciosos y patéticos: comparan modas, compran boludeces, y luego de unos días siguen de largo, lo más campantes y convencidos de que "conocen" el mundo.

Me parece que para celebrar nuestro día patrio, este 25 de Mayo bien podríamos sincerar algunas cosas. Igual que las personas, los pueblos más sinceros y humildes son más apreciados que los soberbios y fanfarrones sin sustento.

¡Feliz día de la Patria para todos y todas!

Publicado en Cosario de Mempo, 25/05/2012

Friday, May 25, 2012

Rogad por nosotros


Juan Esteban Constaín

Podrán decir lo que sea de Fernando Vallejo -que es un caballero, que habla pasito-, pero qué manera de escribir la suya. Yo creo que me lo he leído casi todo, sin darme ni cuenta, hojeándolo de a poquitos, a ver qué dice y cómo lo dice; luego no hay forma de parar. Disfrutando su prosa magistral que arranca y se va, ¡ah vida berraca!, en grupos ternarios y feroces y eruditos.
Me gustan sobre todo sus ensayos y sus biografías, y esa obra maestra de la filología y la retórica, y la ciencia literaria que no existe, y el estilo y la poética, y el arte, que es Logoi: un manual alucinante para descifrar, en 8 idiomas o más, los misterios del lenguaje literario y de la prosa, sus hilos ocultos, sus trucos y sedimentos en autores tan diferentes como Chateaubriand y Mujica Láinez y Joseph Conrad.
Sé también que hay mucha gente que lo odia, por sus opiniones morales y políticas, por sus declaraciones contra la Iglesia, por su saña vertida sobre el mundo y los pobres y Octavio Paz, entre otros miles. Yo he hablado con él una sola vez en mi vida, cuando fui a pedirle su firma precisamente en mi ajado ejemplar de Logoi. Me encontré a un señor dulce y tranquilo. Comentamos el promisorio futuro del latín; me dijo que era una lengua muerta, todas lo son.
Supongo que tendrá sus cosas difíciles, sus caprichos, sus días. Pero el problema, creo yo, está también en que a Vallejo se lo toman demasiado en serio, por igual sus partidarios y sus detractores. Y en vez de pensar en sus libros magníficos, que es lo que de verdad importa, la gente discute sobre todo lo demás: el Papa, la plata de los premios, Laureano Gómez, Colombia.
Menciono a Vallejo porque ahora me estoy leyendo El cuervo blanco, su conmovedora biografía de don Rufino José Cuervo, de lejos el mayor conocedor de nuestra lengua en sus mil años de historia turbulenta. Y además de gozar con las cosas de siempre -la prosa, el estilo, la injuria-, estoy feliz con este libro porque yo también soy devoto del santo y llevaba muchos años rogando por él.
Eso hace Vallejo con Cuervo: lo canoniza, lo eleva a un altar. Algo que todos deberíamos hacer en nuestra propia vida, y que de hecho hacemos, aun sin darnos cuenta. Cristianos o no, ateos o descreídos o escépticos, todos rezamos y llevamos un santoral en el alma. Todos le tenemos fe a alguien, a su recuerdo o a su presencia.
Porque hay gente así que va poblándonos milagrosamente; gente que le da sentido al mundo, y eso nada tiene que ver con la religión sino con algo mucho más profundo, más valioso: la esperanza o el consuelo, la nostalgia. Por eso me gusta tanto lo que ha hecho Vallejo, y todos deberíamos hacerlo también: decidir quiénes son nuestros santos, y quemarles el incienso que se nos dé la gana.
Erasmo de Rotterdam siempre lo hacía después del padre nuestro, gritando: "¡Oh Sócrates, rogad por nosotros!". Ya conté aquí alguna vez, hace tiempo, de la causa solemne que cursa en Roma para canonizar a Chesterton. El Vaticano ha dicho que todavía falta un milagro, como si no bastaran sus libros.
Yo le rezo también a Nicolás Berdiáyev, que fue uno de los más grandes escritores rusos del siglo pasado. Como suele ocurrir con los santos de verdad, todos pensaban que era un hereje y un loco: los bolcheviques que lo arrastraron al exilio, los jerarcas de la iglesia ortodoxa que casi lo queman en su hoguera. En mi santoral está al lado de San Bertrand Russell y San Brian Jones.
Santa Gertrudis de Nivelles (patrona del miedo a los ratones), San Isidoro de Sevilla (patrono de Internet y las Enciclopedias), rogad por nosotros. San Bob Dylan, San Óscar Wilde, todos.
Nada le gusta más al buen Dios que la herejía y el arte.

Publicado en El Tiempo.com, 23/05/2012