Si ese encuentro
estaba escrito -un joven con la mente totalmente confundida y dos leones
cautivos en la jaula del zoológico-, quizás no haya mejor manera de
procesar tanta fatalidad que recordar que nuestro margen de control sobre el
mundo, sobre los acontecimientos, a veces es nada. Hay detalles,
imponderables y cadenas de causalidad inmanejables y de efectos catastróficos.
Lo demás es cuento. Por lo mismo, son comprensibles, al menos en el plano
emocional, las reacciones ante el episodio. Aun las más despiadadas.
Primero tal vez haya que entenderlas, solo después juzgarlas o descalificarlas. ¿Qué
culpa, por favor, tenían los leones? Pero, ¿cómo no anteponer
a todo el valor de la vida humana?
Viendo las
imágenes confusas y borrosas del incidente me acordé -la situación no es
totalmente comparable- del documental de Werner Herzog Grizzly man (2005). El director de Fitzcarraldo tuvo acceso a las imágenes que un joven gringo,
Timothy Treadwell, filmó por dos o tres veranos sucesivos en una reserva de
Alaska, cuando trató de establecer contacto con una comunidad de osos salvajes. El
joven llegó bastante lejos en su intento de socializar con ellos. No solo eso:
generó una relación afectiva totalmente delirante con las bestias. Los osos no
son mascotas. Son osos y son salvajes como quedó al descubierto un mal día,
cuando uno lo atacó y terminó devorándolo. El joven no alcanzó a filmar su
propia muerte, porque la cámara que tenía en las manos cayó al suelo, pero sí
quedó registrado el audio. El abundante material que él alcanzó a registrar fue
la base que Herzog usó para armar su película, que además incluye testimonios
de familiares, de la novia y personas que conocieron al chico. Treadwell
desde luego no era un psicótico, pero está claro que generó una conexión con
los osos completamente distorsionada.
No hay medio, no
hay posiblemente arte que haya contribuido más que el cine al fetiche de
humanizar más a los animales. Mirada antropomórfica. En esa cantera Walt
Disney templó su genio, su fortuna y también muchas de sus imposturas. La
idea que flota en muchas de sus realizaciones, y en todo ese subgénero de películas
tipo Lassie, es que estos bichos pueden ser mejores que la gente y tenemos
mucho que aprender de ellos. Son más nobles y abnegados; más inteligentes y
confiables. La trasposición puede llegar a extremos absurdos,
adjudicando a los animales sentimientos, ideas o códigos conductuales que no
tienen ni tienen por qué tener. Eso no significa, por cierto, que “los
hermanos menores” de que hablaba san Francisco sean menos. Solo son
distintos y no por eso debieran estar al margen de nuestra conciencia moral. Al
revés: es precisamente por eso que la crueldad respecto de ellos nos parece por
lo bajo inaceptable y repulsiva.
Una de las más
duras películas del francés Robert Bresson -Au Hasard Balthazar, 1966-
descolocó tanto en su época, y sigue descolocándonos todavía hoy, es porque
puso un burro en el centro de la historia. A través de su mirada
impenetrable e impasible vamos conociendo distintas situaciones y personajes
que hablan al comienzo de felicidad -cuando el animal recibe el cariño de los
niños y es parte de sus juegos y travesuras- y luego de la bajeza del mundo. El
burro va a tener sucesivos dueños que lo explotan, lo golpean, lo someten a
trabajos imposibles, lo terminan llevando a un circo donde Balthazar pasa a ser
parte de espectáculos infames y observa a otros animales enjaulados. Su
historia corre en paralelo a la de la niñita que lo mimó en otro tiempo y que
cuando crece también termina siendo maltratada por su pareja. Lo más
perturbador es que el animal mira, sin duda siente, pero Bresson resiste la
tentación de humanizarlo. Más que testigo, el burro es espejo de un
mundo donde la bondad y la gracia no tienen cabida. Bresson decía que conocemos
el efecto de las cosas. No las causas, que siempre son más oscuras de
lo que pensamos. La vida -decía- siempre es más misteriosa.
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De LA TERCERA (Chile), 27/05/2016
Imagen: Afiche
del filme de Bresson
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