Sunday, May 1, 2016

Fuego, corte y confección manchada con sangre

Por Nicolás G. Recoaro

Un azulejo más bien pequeño ha sido pegado en el muro. Forma un lienzo blanco, de cerámica, tatuado por manos memoriosas. Está junto a la puerta de un  caserón en el barrio porteño de Caballito, hoy derruido. Es la calle Luis Viale al 1269. Ahí leemos: “En este taller textil trabajaban y vivían más de 65 personas, la mitad de ellos eran niños. El 30-3-2006, un incendio terminó con las vidas de: Juana Vilca (25), Wilfredo Mendoza (15), Elías Carabajal (10), Rodrigo Carabajal (4), Luis Quispe (4) y Harry Rodríguez (3). Los familiares y amigos seguimos pidiendo justicia. ¡No olvidamos!”

Después de diez años de demoras, el 18 de abril comenzó el proceso por las muertes en aquel incendio que alumbró con luz siniestra la explotación que sufren migrantes bolivianos en talleres clandestinos de Buenos Aires. “Pedir justicia durante diez años es algo que a nadie se lo deseamos. Habiendo tantas pruebas, la justicia ha sido muy lenta”, dialogan con Tiempo Argentino Luis Fernando Rodríguez y su esposa Sara Gómez, únicos querellantes en el proceso. En el incendio de 2006 la pareja, ahora radicada en La Paz, perdió a su hijo Harry.

Sara y Luis Fernando critican el curso del proceso judicial, radicado en el Tribunal Oral en lo Criminal Nº 5, integrado por Adrián Pérez Lance, Rafael Alejandro Oliden y Fátima Ruiz López. El local del taller era propiedad de Jaime Geiler y Daniel Fischberg. Estos empresarios textiles (responsables de las marcas LDV –Loderville-, JD y Wol) proveían de materia prima a los costureros para después comprarles toda la producción. Pero por el incendio mortal sólo están imputados los capataces Luis Sillerico Condori, ciudadano boliviano, y Juan Manuel Correa, argentino. “Es muy lamentable el accionar de la Justicia, en ningún momento se citó a los dueños. Fueron diez años de vivir con esta carga. Y no la dejamos, como han hecho otras familias que trabajaban en el taller, que han arreglado económicamente. Para nosotros, la vida de nuestro hijo no tiene precio”, dicen los padres de Harry.

Bolivia Construcciones
Junto a sus hijos Kevin y Harry, fue en junio de 2005 que Luis Fernando y Sara arribaron a la Ciudad de Buenos Aires. Dejaban atrás una Bolivia golpeada por la crisis económica y política del neoliberalismo, antes de la llegada al poder de Evo Morales. Por entonces finalizaba abruptamente la breve presidencia de Carlos Mesa. La familia Rodríguez era pobre, las gentes que vivían en La Paz eran pobres, toda Bolivia era pobre durante aquellos días que cerraban una diablada de más de dos décadas de la democracia pactada que había seguido al fin de la dictadura militar en 1982. La represión popular que siguió a la llamada ‘Guerra del Gas’ terminó de sellar la suerte familiar. Su futuro estaba en Buenos Aires.

No era la primera vez que Luis Fernando debía migrar para sobrevivir. “Unos vecinos de mi barrio, El Tejar, me habían traído a trabajar a Buenos Aires en el año ’94. Llegué con otros 17 paisanos y me quedé trabajando hasta el ’97.” Por esos años, el anzuelo de la convertibilidad, con el dólar 1 a 1 con el peso, atrapaba a millones de migrantes. La ilusión de hacerse de unos ahorros y de retornar o enviar al terruño un puñado de dólares bien ganados podía hacerse realidad. Pero ni la maquinaria ni la tuberculosis eran piadosas, y la grieta entre la ganancia del fabricante y el jornal del costurero se hacía cada vez mayor, con la complicidad de jueces y otras autoridades.

Luis Fernando, que ahora se gana la vida como conductor de minibús en la ciudad de El Alto, detiene su relato y respira como para tomar envión: “En el ’99 nos pusimos en pareja con Sara. En 2001 nació Kevin, y en 2002, Harry. Eran tiempos difíciles. No teníamos un trabajo establecido para alimentar a nuestros hijos. Tenía buenos recuerdos de mi primera estadía y decidí volver a Buenos Aires. Le dije a Sara: ‘allá vamos a tener buen trabajo, les vamos a poder dar un mejor vivir a nuestros hijos’.” Dejaron Bolivia  para hacer realidad el “sueño argentino”.

Llegaron a Buenos Aires un lunes helado, y consiguieron hospedaje en la Villa Cildañez. Luis Fernando recuerda que durante los primeros días, la suerte parecía no estar de su lado. “Estuvimos de aquí para allá, preguntado en varios talleres, pero no buscaban gente. Entonces el domingo, en el Parque Nicolás Avellaneda, donde se juntaba la colectividad boliviana, me encontré con un paisano, Luis Sillerico Condori, quien me ofreció trabajo, techo y comida en un taller de Caballito. Me dijo que estaba asociado a un grupo de talleristas argentinos”.

Todo pareció encaminarse bajo aquel techo del taller. Junto a otras tres familias de migrantes, Sara y su marido trabajaban harto. El local era amplio. Hasta tenía una terraza donde podían jugar Kevin y Harry, con el ruido monocorde de las máquinas textiles como banda de sonido.

Esclavos Made in Bolivia
Un sábado primaveral de noviembre de 2005, los capataces Sillerico Condori y Correa aparecieron por sorpresa en el taller. Cargaron las Overlock en un camión y les ordenaron a los costureros que alistaran sus pertenencias. Sara, que en la actualidad trabaja como docente de provincia en La Paz, todavía recuerda con pena las promesas de los patrones. “Nos dijeron que era un taller habilitado. Cada familia tendría su departamento.” Les prometían el paraíso. Así llegaron al infierno de Luis Viale.

Puertas y ventanas enrejadas, cuartos improvisados con telas y cartón, trabajo a destajo y desayunos, almuerzos y cenas paupérrimos, sobrecargados con arroz, fideos y menudencias de pollo. En el nuevo taller, los Rodríguez convivieron con otras sesenta personas. Entre todas las familias había más de 20 niños. Funcionaban más de 30 máquinas de coser, pero sólo estaba habilitado para alojar cinco. Había un solo baño y no tenían agua caliente. Las jornadas laborales eran de 18 horas, y la paga de 50 centavos por cada jean terminado. “Era todo el momento costurando, de 7 de la mañana a 10 de la noche. Y como la producción crecía, se fueron incrementando las horas”, cuenta Sara. Una carrera contra el reloj y contra el sueño, que apenas premiaban unos pocos centavos extra.

“Nos habían dicho al principio que nos cancelarían nuestro sueldo al comienzo de cada mes –resalta Luis Fernando–­. Pero no cumplían. En diciembre nos quisimos ir, pero como no nos pagaban, decidimos quedarnos un poco más de tiempo para ver si cumplían.” Sillerico Condori y Correa nunca cumplieron.

Memoria del fuego
Los peritajes realizados por los bomberos de la Policía Federal determinaron que el incendio en el taller textil se inició en el primer piso. Allí estaban las “habitaciones” donde solían descansar los hijos de los trabajadores. Los que estaban cerca de la escalera lograron bajar a la planta baja, pero muchos quedaron encerrados en una jaula, entre el fuego y la pared. Luis Fernando recuerda que subió al primer piso con un matafuego para rescatar a su hijo Harry y a los demás. Poco pudo hacer, porque el matafuego estaba descargado. Lo mismo sucedió cuando quiso probar con otro. Ninguno de los dos tenía el precinto de seguridad.

Esa noche, cuentan las crónicas, cientos de migrantes bolivianos que se ganaban el pan trabajando en los talleres salieron a la calle indignados. A expresar su bronca por el maltrato, la explotación y el abandono a los que eran condenados por el Estado argentino y por el Estado boliviano y sus representantes diplomáticos en el país.

“Después del incendio, hemos salido con lo puesto –dice Luis Fernando-.  Habíamos perdido todo. Lo material hemos perdido, pero también lo más querido, nuestro hijo”. Por esos días, Luis Fernando y su familia se hospedaron precariamente en la Asociación Deportiva del Altiplano (ADA). Tuvieron que esperar 52 días para que les dieran el cuerpo de Harry. Luis Fernando explica que después del incendio “Se visibilizó todo este sistema de explotación en el que trabajábamos. Luego se empezó a regularizar la situación con los documentos para los migrantes”. Cree que sin embargo muchas medidas fueron puro maquillaje y que las condiciones de trabajo y la paga no han mejorado. “Si estamos en esta lucha, después de diez años, es por los derechos de todos los extranjeros que trabajan en la Argentina –concluye Sara-. Y aunque tengamos que esperar más años para conseguir justicia, estaremos aquí peleando. De pie.”

Una versión reducida de esta nota fue publicada en el diario Tiempo Argentino.

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De PERIODISMO NARRATIVO EN LATINOAMÉRICA, 01/05/2016

Fotografía: taller clandestino en Buenos Aires

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