Las balas no se
escucharon, se confundieron con el estrépito del helicóptero que se hizo
visible tras un cerro. De repente, los campesinos comenzaron a esconderse entre
matorrales. A 15 metros, en medio de la confusión, Euclides Castillo vio cómo
un balazo le astilló una de las piernas a su primo. Sintió miedo, impotencia.
¿Vendrían a matarlos? ¿La policía antinarcóticos los confundía con
guerrilleros? Había que admitirlo: sembraban matas de coca en casi dos
hectáreas cuyos dueños habían abandonado para buscar suerte al casco urbano de
Tierralta. Entonces escuchó otro grito desesperado detrás suyo: “Nos están
matando”. Y más allá, vio cómo un grupo de militares comenzaba a cercarlos.
Los uniformados,
al notar que unos campesinos comenzaron a salir con las manos en alto y otros
auxiliaban a los heridos, bajaron sus fusiles. El pánico de los labriegos se
convirtió en rabia, en reclamos. Cuatro de los suyos estaban heridos en piernas
y brazos: no eran guerrilleros, sino padres de familia que intentaban
sobrevivir sin más chance que ganar unos pesos de la ilegalidad; la policía lo
sabía muy bien. Los uniformados, por su parte, aseguraron que no habían
disparado. Hubo gritos, insultos. Lo cierto es que desde hacía una semana atrás
los cultivadores de esta zona se oponían a que la policía erradicara de forma
manual la coca, como lo había estado ejecutando en las partes accesibles del
Nudo de Paramillo, evadiendo minas y tropas subversivas. Este hecho ocurrió el
pasado 9 de agosto.
—Lo que más nos
molesta es que casi siempre se equivocan al fumigar cultivos con aspersión. A
mí me han dañado cinco cultivos de maíz –afirma Euclides.
Finalmente, los
cuatro heridos fueron trasladados a hospitales de Tierralta y la capital
Montería, desde la vereda Mata de Guineo del corregimiento de Crucito, en el
mismo helicóptero que generó el pánico. Días después, el comandante de la
Policía en Córdoba, coronel Carlos Vargas Rodríguez, manifestó que de ser
cierto los disparos desde la aeronave, las balas que habrían herido a los
hombres fueran punto 50, tan grandes como para destrozar un brazo. La policía
barajó la posibilidad de que guerrilleros que vigilaban a los campesinos, al
advertir la fuerza pública, dispararon para generar caos y confusión y así
poder escapar.
Lo cierto, afirma
Euclides, es que esta escena se ha repetido por años en cada uno de los 19
corregimientos de Tierralta. Según líderes de desplazados de la zona, por
ejemplo, al menos el 80% de los campesinos de Crucito subsiste de los cultivos
ilícitos. Afirman que no hay más alternativa, desde que el embalse de la
hidroeléctrica Urrá inundó 8 mil hectáreas a finales de los años 90, quedaron
incomunicados, atrapados: el agua se tragó la carretera que en 45 minutos los
unía a Tierralta, donde comercializaban sus siembras de maíz, plátano, yuca,
ñame y verduras. Ahora deben tomar un bus, una lancha y finalmente otro bus
para llegar al municipio; ahora están a dos horas de camino.
Crucito, que
hasta principios de los años 90 fuera un poblado próspero y envidiado, poco a
poco se queda solo. Está en las estribaciones del Nudo de Paramillo, una cadena
montañosa conformada por tres serranías que une al sur de Córdoba con el
noroccidente de Antioquia, y cuyo dominio en gran parte lo ejerce el Bloque
Iván Ríos de las Farc y las bandas criminales (bacrim): los que compran la
coca.
Para los ilegales
lo importante es que el Nudo de Paramillo se convirtió en una de las despensas
de cultivos ilícitos más grande del país. La ventaja para ellos es que estas
serranías, desde los años 90, son también un corredor estratégico para que hoy
las Farc y las bacrim lleven la droga procesada hasta los puertos del Urabá
antioqueño, por las ardientes tierras del Bajo Cauca. Su destino: Centro
América y Estados Unidos, afirman fuentes militares.
La travesía de
la coca
Dos semanas antes
del enfrentamiento entre campesinos y erradicadores, Euclides, padre de siete
hijos, se levantó a las 4:00 de la madrugada y ensilló su burro Pepe.
Trabajaría en algo que le daba miedo: recoger hojas de coca en lo profundo del
Nudo para luego venderlas a la vera de un camino. Su mujer le empacó comida y
le echó la bendición. A Euclides siempre lo atacaba un mal presagio cuando se
aventuraba, a pesar de que había realizado casi 40 viajes en los últimos 4
años. Tenía dos cerdos, una vaca, 17 gallinas, dos burros y una pequeña huerta:
insuficiente para sostener una familia tan numerosa. Él vivía en la vereda
Colón Alto, en una parcela de hectárea y media, a un par kilómetros de donde,
dos semanas después, miraría caer a su primo de un balazo. En los últimos 20
años se han llevado a cabo en Crucito más de 10 masacres.
Una de las más
cruentas fue en 1999, cuando seis campesinos fueron asesinados en diferentes
veredas de Crucito por parte de las extintas Autodefensas Unidas de Colombia
(AUC), comandadas en esa región por Salvatore Mancuso, hoy purgando condena en
Estados Unidos. Eran acusados de colaborar con las Farc, en una época en que
las AUC buscaban ganarle terreno a la guerrilla en el Nudo, sin mucho éxito.
Euclides tenía 15 años cuando ocurrió. Fue la primera vez que vio un muerto con
disparos en la cabeza. “Desde entonces siento el corazón más duro”, confiesa.
Para recoger la
coca, Euclides tuvo tres horas de camino bajo un calor y una humedad que le
empapó pronto el cuerpo de sudor. Primero remontó leves cordilleras y luego se
internó por una selva espesa, ruidosa de insectos y de aves por donde el sol
entraba rebotando entre los ramajes. Saludó a un par de indígenas Emberá Katío
que cazaban. Recuerda, también, que sintió miedo de que algún escuadrón del
ejército, o guerrilleros o miembros de bacrim, lo confundiera con un enemigo y
lo mataran. Había un enemigo más, las minas antipersonas sembradas por el
Frente 58 de las Farc. Según cifras oficiales, entre el 2000 y el 2013, 498
personas fueron víctimas de ellas en el Nudo, es decir, como si por cada año 38
personas pisaran una.
—El Nudo es de
todos y de nadie-, dice Euclides con la mirada grave.
Era un riesgo al
que no logró acostumbrarse. Así que comenzó a cantar vallenatos de Diomedes Díaz,
no tan alto, pero si lo suficiente para ser escuchado. La idea: dar a entender
que él no representaba ningún peligro. Luego salió a un claro y comenzó a ver,
allí y allá, arbustos de coca que crecían espontáneamente, en apariencia
abandonados pero que tienen como fin que los campesinos tomen la coca y no
tengan otra opción que canjearla con la guerrilla: es una estrategia que la
subversión fraguó, ante la presencia esporádica del Ejército y el desconcierto
entre bandas al margen de la ley.
Antes de que el
Ejército conformara en el 2008 la Fuerza de Tarea Conjunta para recuperar el
Nudo y comenzar con las erradicaciones, aún se podían hallar extensos cultivos
de coca allí; cuatro, cinco, seis hectáreas sembradas una al lado de la otra,
custodiadas por minas y guerrilleros, y al cuidado de campesinos. A finales de
los noventa había coca al pie del embalse y alrededor del casco urbano de
Crucito. Hoy hay más, pero diseminada en pequeñas siembras a todo lo ancho y
largo del Nudo de Paramillo, incluso dentro de resguardos indígenas, víctimas
también de esta guerra. En términos generales, según datos del Sistema
Integrado de Cultivos Ilícitos (Simci) entre 2001 y 2012 los cultivos de coca
en el Nudo de Paramillo aumentaron en 295% al pasar de 805 hectáreas en el primer
año a 3182 hectáreas en el último.
Los campesinos,
que comenzaron a notar la coca desde mediados de los años 90, no tuvieron más
alternativa que sembrar, al verse cercados por el agua de Urrá, embalse
alimentado por el descomunal ríos Sinú, que a su vez nace gracias al río
Esmeralda y al río Verde, que surgen en las entrañas del Paramillo. Era raspar
coca o vivir en la indigencia.
—Comencé a raspar
coca y a echarla en un costal –continúa Euclides con su relato-. Lo cierto es
que uno ve maticas a media hora de camino en el mismo Crucito, pero es solo
hasta dos horas más andando que uno puede raspar con tranquilidad.
En aquella
ocasión, en hora y media, alcanzó a recoger cuatro arrobas de hoja de coca.
Después caminó media hora más por el filo de una ladera. Dejó beber a su burro
el agua de un arroyo, y luego salió hasta el camino de piedras y polvo anegado
que corre hasta la vereda Santa Isabel del Manso, cuya población vive
intimidada. Allí, en enero de 2013, ocurrió una supuesta masacre de seis personas
por parte de, según información militar, Los Urabeños (grupo que las
autoridades pasarían a llamar ‘Clan Úsuga’). Días después, miembros militares
afirmaron que no hubo masacre, en contra de lo que dijeron habitantes del
Manso.
Cierta la matanza
o no, en aquella ocasión, el presidente de la Junta de Acción Comunal (JAC) del
Manso, Clímaco Pitalúa, fue sacado a la fuerza de su casa ante las súplicas de
sus vecinos, llevado hasta el monte, golpeado en la espalda. Le fracturaron uno
de sus brazos con el fin de que suministrara información sobre unos hombres.
Así lo relató cuando llegó moribundo al casco urbano de Tierralta. Logró, en
medio de la selva, escaparse de sus captores; escuchó disparos. Siguió para él
una travesía entre la vorágine del Nudo. Tres días después, en Tierralta,
Clímaco se enteró que con él llegaron al tiempo 14 familias desplazadas del
Manso. Ellas confirmaron que desde hacía una semana hombres armados intimidaban
a la población tras un año de tensa paz.
El Paramillo
sin dueño
Euclides, a la
vera del camino accidentado, esperó, sin ver a nadie, una hora. “Me están
vigilando”, pensó. Luego dos hombres jóvenes en una moto se detuvieron frente a
él. No se cruzaron palabras. Recibieron el costal y le dieron a Euclides cinco
billetes de 20 mil pesos. Atardecía cuando regresó a casa. Sus hijos jugaban en
el patio.
—Aquí casi todos
salimos a recoger coca de forma individual –afirma Euclides-. Y los que no, la
siembra en grupos en las colinas más apartadas, y hasta levantan laboratorios
con químicos suministrados por personas.
Con la plata que
recibió Euclides pudo comprar, en parte, lo que no produce la tierra: panela,
aceite, café, pan, azúcar, sal, jabón, crema dental, ropa, sábanas, cuadernos
para sus hijos, tela, velas, fósforos, alambre, tejas de zinc, herramientas, clavos…
Ahorró también para cuando alguien de su familia necesite ir de urgencias a
Tierralta, ya que a Crucito llega solo un médico los martes. En este poblado,
como en todos los incomunicados por el embalse, nadie compra cultivos. Lo que
sí ocurre son trueques, en el casco de Crucito, que no tiene más de 80 casas,
dos iglesias cristianas y una católica, cinco tiendas, dos restaurantes, una
droguería, un bus, una cancha de microfútbol, y una escuela que solo da hasta
octavo grado y que le brinda estudio a 150 niños, afirma Over Tesillo Castro,
presidente de su JAC.
—Nosotros no le
importamos ni al alcalde ni al gobernador –comenta Tesillo-. Con decirles que
Crucito no tiene electricidad, y eso que estamos al pie de una de las hidroeléctricas
más grandes del país. Hay una planta de energía a gasolina, que trabaja por
ratos.
Tierra fértil
y gente pobre
Rosa Epifanía,
mujer de 54 años y viuda desde hace 18, es bien conocida en Crucito porque ha
servido de partera y porque sabe de medicina natural. Ella afirma que ningún
cultivo en esta parte de Tierralta es rentable porque el solo transporte del
producto hasta Tierralta representa un gasto enorme. Afirma que si, por
ejemplo, un campesino logra acumular una tonelada de maíz en cinco meses, esta
se la comprarán en 250 mil pesos, y parte del dinero se quedará en el
transporte: hay que tomar un bus, luego un bote hasta Puerto Frasquillo, un
caserío militarizado, y luego otro bus hasta el mercado: dos horas de camino.
Luego tomar el mismo transporte de regreso antes de las 3:30 de la tarde,
cuando sale la última lancha hacia Crucito. La medida la tomó Ejército, que
decomisa a los campesinos y a los Emberá Katío, en el puerto, cualquier tipo de
insumo para cultivos. En transporte, si el labriego lleva consigo un bulto de
maíz, le genera en promedio un gasto de 42 mil pesos.
—Además, ¿Quién
trabaja medio año por tan poca plata? Lo mismo pasa con la yuca, el ñame y el
plátano, se abarataron demasiado –afirma Rosa.
Y es que, según
se cuenta, en el negocio de la coca todos ganaban y ganan. Antes del 2005, año
en que comenzaba a terminar la desmovilización de las AUC, una hectárea coca
podía, cada dos meses y medio, llegar a dar 300 arrobas de hoja de coca,
capacitadas para dar 16 libras de mercancía (unos 8 kilos). Los campesinos
recibían por ello, en promedio, 17 millones 600 mil pesos. “Te gastabas tu 4
millones de pesos en el proceso y el resto quedaba para ti”, reveló una fuente
desplazada de Crucito desde hace cinco años. Y añade que “a principios del
2000, la coca la venían incluso a recoger en helicóptero. Hoy en día por 16
libras ya no pagan ni la mitad de lo de antes”.
Según Álvaro
Álvarez, coordinador de la Mesa de Víctimas de Tierralta, hoy vivir en Crucito
es casi imposible: hay tierra fértil pero no hay cómo sacar los productos, así
que pocos siembran, y está la subversión que continuamente se enfrenta con el
Ejército. Según las cuentas de Álvarez, quien ha sobrevivido a tres atentados,
desde el año 2000 se han desplazado más de 510 familias desde Crucito y que no
han vuelto a sus parcelas.
Y la situación
sigue siendo grave. Según el Registro Único de Víctimas (RUV), Tierralta tuvo
entre el 2012 y el 2013 un total de 2 mil 298 personas desplazadas provenientes
de los corregimientos que se encuentran en el Nudo de Paramillo.
El párroco de la
iglesia San José de Tierralta, Jorge Miranda Pérez, ha sido desde hace más de
cinco años uno de los testigos más próximos de la problemática social que
enfrentan las poblaciones aisladas por el dique, “en medio de un conflicto en
que ningún enemigo es totalmente reconocible”, afirma. Y añade: “He visto a los
campesinos más pobres rodeados de las tierras más fértiles de Colombia”. Cada
par de días, Jorge viaja a diferentes veredas dentro del Nudo, escucha a la
gente, ofrece misas. Ha enterrado a más de 200 asesinados.
—En esta
problemática hay que echarle la culpa a todos por igual: al Gobierno por el
abandono de años, a las bacrim, a las Farc y al narcotráfico, por las matanzas
y por sembrar el terror en los rostros de la gente –afirma, y añade-: Vea como
son las cosas, estamos rodeados de coca y no conozco a nadie adicto a ella en
Tierralta.
La población
Emberá Katío, conformada hoy por 33 resguardos en todo el Nudo de Paramillo
(también llamado Alto Sinú), ha hecho parte también de esta disputa por el
poder. Ellos llevan habitando estas tierras hace más de un siglo. Todos se
opusieron a la construcción del embalse e incluso, a finales de 1994, llevaron
a cabo un acto simbólico extraordinario para despedirse de los 365 kilómetros
del río Sinú, de su belleza y riqueza llena de peces: navegaron por seis días
en 72 embarcaciones adornadas con flores y vivos follajes. No dejaron de
cantar, en un ritual en el que los caciques invocaron los dioses de la
fertilidad y la abundancia, y recordaron las historias de sus orígenes.
La travesía
comenzó en los nacimientos de los ríos Verde y Esmeralda, en el Alto Sinú
(donde el embalse de Urrá años después estancó sus aguas), y finalizó en Boca
de Tinajones, donde las espesas aguas de cobre del río Sinú se funden con las
azules del mar Caribe, en el municipio de San Bernardo del Viento. Los Emberá
Katío sabían que no volverían a navegar por sus aguas pues el dique cortaría el
recorrido. El 31 de diciembre de 1994, las autoridades prohibieron la
navegación.
Desde entonces
los líderes de esta comunidad fueron exterminados paulatinamente. A finales de
los 90 las AUC intentaron conquistar el Nudo combatiendo con las Farc. Pedro
Domicó Domicó, líder indígena en el Alto Sinú, recuerda esa época cuando él era
apenas un muchacho. “Con la llegada de Urrá nos quedamos sin peces, que
pescábamos en los diferentes ríos, hoy el embalse se los llevó todos”, afirma,
y añade: “Lo peor es que todos nuestros resguardos están rodeados de minas”.
En ocho meses,
entre los años 2000 y 2001, fueron asesinados a bala y por las Farc, casi
siempre delante de sus familias, los líderes indígenas Lucindo Domicó, Alonso
Jarupia, Rafael Domicó, Alejandro Domicó, Santiago Domicó, José Manuel Domicó,
Maximiliano Domicó, Jackelino Jarupia Bailarín y Maisito Domicó, entre otros,
según registraron los medios.
Las promesas
En una visita del
gobernador de Córdoba, Alejandro Lyons Muskus, a Crucito en octubre de 2013,
junto con una comitiva humanitaria, afirmó que, en efecto, la empresa Urrá está
obligada por ley a construir una nueva carretera para unir a esta población con
Tierralta, y así beneficiar a más de 700 familias campesinas que viven en
diferentes veredas en el Nudo de Paramillo. En aquella ocasión, Lyons entregó
obras en Crucito por 600 millones de pesos, entre ellas mejoras al centro de
salud y a la escuela.
En efecto, en
agosto de este años, en Instituto Geográfico Agustín Codazzi (Igac), por
solicitud de las directivas de la hidroeléctrica Urrá, comenzó a realizar los
avalúos de 76 predios con miras a habilitar una vía para Crucito, que
comprenden una extensión de 81 hectáreas. Este proceso podría demorar hasta
finales de este año.
La realidad de
Crucito es la de cientos de poblados del sur de Córdoba y el Bajo Cauca
antioqueño. Euclides Castillo, por su parte, se ha trasladado a Montería a
hacer otra vida y, en efecto, las dos hectáreas de coca que sembraban aquella
tarde del helicóptero, quedaron abandonadas un par de semanas hasta que los
campesinos volvieron. Esta guerra parece de nunca acabar.
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De PERIODISMO
NARRATIVO EN LATINOAMÉRICA, 26/02/2016
Fotografía: Poblado Emberá
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