¿Por qué si
escribir es tan difícil, como decía Thomas Mann, hay tantos aspirantes a la
escritura? No hay una respuesta única para esta pregunta, pero una de ellas,
quizá la más elemental, es que se empieza escribiendo porque se ha leído, poco
o mucho, bien, regular y hasta mal. Se trata de una reacción inédita en otras
artes, que no pueden ejercitarse sin el conocimiento y el dominio de unas
destrezas básicas. Esa ignorancia obliga a conformarse con admirar la obra y
disfrutar de su belleza.
Karl Kraus decía
que cualquier lector se atreve a emitir un juicio sobre el arte de la palabra
por el mero hecho de que el escritor da forma al lenguaje, un material
accesible a todo el mundo. “Los analfabetos del sonido y del color son
modestos. Pero a la gente que sabe leer no se la considera analfabeta”. En otro
pasaje, a la pregunta de por qué es “tan descarado el público respecto de la
literatura”, responde:
“Porque domina
el lenguaje. Las gentes se atreverían igualmente con otras artes si hubiese
avenencia para solfear, para embadurnarse de colores o para escayolarse”.
Al igual que una pieza artística o una interpretación musical, un
libro, y hasta un breve texto impreso, es el resultado de un proceso arduo que
comienza en la mesa del escritor y termina en la del corrector y editor de
estilo. Sin embargo, un lector puede sentirse seducido por la lectura de un
libro hasta el punto de sucumbir a la tentación de escribir otro de temática
parecida, como si, poco conforme con el placer que le ha deparado la lectura,
quisiera hacerlo extensivo a la escritura.
Es lo que le sucedió al Canónigo de Toledo que aparece en el Quijote,
a quien la lectura de los libros de caballerías le incitó a escribir él también
uno, aunque, según le confesó a Don Quijote, no pasara de las cien páginas,
quizá porque nunca creyó de veras en su propósito, o porque se percatase de que
no tenía sentido escribir una más de las mediocres novelas de caballerías que
circulaban por España en aquella época. Finalmente, se resignó a su condición
de lector atento, sin más pretensiones.
El Canónigo se cercioró a tiempo de la inutilidad del empeño. ¿Qué
sentido tenía imitar los argumentos y el estilo de una literatura extenuada,
que había cumplido su papel en tiempos pasados, pero que ya no aportaba nada
nuevo a los lectores ni a la invención literaria? Su actitud dimisionaria y
realista encaja con el propósito expuesto por el narrador de servirse de la locura
de Don Quijote para asestar un golpe definitivo a la mediocridad en la que
estaba encallada la literatura caballeresca.
La decadencia del género corría paralela al incremento de su
producción, siendo cada vez más difícil separar el trigo de la paja. Sus
autores escribían los libros en cadena y encadenados a los clichés, sin reparar
en que hurgaban en un cadáver.
El primer espejismo del Quijote irrumpe ya en esta
realidad, puesto que la novela de Cervantes, al parodiar los libros de
caballerías, se convertirá no sólo en su sepulturera sino que de las cenizas de
éstos brotará una nueva forma de novelar que, al devolver verosimilitud a la
ficción, revivirá también la credulidad de los lectores, casi herida de muerte
por las historias acartonadas y repetitivas que leían en las los libros de
caballerías que se publicaban en tiempos de Don Quijote.
Cervantes confrontó la deserción del Canónigo con la locura de Alonso
Quijano. Empujado por el vendaval de la admiración que profesaba a los libros
de caballerías, el hidalgo quiso sentirlos en propia carne,
imitando a los caballeros andantes que se describían en éstos. No es que le
faltasen dotes para sentarse a la mesa y, como hizo el Canónigo, intentar
escribir un libro. Al contrario que el clérigo, jamás abrigó aspiraciones
literarias, aunque fuese también un entendido en la materia.
Para el viejo hidalgo la lectura significó un acicate en la vida
retirada y monótona que llevaba en la aldea manchega, en compañía de su sobrina
y el ama. Las historias caballerescas le ofrecían la oportunidad de recrearse
en un mundo alternativo al real, en el que se sentía igual que en casa. Hasta
que una mañana de julio la obsesión lectora le impulsó a franquear la ficción
literaria, transformándose él mismo en caballero en una época en que la
caballería andante sólo sobrevivía en los libros.
Sin embargo, la imitación del modo de vivir de los caballeros andantes
no sólo sumergió a Alonso Quijano en la locura sino que habría de conducirlo a
un fracaso estrepitoso. Significativamente, Don Quijote fue derrotado en la
playa de Barcelona nada menos que por un imitador suyo, el hábil Sansón
Carrasco disfrazado de Caballero de la Blanca Luna. De esta manera el bachiller
satisfacía su deseo de forzar el regreso del hidalgo a casa, donde morirá poco
tiempo después, tras abjurar de los libros de caballerías y reconciliarse con
la razón y las Sagradas Escrituras.
Si la realidad rechaza la imitación cuando ésta se estanca en el simple
calco, el arte la invalida por el mismo motivo y por la facilidad para ser
emulada por los muchos que carecen de ingenio. Como señala Cervantes en el
Prólogo del Quijote, la imitación es la forma más segura de lograr
la perfección literaria siempre que se haga con “intención” y de una forma
“llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas”. De lo contrario
incurrirá en la vulgar reproducción, denostada por el Cura Pedro Pérez –amigo de
Cervantes- en el escrutinio que acometió en la biblioteca de Alonso Quijano.
No obstante, la imitación de los caballeros andantes emprendida por el
buen hidalgo no puede compararse con la imitación literal practicada
por tantos autores de libros de caballerías. Mientras ésta sólo afecta a la creación
artística, con las consiguientes repercusiones negativas en el devenir de la
literatura y los propios lectores, la imitación vital en la que se embarcó
Alonso Quijano, al involucrar al mundo real, contribuyó a alterarlo de alguna
manera. Prueba de ello son las reacciones disparatadas que suscita la locura de
Don Quijote allí donde hace acto de presencia en compañía de su ingenioso
escudero.
Hasta los pacíficos lectores de libros de caballerías que desfilan por
la novela terminan participando de su chifladura, en unos casos, como sus
paisanos y amigos el cura, Sansón Carrasco y el barbero Nicolás, guiados por el
piadoso propósito de liberarlo de su demencia, y en otros, como los Duques, por
el prurito de divertirse a costa del caballero y su escudero.
En principio el escritor no es más que un lector que interrumpe la
lectura para escribir, como seguramente hacía el Canónigo después de leer algún
libro de caballerías. Habrá pasado más tiempo de su vida leyendo que
escribiendo; sólo en esto se diferencia del lector común, que se limita a leer,
sin otras expectativas que el disfrute de la lectura. Aparentemente escribe
aquello que le hubiera gustado también leer y que no ha encontrado en los
libros que ha leído. Desde este punto de vista es un lector insatisfecho, que
se cree suficientemente capacitado para escribir algo nuevo o al menos
diferente.
“Nunca pude
leer un libro entregándome a él -anotó Pessoa por boca de Bernardo Soares en
"Libro del desasosiego"- Siempre, a cada paso, el comentario de
la inteligencia o de la imaginación me entorpecía la secuencia de la propia
narración. Al cabo de unos minutos el que escribía era yo, y lo que estaba
escrito no estaba en parte alguna”.
Eso no significa que tenga más imaginación que el lector común, el que
no escribe. Sólo tiene más ambición, incluso puede que sea un pretencioso, y
hasta un envidioso que, carente de inventiva, aspira a medirse con los libros
que ha leído para superarlos en originalidad, ignorando que se halla preso en
las redes de la imitación plana. Sin embargo, estos escritores son los
candidatos más seguros a escribir libros nuevos que enriquecerán el acervo
literario.
El Canónigo fracasó en su propósito por falta de inventiva, pero
Cervantes, también lector entusiasta en su juventud de libros de caballerías,
salió airoso del suyo justamente por lo contrario: una imaginación exuberante,
a prueba incluso de imitadores mediocres como el autor del Quijote apócrifo.
Una lectura gratificante puede convertirse en una especie de ilusión
óptica para quien aspira a escribir. Quizá la claridad del texto leído le haga
creer que su autor piensa de forma sencilla, de donde deducirá que, gracias a
ello, escribe no sólo claramente sino con suma facilidad, dado que su trabajo
se limita a verter al lenguaje escrito las cosas que se le ocurren. Así escribe
cualquiera, pensará. Por ejemplo él. ¿Es que sus ideas no son también
comparables a ésas que lee por ahí, sólo que más complejas y mejor trabadas?
Sólo tiene que ponerse manos a la obra y todo lo demás vendrá rodado.
A un lector de este tipo un texto oscuro y de difícil lectura le
parecerá obra de una mente compleja, de alguien que ha tenido que bregar mucho
con el lenguaje para redactar unas frases tan enrevesadas. Todo lo contrario de
quien escribe con sencillez y claridad, dos virtudes que, a su juicio, están al
alcance de cualquiera y que caracterizan a los autores simples, desprovistos de
originalidad y acostumbrados a frecuentar los lugares comunes.
Un día este lector hipotético se pone a escribir y, como le ha salido
un texto corto, le parece redondo. Lee y relee lo escrito y no encuentra nada
reprochable en sus frases. Qué bien lo entiende. No sólo no ha tardado nada en
redactarlo sino que no ha necesitado corregirlo. ¿Quién dijo que escribir era
difícil? Lo será para los insensibles a la inspiración. Estos argumentos eluden
dos de los principales obstáculos que dificultan la escritura: el lenguaje y
los lectores.
Al caminar por un sendero despejado lo hacemos de forma mecánica y
regular, paso a paso, sin reparar en ese ejercicio. Pues bien, no es este el
caso del escritor, quien tiene que andarse con mucho cuidado ante cada palabra
que escribe. El lenguaje está plagado de obstáculos apenas perceptibles y de
trampas. La trampa más peligrosa de todas es el exceso de confianza en sí
mismo, creer que porque se le ha ocurrido algo, lo trasladará al papel en un
santiamén, y la autocomplacencia ante el texto escrito, probablemente salpicado
de errores de estilo, frases alambicadas, reiteraciones inútiles, adjetivos
superfluos, verbos inapropiados y capas de retórica untuosa que, además de
ocupar espacio, entorpecen la lectura y agotan la atención del lector. “El
haber tocado los pies de Cristo no es disculpa para las faltas de puntuación”,
escribió Fernando Pessoa contra el arrobo que infla a los genios de lo sublime
pero ignorantes de la muy terrenal gramática.
Leibniz sabía de qué hablaba cuando dijo que “la claridad es la
cortesía del filósofo”, una profesión en la que predomina la tendencia opuesta.
En su autobiografía redactada en tercera persona comenta que leyendo a los
escritores más modernos hallaba insoportable su "estilo enfático e
hinchado, característico de quienes no tienen nada que decir", y que
entonces predominaba en las escuelas. También le resultaban insoportables
"los centones heteróclitos de los simples repetidores de ideas ajenas”.
Al escribir rara vez logramos expresarnos a la primera y con palabras
certeras. Por deslumbrantes que se nos antojen las ideas o las imágenes que
tenemos en la cabeza, hemos de plasmarlas en un lenguaje universal, con sus
reglas, convenciones y múltiples matices. Las palabras son la única forma que
tienen de escapar de la caverna mental en la que permanecen encerradas.
Creemos escribir lo que hemos pensado, pero en realidad lo escrito
brota antes del lenguaje que de nuestro pensamiento. Éste nos impulsó a
escribir, nada más. Las trompetas del pensamiento no son como las de Jericó,
que en cuanto sonaron, derribaron sus murallas. Al contrario, un pensamiento,
una idea, una sensación, una imagen, por excelsas que se nos antojen, en cuanto
tienen que transformarse en palabras, se encuentran con el muro del lenguaje. Y de la decisión.
Un pequeño ejemplo de la forma de trabajar del escritor curtido en la
tarea en un día cualquiera se resume en la breve confidencia de Oscar Wilde:
“Me pasé toda
la mañana corrigiendo las pruebas de uno de mis poemas, y quité una coma. Por
la tarde, volví a ponerla”.
Sí, las comas, el cada vez más olvidado punto y coma, los adjetivos,
los verbos, los adverbios y un sinfín de formas y figuras gramaticales que
hacen de la escritura un trabajo no apto para impacientes. La coma que quitamos
por la mañana en una frase, puede que volvamos a ponerla por la tarde para
quitarla de nuevo a la mañana siguiente. Hasta que en un momento determinado
decidimos dejarla donde la pusimos la última vez, abrumados aún por la
duda. La escritura no es más que un constante ejercicio de elección, en el
que el descarte, o sea, el enfriamiento del entusiasmo inspirador, importa más
que lo contrario.
El lenguaje siempre le viene grande a un escritor. Demasiado imperio
para semejante reyezuelo. Cree que lucha contra las palabras, cuando son éstas
las que luchan contra él. Por ello hay tantos autores derrotados, aunque se
consideren vencedores. Sus obras se reducen a meras palabras, como intuyó el
príncipe Hamlet desde la cima de su clarividencia.
Escribir es una conversación con uno mismo que, al igual que las que
sostenemos con los demás, persigue el entendimiento. Lo contrario sería
absurdo. Pero tenemos que resolver la segunda parte: que los demás nos
entiendan. El analfabeto Sancho Panza decía entenderse a sí mismo cuando no
encontraba las palabras apropiadas con las que expresar lo que quería decir. Y
si hubiese intentado explicarse, probablemente habría fracasado. De sus
palabras se infiere que esa idea que sólo él entendía no era necesario que la
entendiesen los demás, así que tampoco necesitaba esforzarse para hacerla
inteligible. La potencial facultad comunicativa de la idea en cuestión era de
dirección única.
Ahora bien, ¿hasta qué punto ese yo que dice entenderse se entiende de
verdad? Se entendería si hablase consigo mismo como con otro, en un lenguaje
correctamente articulado e inteligible. Cuando hablamos con una persona y
ésta dice no entendernos, no es solamente un acto de cortesía responderle que
uno se ha explicado mal e intentar explicarse con más claridad. Si nos entiende
después de la segunda explicación es que quizá en la primera no nos explicamos
claramente. Nos entendimos para nuestros adentros pero sin el discurso
apropiado. Entendimos la idea general que tratábamos de explicar, no en sus
detalles. Y los detalles constituyen la piedra de toque de una explicación
inteligible.
No basta con creer que nos entendemos cuando hablamos con nosotros
mismos. Nos entenderemos, sin necesidad de creer en ello, si hablamos tal como
lo haríamos con alguien que nos estuviese escuchando, no sólo para comprobar
que nos entiende, por supuesto, sino para entendernos a nosotros mismos sin
necesidad de creer que nos hemos entendido.
En el tránsito de la mente al papel el pensamiento adquiere forma y
consistencia. El lenguaje, al obligarnos a ser precisos, lo vertebra e ilumina,
liberándolo de la indefinición, a menudo proclive a la falsedad, cuando no a la
paparrucha. Samuel Taylor Coleridge observó que la precisión en el estilo
literario está estrechamente emparentada con la veracidad y los hábitos de la
mente. “Quien piense con vaguedad escribirá con vaguedad”.
Antes de la era digital un texto que se diese a la imprenta tenía que
pasar por determinados filtros externos. Pero con la expansión de Internet,
donde cualquiera puede publicar por su cuenta y riesgo, la escritura
insignificante ha encontrado el canal apropiado. Esta facilidad dispara la
fiebre de una multitud de escribientes ansiosos por comunicar y
decir nimiedades.
El deseo de comunicar oculta una impotencia flagrante para narrar algo
sustancioso con mediana claridad. En la sociedad líquida, donde todo se concibe
para el consumo instantáneo y el olvido inmediato, también la letra impresa
está contaminada por la obsolescencia. De ahí su inanidad y redundancia, su
falta de color y variedad.
Como todos aspiran a lo mismo, el gremio se asemeja a las aulas de
guardería infantil en las que los niños gritan a la vez “¡Yo!” cuando la
maestra les lanza una pregunta. Pero mientras los autores escriben en un estilo
estereotipado y casi siempre sobre los mismos asuntos de moda para desahogarse,
el lector -único sujeto singular en este duelo- se aburre de leer tanto
bullicio impreso, que confunde la lengua escrita con la coloquial y se aleja
del estilo familiar para extraviarse en la charla de bar, abundante en
banalidades y expresiones trilladas. Hace bien este sufrido lector en mostrarse
exigente con quienes se arrogan el privilegio de expresarse con tanta soltura.
Ya que nadie les obliga a escribir, lo menos que debe reclamarles es que lo
hagan de forma legible, que no traicionen a la gramática y, si no es mucho
pedir, que se esmeren por expresarse en lengua propia.
Al principio de la entrada señalé que se empieza escribiendo porque se
ha leído, y tendría que añadir que la mayoría de los aspirantes al oficio no
pasan de ese comienzo inspirado por sus primeras lecturas, perpetuándose en la
categoría de principiantes, aun cuando en los años siguientes escriban
esporádicamente. Son los escritores de fin de semana que, entre compromisos y
obligaciones, van reduciendo el tiempo que dedican a la tarea. Hasta que un día
la abandonan del todo y se acabó.
Stefan Zweig relata en sus memorias El mundo de ayer que
en la Viena de principios del siglo XIX muchos bachilleres de su generación se
iniciaron en la creación literaria atraídos por el aura de prestigio que
envolvía a la literatura y por las expectativas que despertaban las nuevas
formas de expresión. Había curiosidad, ansia de novedades y deseo de probar en
el doble sentido de la palabra: como cata de algo novedoso y como
experimentación, siendo los cafés los lugares elegidos para escribir y charlar
sobre el devenir de la literatura.
En una edad necesitada de modelos, el éxito del jovencísimo poeta Hugo
von Hofmannsthal representaba un estímulo para ellos. Cuando se prueba algo
desconocido y seductor puede ocurrir que, una vez satisfecha la curiosidad,
todo termine ahí. Por lo que respecta a la experimentación, sucede algo
similar: se experimenta para satisfacer cierta expectativa. Pero el experimento
en sí, cualquiera que sea la materia que explore, tendría que ser una transición
hacia un resultado práctico, hacia un objetivo con vocación de estabilidad.
Los tanteos literarios en los que se aventuraron aquellos estudiantes
de la generación de Zweig jamás traspasaron la frontera del experimento. Adiós
literatura, bienvenida ingeniería (o bufete). Adiós café, bienvenido
laboratorio. Fue precisamente en el ámbito de la tecnología y de la ciencia
donde algunos cosecharon éxitos concretos, probando técnicas y experimentado
con materiales muy distintos de los versos y de la prosa. Zweig confiesa que
sólo en él perduró la pasión creadora hasta convertirse en el núcleo central de
su existencia.
Son muchos los llamados y pocos los elegidos. El apetito se despierta
comiendo, pero las ganas de escribir puede que desaparezcan escribiendo. Será
por eso que algunos las conservan escribiendo poco, de vez en cuando, de tarde
en tarde. El día en que se pongan a escribir de verdad, con todas las de la
ley, es probable que deserten para siempre. Quizá esto explica el que haya
tanta gente que escribe y hasta que publica. Escribiendo poco, arriesgan poco y
escapan de las esclavitudes del oficio.
Tampoco aquellos que escriben a raudales arriesgan más. Con frecuencia
la mejor manera de no decir nada es ocultando la vacuidad entre una turbamulta
de frases ilegibles. Desde luego la dificultad que entraña escribir no se
supera escribiendo mucho. Es justamente entonces cuando se tropieza con ella,
siempre que no se caiga en la burda autocomplacencia. Aquí no hay truco que
valga, y, como todos los oficios, también éste se conoce -no digo aprender y
menos aún dominar- practicándolo y dando muchos tropezones. La seguridad que
pueda ofrecer la experiencia es muy limitada.
Hace casi medio siglo, en 1967, el filósofo José Ferrater Mora entonaba
un mea culpa en un breve ensayo en el que se preguntaba “por
qué escribimos todos tanto”.
“Nadie nos
pide nada y seguimos tecleando. Siempre habrá algún lugar en el que embutir
nuestras páginas. Al final ya ni pensamos que los demás nos lean; nos basta con
leernos a nosotros mismos. Nuestra actividad de escritores se ha convertido en
una manía, en vicio. Hemos perdido la brida y, con ella, la
responsabilidad”.
Añadía Ferrater Mora que un escritor no se hace sentándose en una mesa
“para llenar unas cuartillas por ventura definitivas sino emborronando
cuartillas sin cesar para destilar, al final, unas pocas”. En su opinión, se
trata de considerar el oficio de escritores “como un oficio que nos impone ser
responsables tanto en lo que decimos como en la manera de decirlo”. Terminaba el
ensayo afirmando, a modo de exhortación, que su propósito era “manifestar que
entre los misterios de este mundo hay uno menor, humilde, pero infrecuente:
escribir bien”.
En una época en la que proliferan los aficionados a publicar cualquier
ocurrencia, no está de más dedicar un recuerdo al lector común que considera la
lectura un fin en sí misma; que no lee para escribir ni corregir, sino por
curiosidad intelectual; para conocer otras vidas, otros mundos, otros paisajes;
para sentir unos versos sin saber muy bien qué siente.
Pessoa confesaba que prefería leer que escribir. Lo que leía puede que
le causara pesar, pero al menos no le perturbaba el haberlo escrito. Y a Borges
no le importaba reconocerse lector agradecido por encima de todo:
“Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo me
jacto de aquellos que me fue dado leer”.
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De EN LENGUA PROPIA (blog del autor), 03/05/2016
Imágenes:
1 Karl Kraus
2 Cubierta del
libro de caballerías “Amadís de Gaula”
3 Grabado de
Gustave Doré para el “Quijote”
4 “Don Quijote
leyendo”, de Honoré Daumier
5 Retrato de
Fernando Pessoa, de Almada Negreiros (1954)
6 Cubierta de la
segunda parte de el “Quijote”, de Alonso Fernández de Avellaneda
7 Gottfried Wilhelm
von Leibniz
8 Oscar Wilde
fotografiado en 1882
9 Lawrence
Olivier en el papel de Hamlet, en la escena en que, a la pregunta de Polonio “¿Qué
leéis, mi señor?”, le responde: “palabras, palabras, palabras”.
1 Samuel Taylor Coleridge
en 1795
1 Stefan Zweig
1 Hugo von
Hofmannsthal a los 19 años
1 José Ferrater
Mora
Todas las preguntas y respuestas son válidas en este arte al que no se le avizora un límite.
ReplyDeleteBuen ensayo, querido amigo.