CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES
“Y yo que tengo
tanta hambre”, dijiste ante el perfecto ejercicio acrobático que teníamos
frente a nuestros ojos. Trocitos de carne de corte milimétrico, churrascos o
lomitos, según la preferencia de cada quien. Siempre rugosos e inestables.
Subiendo y bajando con una espátula. Mutando de la crudeza a la fritura en
escandaloso chirrido. Salpicadas de vez en cuando con sal, pimienta, comino,
ajo molido. Brincando entre la plancha y el techo del vehículo, una especie de
visera bajo el gran ventanal usado de mostrador. También vitrina, apoya codos y
frentes cansadas. Mesón, mampara, pasadizo de la exquisitez y gula.
No estábamos
solos. Trasnochados, madrugados, perdidos, insomnes, vagos, amantes, reclusos
con sólo horas de libertad, reventados, cañeros, resucitados, caza ovnis. Muy
seguro de su peculio, hacían peticiones específicas a la oferta del delicioso
infiernillo. El mismo maestro sanguchero, de delantal blanco dudoso, grasiento,
casi plomizo, levantaba la cabeza, saludaba, preguntaba, corroboraba, corregía,
volvía a lo suyo. Satisfacía con precisión milimétrica, sin perder ni un solo
gramo de insumos (eso lo dejaba para el cliente, cuando ya su responsabilidad
fuese otra) y gritaba el precio a una muchacha legañosa, de bufanda, gorra con
orejeras, chaleco de mangas más largas que sus brazos, que oficiaba de cajera
en un rincón del carro. Concluido el ciclo, el maestro se daba tiempo para
revisar, sobre la plancha cocinera, las tapas de pan -una hallulla contundente,
pecosa y campesina, alternativa a la marraqueta obesa de la ciudad y a los
moldes raquíticos de las fuentes de soda de la competencia, a esas horas
cerradas-, vueltas hacia abajo, dejándose empapar, más promiscuas que quien les
habla, por el aceite de la plancha, la misma grasita de la carne. A un costado,
sobresalía un fondo rebosante de palta verdosa, molida, crema pura, rescatada
con un cucharón de perímetro abarcador. A su lado, potes de mayonesa casera,
mutando de amarilla a blanquecina, aún oyéndose el cacareo dolorido de la
gallina, garantía de acidez culposa para cuando amaneciera que ni con toda la
sal de fruta de la botica podría aplacar. Tomate multiplicado en rodajas
coloreadas para bodegón del Valle Central, una o dos de acuerdo a la condición
de regalón o primerizo para el artista culinario. Chucrut acidito y extranjero
para paladares un poco más juguetones. Lonjas de queso listas para fundirse en
quien así lo pida, o era una cosa u otra, y las decisiones se tomaban al
segundo.
Escarbamos en
nuestros bolsillos -de mi bluyín y de tu jardinera- para hacer la suma
necesaria. Compartir o saltarnos la bebida. Un único sánguche para dos y
cortado a la mitad, tal vez. Minutos de duda y desespero. Hasta que el maestro,
apiadado y con prisa, acabó por aceptar nuestra oferta. A falta de diez miserables
pesos y con una pequeña rebajita, recibimos dos churrascos "con todo"
que apenas podíamos sostener entre nuestras manos, bajo una servilleta
transparente de tanto absorber emanaciones de aceite. Más dos cafecitos con
leche relajantes de tanta azúcar para ayudar el descenso desde la boca, la
garganta e inclusive más abajo, calentar los huesos y a nuestra piel pecadora
de hace un rato. Imposible retener tanto tesoro con nuestro regazo. Pedimos
unos segundos al maestro sanguchero antes de quitar los vasitos de plumavit del
mesón, mientras movía la espátula con impaciencia, con la atención puesta en
quienes nos sucedían en la improvisada fila frente a la casa rodante. Mientras
tanto, nos acomodamos en la cuneta, sin nada de vuelto dado por la muchacha desganada,
planeando lo que haríamos para cuando los manjares fuesen pura presencia
estomacal, un eco interior, un vaho de glorias pasadas apenas respirado hacia
dentro.
(Fotografía del
blog de Valdenegro)
Brillante, muy bien descrita la situación
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