Luis
Fernando Granados
En el
espejo haitiano. Los indios del Bajío y el colapso del orden colonial de
América Latina
Ciudad de
México, Era, 2016, 300 pp.
Hace un par de
años la profesora de la Universidad de Nueva York Ada Ferrer publicó el libro Freedom’s
mirror, en el que estudiaba el impacto de la Revolución haitiana en el
Caribe hispano. Recordaba Ferrer que buena parte de la ideología liberal
cubana, dominicana y puertorriqueña del siglo XIX se había construido en torno
a la idea de que cualquier solución al problema del orden colonial y esclavista
en aquellas sugar islands debía evitar el peligro de que se
repitiera la revuelta de los jacobinos negros de Saint-Domingue que, entre 1791
y 1804, liberó a los esclavos, repartió la propiedad, derrotó a los españoles,
los ingleses y los franceses y proclamó la independencia del imperio de
Jean-Jacques Dessalines y, luego, de la república de Alexandre Pétion en el sur
y del reino de Henri Christophe en el norte de la isla.
Ferrer concluía
que, a pesar de que la Revolución haitiana fue el principal referente de
algunas conspiraciones de esclavos en diversas ciudades, pueblos, cafetales e
ingenios de Cuba y Puerto Rico –una de las mejor organizadas sería la de José
Antonio Aponte en 1812, en La Habana–, la radicalidad social y racial del
republicanismo haitiano terminó siendo abandonada por las corrientes
hegemónicas del Caribe hispano en el siglo XIX, lo mismo por reformistas que
por partidarios de la autonomía o la independencia. Haití se convirtió en el
“espectro” de una guerra racial, con que las autoridades coloniales disuadían o
reprimían a los rebeldes, pero también en otra variante del miedo liberal al
“terror”, que suscribieron no solo líderes blancos sino también negros y
mulatos del separatismo caribeño.
Ahora el
historiador Luis Fernando Granados (Ciudad de México, 1968) escribe un libro
que desde su título invoca el de Ada Ferrer, pero su espejo es muy diferente al
del Caribe hispano. El título podría sugerir al lector que lo que Granados
intenta es una reconstrucción del legado o las imágenes de la Revolución
haitiana en la rebelión del Bajío, en 1810, o en la contrainsurgencia que
desató el virreinato de la Nueva España. Pero no es así. En el espejo
haitiano es otra cosa o varias cosas, a la vez, que muy poco tienen
que ver con el impacto de la Revolución haitiana en la Nueva España, en la
revuelta de Miguel Hidalgo o en la reacción contra la misma que encabezaron el
virrey Francisco Javier Venegas y su jefe militar Félix María Calleja.
Lo que Granados
ofrece es una síntesis narrativa de la Revolución haitiana, un debate teórico e
ideológico con la nueva historia política –especialmente aquella que en la
coyuntura del pasado bicentenario intentó reinterpretar el proceso de la
independencia– y una vuelta al análisis marxista, o de cierto tipo de marxismo,
sobre la insurrección de Guanajuato, en septiembre de 1810. Aquella, según
Granados, también fue, como la haitiana, la revolución anticolonial de “un
pueblo”, en este caso, de campesinos indios y pardos. Se trata de un texto
apasionado y elocuente, que rompe lanzas contra un revisionismo que, sin
embargo, prefiere caricaturizar, como hace todo polemista astuto. La nueva
historia política, según Granados, ha borrado al pueblo y ha narrado una gesta
de independencia sin insurgentes.
A juicio de
Granados, la historia política más reciente del periodo (Juan Ortiz Escamilla,
Alfredo Ávila, José Antonio Serrano, Roberto Breña, José Antonio Aguilar, Ana
Carolina Ibarra, Peter Guardino) ha dado la espalda a la historia social o al
estudio de las masas en el proceso de la independencia y se ha concentrado en
fenómenos institucionales, doctrinarios o jurídicos. Observación que no se
sostiene si se revisa con cuidado la obra diversa de esos historiadores –y de
otros, que Granados no cita, como Claudia Guarisco, que llegó a conclusiones
muy parecidas a las suyas, aunque mejor sustentadas, sobre el papel de los
indios del Valle de México–, y el peso que en la misma tiene el corpus de
historia social, que Granados también aprovecha, producido por Hugh Hamill,
Brian Hamnett, John Tutino, Eric Van Young o Florencia Mallon, a quien el autor
de En el espejo haitiano olvida.
El resumen de la
historiografía del bicentenario que Granados somete a crítica está incompleto. Por
ejemplo, se echa en falta un libro fundamental para el propósito revisionista
de la nueva historia política, como Elegía criolla (2010) de Tomás
Pérez Vejo, que argumenta con vehemencia lo contrario de lo que ahora Granados
sostiene, esto es, que la insurrección del Bajío fue una guerra anticolonial.
Tampoco repara en los volúmenes de la serie Herramientas para la Historia,
coordinada por Clara García Ayluardo para el Fondo de Cultura Económica, o en
el gran proyecto editorial Historia crítica de las modernizaciones de
México (2010), impulsado por el Cide, que dedicó todo un volumen
al periodo que estudia Granados.
El mayor aporte
de este libro está en los capítulos dedicados al análisis del protagonismo de
los indios laboríos en la insurrección de septiembre de 1810 en Guanajuato. A
partir de ahí, Granados concluye que la de independencia fue una revolución de
indios campesinos –no de “pueblos de indios”, ni de mestizos ni de criollos–
contra un régimen colonial que explotaba el trabajo agrario de forma directa o
indirecta, a través de la presión fiscal del tributo. No se trata de una idea
completamente nueva, ya que la historiografía agrarista o marxista del periodo
de la Revolución mexicana, al estilo de Alfonso Teja Zabre o Luis Chávez
Orozco, la manejó. Pero si Granados hubiera centrado su libro en ese punto
sería más convincente.
Incluso si
aceptáramos esa interpretación de la revuelta de septiembre de 1810 en el
Bajío, difícilmente se podría transferir su esencia ideológica a toda la guerra
o a todo el proceso político de la independencia de México. Hacerlo sería otra
forma de recaer en la lógica de la sinécdoque, tomando el todo por una parte. Y
es que en su afán de interpretar la independencia de México a partir del modelo
de la Revolución haitiana, Granados impone al pasado una camisa de fuerza
ideológica. Como en la tradición menos refinada del marxismo, la revolución es
entendida como el momento más radical del proceso, por ejemplo, el terror
jacobino o el año 1793 en Francia, y no como toda la destrucción del antiguo
régimen que va de la Asamblea de los Estados Generales al Consulado o al
Imperio.
Si la revolución
es ese evento o ese trance de violencia clasista o racial, entonces la
coyuntura más claramente revolucionaria de la independencia mexicana es cuando
Hidalgo y Allende mandan a degollar a 78 europeos, en nombre de los intereses
del “pueblo de indios laboríos”. No hay mucho que agregar sobre la pobreza
teórica y el maniqueísmo ideológico que subyace a esa manera de pensar la
historia, luego de que Ferenc Fehér, en La revolución congelada (1989),
probara que el jacobinismo opera con una idea simple de las revoluciones que
las reduce al terror y escamotea la ambigüedad y los vaivenes del cambio
social.
No hay forma de
repetir la hazaña intelectual de C. L. R. James en Los jacobinos negros (1938)
y mucho menos si el objeto de estudio es el Bajío virreinal del intendente
Riaño y el obispo Abad y Queipo. Marx hablaba de la fetichización de la
mercancía en el capitalismo moderno, pero el marxismo y el neomarxismo vulgares
también hacen del concepto de revolución un fetiche simbólico. En el fondo, no
les interesa el proceso revolucionario íntegro sino uno de sus eventos –la toma
de la Bastilla, el asalto al Palacio de Invierno, el incendio de la alhóndiga
de Granaditas o la entrada de Fidel Castro en La Habana–, al que aplican el zoom de
la ideología. El resultado es una visión de la historia que se limita al
“momento estelar”, de que hablaba Stefan Zweig, que imagina al pueblo como un
sujeto homogéneo que irrumpe en escena para liberarse y luego se desvanece en
el día a día del trabajo, las instituciones y las leyes. ~
__
De LETRAS LIBRES, Mayo, 2016
No comments:
Post a Comment