Étienne de La
Boétie no es un tipo común. Es el autor del Discurso sobre la
servidumbre voluntaria, un panfleto de pocas páginas donde analiza
una de las cuestiones más importantes —y más olvidadas— en la vida de todos:
¿por qué las personas aguantan situaciones humillantes y obedecen normas no
escritas y convenciones que son injustas? Para ser exactos, la pregunta de
La Boétie es: «¿Si un tirano es solo un hombre y sus súbditos son muchos,
¿por qué consienten ellos su propia esclavitud?». Corría el año 1548 y La
Boétie tenía apenas dieciocho años cuando escribió esto.
Precursor de
la resistencia no violenta y de la desobediencia civil en tiempos tan
inclementes y duros como fueron mediados del siglo XVI —un tiempo donde en
Francia, entonces el país más civilizado del mundo, el hambre, las enfermedades
y la vívida presencia de la muerte cotidiana en la familia y en la calle era
moneda corriente, donde se exigía por la fuerza lealtad y sumisión ciega a las
autoridades administrativas, políticas, sociales y religiosas del pueblo, de la
provincia, de la nación y, por supuesto, al mismo rey—, La Boétie es un hombre
que da un paso adelante, que se atreve a pensar por sí mismo, que asume, con
todas sus consecuencias, que es dueño de sus acciones y equivocaciones. Es una
persona que cuestiona el conformismo y la obediencia. Así de simple, y así de
revolucionario. «Un vicio para el cual ningún término no puede ser hallado lo
suficientemente ruin, de cuya naturaleza se reniega y al que nuestras lenguas
rehúsan mencionar. Es el vicio de la servidumbre voluntaria», sentencia.
Un ojo clínico
el de La Boétie. Para este francés nacido en Sarlat-La Caneda, no muy lejos de
Burdeos, «la causa principal y el secreto de la dominación, el apoyo y la base
de toda tiranía es el soborno institucionalizado» mediante el cual «millones de
personas son empleadas en puestos públicos». Otras fórmulas en el juego del
ejercicio férreo del poder que ya apuntaba en el siglo XVI nuestro pensador
político favorito son «el monopolio de la información y el control de la
prensa». A ello se suman «los juegos, farsas, espectáculos, gladiadores, bestias
extrañas, medallas, cuadros y tales narcóticos», burdos señuelos que no hacen
otra cosa que llevarnos de cabeza «hacia la esclavitud». De esta manera, ayer,
hoy y siempre, muchas personas, rendidas ante el marasmo de diferentes y
tontunos asuntos, no se percatan de su condición de inminente defunción en
vida.
Una sospecha
importante: La Boétie señalaba a la costumbre como la principal explicación
natural a esta servidumbre voluntaria. Y debe tener razón. Decía Píndaro que,
al final, si hilamos fino, nos damos cuenta de que la costumbre es reina
emperadora del mundo. Es cierto que no podemos no vivir una vida cotidiana
—todos tenemos una y ni el más original y excéntrico puede escaparse— pero no
está escrito en ningún lado que los quehaceres diarios, aunque sean una
condición para la existencia, deban ser, necesariamente, un asunto tedioso.
Todos sabemos que la vida es, la mayoría de las veces, un entramado enloquecido
de afanes y rutinas, pero hay que reflexionar sobre ella —examinarla, pensarla—
para no dejarnos ahogar por la monotonía y olvidar lo interesante que puede
llegar a ser el combate por vivir como queremos y no ser súbditos sucesivos de
la familia, el trabajo, la nación, los amigos, las sucesivas parejas, las convenciones
sociales y culturales, los gobiernos locales, provinciales, nacionales e
internacionales y demás etcéteras.
Recordemos
algo que, probablemente, hemos olvidado en el camino: tal y como apunta La
Boétie, la reflexión, la observación, los libros y la enseñanza, más que
cualquier otra cosa, realmente «brindan el juicio para
comprender la propia naturaleza de la tiranía y aborrecerla». Pongámonos a ello
otra vez. De nuevo, como cuando éramos turbios adolescentes a solas en nuestro
cuarto, pensemos cómo vivir, con nosotros mismos y con los demás, sin miedo al
ridículo, sin pensar en las mofas y los chistes tristes de los amigos. Ni que
sea para pasar el rato.
Según el autor
de Discurso sobre la servidumbre voluntaria, la mejor manera de
«matar» a un tirano —o, en su defecto, una relación tiránica de cualquier
especie y condición— es destruyendo su poder a través de la resistencia no
violenta. «No les pido que coloquen las manos sobre el tirano para derribarlo,
si no simplemente que ya no lo apoyen más, entonces lo verán, como un gran
coloso cuyo pedestal ha sido apartado, caer por su propio peso y romperse en
pedazos». Esto es: tomad la resolución de no servir y seréis libres. Para La
Boétie, la libertad es un bien cuya pérdida para toda persona de honor «hace
que la vida sea amarga y la muerte un beneficio», ya que «no solo hemos nacido
con la libertad, sino también con la pasión por defenderla», hasta el punto de
que si la libertad «desapareciese por completo de la tierra, muchas personas la
inventarían».
Es interesante
reflexionar sobre por qué el amigo Étienne considera la servidumbre voluntaria
un vicio y no una virtud, tal y como se han encargado de subrayar durante
largos y monótonos siglos las sucesivas religiones del mundo y las convenciones
sociales más arraigadas en nuestras carnes. La clave estriba en que, según La
Boétie, esta esclavitud contradice, en verdad, nuestra propia naturaleza. Dado
que todos tenemos capacidad de razonar, la virtud radica en cultivar tu propia
independencia en comunidad. Tal y como ya apuntaba Sócrates tantos siglos
atrás: los que han probado la libertad resisten el cautiverio aunque les cueste
la vida. Como el griego, el francés huye de la coacción social. Y no duda en
afirmar que contra las normas estúpidas solo es posible la rebelión. Hay que
ser moralmente autónomo, dueño de tu vida en igualdad con los demás. Al final,
está clara la consigna: haz lo que debas. Y, por Dios, huye como de la peste de
la insoportable pomposidad del quejica.
Sócrates es el
primer pensador que se da cuenta del grave error de la filosofía al desdeñar la
vida cotidiana. Es el ejercicio de la libertad en vivo, en constante
movimiento, es esa indagación sobre lo que vas a hacer cada día de tu
existencia. De lo que se rechaza y de lo que se elige nace el futuro. De lo más
banal a lo más importante. Esto es, Sócrates es el primer futurista. Porque te
está hablando de tu futuro, y del futuro de todos. Pero no nos engañemos:
ejercer esa libertad así, en las calles de Atenas en el año 350 antes de Cristo,
en las de Burdeos a mediados del siglo XVI, o en las calles de Gijón, LA,
Cochabamba, Nairobi o Nueva Delhi en esta segunda década del siglo XXI no es
tan sencillo. «Muchos adoran el error descansado del que Sócrates viene a
liberarlos», dijo otro filósofo, el francés Vladimir Jankelevicht. A los
que presumían de sabios los consideró ignorantes, y en cambio le pareció que
los más despreciados tenían una inteligencia superior. Investigó entre
políticos, comerciantes y poetas, y se ganó múltiples enemigos. El inmenso
socavón en la ética de la obediencia y la conformidad que urdió Sócrates lleva
siglos mirándonos asombrado: como ya apuntaba el viejo griego, aún hoy casi
nadie sabe lo que hace ni por qué lo hace. Y dejó sentencia —recogida por su
alumno aventajado Platón—: «la muerte me importa tanto como nada y, en cambio,
no cometer acciones injustas o impías es lo más importante para mí». Sí,
efectivamente, esta es una vieja noticia, siempre vigente, no siempre
comprendida: hay que pelear. Siempre. Por lo que quieres ser tú como persona,
por lo que queremos que sea nuestra comunidad.
Étienne de La
Boétie tenía un amigo íntimo, un amigo de verdad. Murió entre sus brazos, a los
treinta y tres años. Sus últimas palabras fueron para él. Le rogó, le
exigió: «Por favor, hazme un sitio, te ruego que me hagas un sitio». Su amigo,
durante años, meditó sobre ese fatídico momento y su misteriosa petición. El
último, fatal suspiro de La Boétie lo dejó destrozado. Su amigo apuntó: «Desde
el día en que lo perdí, no hago sino errar y languidecer». Quien esto escribía
era Michel de Montaigne, y a La Boétie le dedicó sus magníficos y célebres Ensayos.
Pero antes hizo algo aún mejor: siete años después de la muerte de su amigo,
interpretando finalmente las palabras del moribundo, sacó el polvo a las pocas
hojas que contenía su escrito Discurso sobre la servidumbre voluntaria que
circulaban perdidas de mano en mano, lo editó y lo convirtió en el flamante
libro que es. Con su gesto, Montaigne acertó de lleno, porque le hizo a La Boétie
un sitio en el panteón de la literatura y la filosofía universal: transformó a
su amigo, hasta entonces un tipo anónimo, desconocido por todos, un muerto más
en un planeta de cadáveres, en un pensador inmortal.
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De JOTDOWN, 07/01/2015
Imagen: Estatua de Étienne de la Boétie en Sarlat-la-Canéda, Aquitania
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