PABLO CINGOLANI
Empezamos a leer
a Vallejo mientras escuchábamos a Led Zeppelin. Nos emocionamos igual leyendo Homenaje
a los indios americanos de Ernesto Cardenal como extasiándonos ante la
belleza sin igual de la voz de la Joni Mitchell de Blue. Metíamos
en el mismo corazón a Steely Dan y a Roberto Arlt, a Elis Regina y Haroldo
Conti, a Spinetta, en su doble condición: músico y poeta.
Estoy hablando de
los años de la forja, cuando vas poniendo el cuero para que el yunque de la
realidad lo fragüe y lo moldee, si hay coraje, si hay ansia, y tus ojos, más
allá o más acá del dolor de todo parto, se vayan iluminando, vayan brillando
con los colores que amaras –eso no lo sabías pero iba a ser así- toda la vida.
Baudelaire y
Charly García, ambos exquisitos; el desenfado de Fogwill y el desenfado de
Pappo; la rebeldía de Los Rolling Stones y de Roque Dalton; Caetano Veloso y
Violeta Parra, modernos juglares de la insondable América.
Yo la intuía
escuchando a Los Jaivas, a Ney Matogrosso, a Silvio Rodríguez, leyendo a
Neruda, a Manuel Castilla, a Jaime Bateman que no era escritor, era un
guerrillero, aunque, a su manera, compuso alguno de los más bellos poemas que
jamás he leído. Anoto, como para redondear un horizonte, anoto al azar: Pound,
Kavafis, Capote, Lowry, Zappa.
También íbamos al
cine, a ver lo que se podía, porque los militares censuraban muchas películas.
Adentro, en la caverna, me conmoví por igual con Fellini y con Solanas, con
Kurosawa y con Herzog.
Un día salí
desesperado de la sala cinematográfica, decidido a encontrar un libro que me
partiera la cabeza y lo encontré a menos de cincuenta metros. Era una librería
especializada. Allí conseguí una edición inhallable, la primera en español, de
un libro que se volvió una brújula: Del caminar sobre el hielo, del
señor Herzog, ya citado.
Allí, entre sus
páginas, Herzog cuenta una historia singular: de cómo encaró una caminata, en
medio de los rigores despiadados del invierno europeo, uniendo a pie Munich con
París, con un objetivo simple y claro: salvarle la vida a una mujer, cineasta
como él, pionera en su labor y noventosa en la vida, que se estaba muriendo, o
el creía eso.
El libro de marras
es su diario de marcha, su bitácora de la travesía, y su literatura es
indudablemente menor a la factura delirante de sus films. Sin embargo, había
una tecla, una nota del perfume del libro, que tocaría mi alma para siempre.
Sucede que tras
dos meses de nieve y fondas de un goulash de baja estofa, dos meses de quemar
borceguíes y escapar de los lobos humanos que pululan en los bares de los
caminos de la Europa setentosa, Herzog llega a París y llama a la señora
que, según él, se estaba acabando, ya estaba partiendo, a menos que su
redentora acción la salve.
Se encuentran. La
viejita estaba aún sana como un roble y fresca como un lirio, un lirio antiguo
pero lirio al fin, y se ríe con cariño cuando el joven Herzog le cuenta lo que
acaba de hacer y porqué lo acaba de hacer.
Esto es lo bueno:
frente a tanto desmadre, le pregunta la dama: ¿y ahora, Wernercito, cómo te
sientes? Herzog lo cuenta, más o menos así: desde la ventana de su cuarto, vi
París cubierto de nieve, poblándose con las luces de la noche. Le respondió a
la señora: Ahora mi querida X, ahora siento que puedo volar.
Ese “ahora siento
que puedo volar” era la descripción exacta que te provocaba todo ese coctel de
arte y vivencias que compartíamos; era la sentencia definitiva: había que hacer
lo, había que volar.
Cuando arribé a
Bolivia, el año 1987, cargaba en mi mochila la transcripción del poema Itaca,
hecha en la Underwood y a mano propia por mi amigo Pablo “Paco” Castillo, y que
tuvo a bien obsequiármelo, y el libro El pabellón de oro, de Yukio
Mishima.
El poema, lo sigo
conservando, traspapelado en alguno de sus mis cuadernos de viaje. El libro del
japonés salvaje y más culto de todos –la historia del sufrimiento por un
desgarro absoluto y la iluminada epopeya de una liberación existencial, caiga
quien caiga y cueste lo que cueste- se lo obsequié a mi amigo Roby Suarez Levy,
días antes de un viaje del que jamás regresó.
Léelo, hermano, a
ver si te conmueve tanto como a mí. Nunca pude saber qué sucedió con la química
entre Roby y la lectura de tan potente obra: a mi amigo, lo asesinaron en Santa
Cruz de la Sierra en marzo de 1990.
También se había
llevado hacia su destino fatal algo de música: le pidió a Carolina que le
prestara un casete de Silvina Garré donde estaba grabada La canción del
pinar, que le encantaba.
Nunca pude
devolverle a Roby dos casetes maravillosos: el New York de Lou
Reed y el primero de The Cowboy Junkies, ese que grabaron dentro de una
catedral y que incluye la canción de los mineros del oro (“we are miners, hard
rock miners…). Imaginaba un lugar al que nunca fui: imaginaba el Yukón.
Viviendo en Bolivia, conocí tantas minas, que ya me olvidé del Yukón pero jamás
de Roby.
El otro día veía Truman,
una cinta coproducción argento-española, con Darín como siempre y Javier
Cámara. Si no saben de qué va la peli, no importa: el personaje que interpreta
Darín se va a morir de un cáncer. Cámara va a visitarlo, va a despedirse. Son
cincuentones, cincuentones largos. Cámara, a propósito de lo que trata el film,
la muerte de un amigo, dice, en un momento: es la primera vez que me pasa.
Pensé, confieso: ¿qué vida tuvo este tipo, qué vida tiene el guionista que le
hace dice al actor semejante límite? Cincuenta y tantos y ningún amigo muerto.
Tengo 52 años. A mí no me alcanzan los dedos de las manos –y no quiero seguir
enumerándolos mentalmente para no seguir con los pies y con los brazos y con…-,
para contarlos. Los extraño a todos, carajo.
Un contrapunto
final: el otro día, volví a Pelechuco, después de una década de no ir. Mi
amigo, Reynaldo Vázquez, Mallku Mayor de la comunidad, me miraba con ojos
desorbitados. Sentí su turbación y le pregunté, qué cosa te pasa hermano: pensé
que te habías muerto, Pablo, me contestó y luego, sin pausa, sin tregua y sin
respirar, agregó: voy a traer dos cervezas para celebrar que estás vivo.
Hasta que se
volvió otro día, no paramos de agasajarnos. Convocamos, como no podía ser de
otra manera, a nuestros propios muertos, a nuestros muertos comunes: al Yossi
(que lo velaron en la misma mesa donde tantas veces compartimos botellas y
relatos o proyectos de aventuras), al Esteban Andia, el baquiano de los pumas,
a Ricardo Albert, y gracias a Dios y a los Apus no se había muerto nadie más.
Cuando se
acabaron la noche, el pijcho, la luna y las confidencias, le dije por debajo al
Reynaldo: si un día verdaderamenteme muero, mi hermano, así te vas
a acordar, así me vas a celebrar.
Sé que el
Reynaldo no dudaría un minuto en hacerlo. Ese día, en Pelechuco, habrá una
fiesta y, aunque yo esté ausente, sentiré esa felicidad tan plena de saber que
esas montañas me amparan, que al final se habrán vuelto mi morada definitiva. No
te olvides, Reynaldo, no te olvides.
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