Tuesday, May 31, 2016

Coctel existencial

PABLO CINGOLANI

Empezamos a leer a Vallejo mientras escuchábamos a Led Zeppelin. Nos emocionamos igual leyendo Homenaje a los indios americanos de Ernesto Cardenal como extasiándonos ante la belleza sin igual de la voz de la Joni Mitchell de Blue. Metíamos en el mismo corazón a Steely Dan y a Roberto Arlt, a Elis Regina y Haroldo Conti, a Spinetta, en su doble condición: músico y poeta.
Estoy hablando de los años de la forja, cuando vas poniendo el cuero para que el yunque de la realidad lo fragüe y lo moldee, si hay coraje, si hay ansia, y tus ojos, más allá o más acá del dolor de todo parto, se vayan iluminando, vayan brillando con los colores que amaras –eso no lo sabías pero iba a ser así- toda la vida.
Baudelaire y Charly García, ambos exquisitos; el desenfado de Fogwill y el desenfado de Pappo; la rebeldía de Los Rolling Stones y de Roque Dalton; Caetano Veloso y Violeta Parra, modernos juglares de la insondable América.
Yo la intuía escuchando a Los Jaivas, a Ney Matogrosso, a Silvio Rodríguez, leyendo a Neruda, a Manuel Castilla, a Jaime Bateman que no era escritor, era un guerrillero, aunque, a su manera, compuso alguno de los más bellos poemas que jamás he leído. Anoto, como para redondear un horizonte, anoto al azar: Pound, Kavafis, Capote, Lowry, Zappa.
También íbamos al cine, a ver lo que se podía, porque los militares censuraban muchas películas. Adentro, en la caverna, me conmoví por igual con Fellini y con Solanas, con Kurosawa y con Herzog.
Un día salí desesperado de la sala cinematográfica, decidido a encontrar un libro que me partiera la cabeza y lo encontré a menos de cincuenta metros. Era una librería especializada. Allí conseguí una edición inhallable, la primera en español, de un libro que se volvió una brújula: Del caminar sobre el hielo, del señor Herzog, ya citado.
Allí, entre sus páginas, Herzog cuenta una historia singular: de cómo encaró una caminata, en medio de los rigores despiadados del invierno europeo, uniendo a pie Munich con París, con un objetivo simple y claro: salvarle la vida a una mujer, cineasta como él, pionera en su labor y noventosa en la vida, que se estaba muriendo, o el creía eso.
El libro de marras es su diario de marcha, su bitácora de la travesía, y su literatura es indudablemente menor a la factura delirante de sus films. Sin embargo, había una tecla, una nota del perfume del libro, que tocaría mi alma para siempre.
Sucede que tras dos meses de nieve y fondas de un goulash de baja estofa, dos meses de quemar borceguíes y escapar de los lobos humanos que pululan en los bares de los caminos de la Europa setentosa, Herzog llega a París y llama a la señora que, según él, se estaba acabando, ya estaba partiendo, a menos que su redentora acción la salve.
Se encuentran. La viejita estaba aún sana como un roble y fresca como un lirio, un lirio antiguo pero lirio al fin, y se ríe con cariño cuando el joven Herzog le cuenta lo que acaba de hacer y porqué lo acaba de hacer.
Esto es lo bueno: frente a tanto desmadre, le pregunta la dama: ¿y ahora, Wernercito, cómo te sientes? Herzog lo cuenta, más o menos así: desde la ventana de su cuarto, vi París cubierto de nieve, poblándose con las luces de la noche. Le respondió a la señora: Ahora mi querida X, ahora siento que puedo volar.
Ese “ahora siento que puedo volar” era la descripción exacta que te provocaba todo ese coctel de arte y vivencias que compartíamos; era la sentencia definitiva: había que hacer lo, había que volar.
Cuando arribé a Bolivia, el año 1987, cargaba en mi mochila la transcripción del poema Itaca, hecha en la Underwood y a mano propia por mi amigo Pablo “Paco” Castillo, y que tuvo a bien obsequiármelo, y el libro El pabellón de oro, de Yukio Mishima.
El poema, lo sigo conservando, traspapelado en alguno de sus mis cuadernos de viaje. El libro del japonés salvaje y más culto de todos –la historia del sufrimiento por un desgarro absoluto y la iluminada epopeya de una liberación existencial, caiga quien caiga y cueste lo que cueste- se lo obsequié a mi amigo Roby Suarez Levy, días antes de un viaje del que jamás regresó.
Léelo, hermano, a ver si te conmueve tanto como a mí. Nunca pude saber qué sucedió con la química entre Roby y la lectura de tan potente obra: a mi amigo, lo asesinaron en Santa Cruz de la Sierra en marzo de 1990.
También se había llevado hacia su destino fatal algo de música: le pidió a Carolina que le prestara un casete de Silvina Garré donde estaba grabada La canción del pinar, que le encantaba.
Nunca pude devolverle a Roby dos casetes maravillosos: el New York de Lou Reed y el primero de The Cowboy Junkies, ese que grabaron dentro de una catedral y que incluye la canción de los mineros del oro (“we are miners, hard rock miners…). Imaginaba un lugar al que nunca fui: imaginaba el Yukón. Viviendo en Bolivia, conocí tantas minas, que ya me olvidé del Yukón pero jamás de Roby.
El otro día veía Truman, una cinta coproducción argento-española, con Darín como siempre y Javier Cámara. Si no saben de qué va la peli, no importa: el personaje que interpreta Darín se va a morir de un cáncer. Cámara va a visitarlo, va a despedirse. Son cincuentones, cincuentones largos. Cámara, a propósito de lo que trata el film, la muerte de un amigo, dice, en un momento: es la primera vez que me pasa. Pensé, confieso: ¿qué vida tuvo este tipo, qué vida tiene el guionista que le hace dice al actor semejante límite? Cincuenta y tantos y ningún amigo muerto. Tengo 52 años. A mí no me alcanzan los dedos de las manos –y no quiero seguir enumerándolos mentalmente para no seguir con los pies y con los brazos y con…-, para contarlos. Los extraño a todos, carajo.
Un contrapunto final: el otro día, volví a Pelechuco, después de una década de no ir. Mi amigo, Reynaldo Vázquez, Mallku Mayor de la comunidad, me miraba con ojos desorbitados. Sentí su turbación y le pregunté, qué cosa te pasa hermano: pensé que te habías muerto, Pablo, me contestó y luego, sin pausa, sin tregua y sin respirar, agregó: voy a traer dos cervezas para celebrar que estás vivo.
Hasta que se volvió otro día, no paramos de agasajarnos. Convocamos, como no podía ser de otra manera, a nuestros propios muertos, a nuestros muertos comunes: al Yossi (que lo velaron en la misma mesa donde tantas veces compartimos botellas y relatos o proyectos de aventuras), al Esteban Andia, el baquiano de los pumas, a Ricardo Albert, y gracias a Dios y a los Apus no se había muerto nadie más.
Cuando se acabaron la noche, el pijcho, la luna y las confidencias, le dije por debajo al Reynaldo: si un día verdaderamenteme muero, mi hermano, así te vas a acordar, así me vas a celebrar.
Sé que el Reynaldo no dudaría un minuto en hacerlo. Ese día, en Pelechuco, habrá una fiesta y, aunque yo esté ausente, sentiré esa felicidad tan plena de saber que esas montañas me amparan, que al final se habrán vuelto mi morada definitiva. No te olvides, Reynaldo, no te olvides.


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