Él sabía que
era una de las figuras más crueles y despóticas de la humanidad. Pero eso no le
importaba en lo más mínimo, pues estaba convencido de que estaba cumpliendo la
voluntad de la historia.
Milovan Djilas, Conversaciones con Stalin.
Milovan Djilas, Conversaciones con Stalin.
Aunque desde 1991
es independiente, Georgia aún se halla en el proceso de reconstrucción y está
emergiendo del colapso de la antigua Unión Soviética. Situada en una esquina de
Rusia, ahora lucha por recobrar su propia identidad y su soberanía. Al igual
que ha ocurrido a otras naciones que formaron parte de lo que se conocía como
el Bloque del Este (Ucrania y Kirguizia son dos buenos ejemplos), Georgia
enfrenta hoy las dificultades de reformar la sociedad a la sombra del Kremlin,
que en esencia ve al pequeño país caucásico como la provincia que perdieron.
De acuerdo a los
historiadores, Georgia necesita confrontar su pasado. Solo así podrá exorcizar
los horrendos episodios de su historia que tuvieron lugar en el siglo pasado.
Muchos coinciden en que hasta ahora se ha hecho poco para contribuir a ello,
sobre todo a nivel educativo. Durante una reciente visita que realicé a ese
país, pude comprobar la compleja relación que los georgianos tienen con esa
etapa y, particularmente, con la figura de su hijo más notorio. Eso se puso de
manifiesto en dos museos que existen, y en los cuales se dan visiones
diametralmente opuestas del período soviético de la nación. En este trabajo
relataré mi visita al primero de esos museos.
A 40 millas de
Tbilisi se encuentra un pueblo llamado Gori, que sirve de capital a la región
de Shida Kartli. A excepción de las ruinas de una fortaleza en lo alto de una
colina, no cuenta con sitios de interés turístico como Kutaisi, Mtskheta,
Gelati o Batumi. Los extranjeros no sabríamos de su existencia de no ser por un
hecho: allí nació Iosif Vissarionovich Djugashvili, quien aunque después adoptó
varios nombres y apodos (Koba, Besoshvili, Petrov, Peter Chizhikov, Ivanov,
Galiashvili, El Caucasiano, K. Safin) ha pasado a la historia como Iosif Stalin.
En Gori no solo lo recuerdan, sino que además tienen un verdadero culto a quien
un día se fue para dirigir el país más grande del mundo por un cuarto de siglo.
Las autoridades y
buena parte de los habitantes de Gori ven como un gran líder a quien en el
resto del mundo es considerado un sangriento dictador. La principal avenida fue
bautizada como Stalin. Asimismo hay dos monumentos dedicados a él. Uno está en
la Universidad Estatal y el otro en la plaza del pueblo que, faltaría más, se
llama Stalin. El segundo, el mayor de los dos, es una estatua de bronce de 20
metros, que fue erigida en 1952, cuando Stalin aún estaba vivo. Estuvo allí
durante varias décadas, pero en junio de 2010 fue retirada, junto con otros
monumentos de la etapa soviética. Se hizo por la noche, para evitar las
protestas de la población. Fue encontrada después a varias millas del pueblo en
un edificio abandonado, con la cabeza vuelta hacia abajo. Las autoridades
locales han recogido 5 mil firmas para restituir la estatua a la plaza. Pero
cuando visité Gori, todavía no se había hecho.
Esa veneración
que el pueblo siente por Stalin tiene su expresión más elocuente en el museo
que lleva su nombre. Constituye la principal atracción por la cual muchos
extranjeros visitan el pueblo. Se abrió en 1937, el mismo año cuando se
iniciaron las purgas y la ola de terror en la Unión Soviética. Se creó por
iniciativa de otro conocido georgiano, Lavrenti Beria, el todopoderoso jefe de
la policía secreta (NKVD). A lo largo de las décadas siguientes fue recibiendo
objetos y documentos y sus fondos aumentaron. Eso hizo que para albergarlos se
construyese un nuevo edificio que se inauguró en 1957. Para entonces Stalin no
solo había muerto, sino que un año antes se había celebrado el XX Congreso del
Partido, donde se hizo el primer intento de revisar críticamente su figura y su
herencia.
El museo
sobrevivió al tímido proceso de desestalinización que a partir de ese momento
se llevó a cabo. Entonces el cuerpo embalsamado de Stalin fue retirado del
mausoleo de la Plaza Roja y las ciudades y calles que llevaban su nombre fueron
rebautizadas con otros. Sin embargo, las autoridades de Gori decidieron
continuar como en los viejos tiempos. No querían ofender a los georgianos que
aún se sentían ( y aún se sienten) orgullosos de su insigne compatriota. Al
Kremlin tampoco debe haberle importado mucho que el museo siguiera funcionando,
pues en definitiva se trata de un pueblo que se halla muy lejos de Moscú. En
1989, tras el colapso de la Unión Soviética el museo fue cerrado. Pero al poco
tiempo fue reabierto, y hasta hoy se mantiene como un anacronismo cuya
existencia, fuera de Georgia, resulta difícilmente comprensible.
Las instalaciones
del museo cubren 3,864 metros cuadrados y su colección reúne 47,445 objetos y
documentos. Está abierto todos los días, de 10 de la mañana a 6 de la tarde (en
invierno, hasta las 5). Cada año recibe unos 17,773 visitantes, en su mayoría
extranjeros. La entrada cuesta 15 lari (unos 9 dólares). Un precio caro, si se
compara con el de la entrada al Museo Nacional de Georgia (5 lari) o el de un
boleto en platea en el Teatro Rustaveli (10 lari). Además de la colección
propiamente dicha, el museo cuenta con una tienda de suvenires. Allí, entre
otras cosas, se pueden comprar camisetas, fosforeras, jarras y botellas de
Kindzmarauli, un vino semi dulce que, supuestamente, era el favorito de Stalin.
Las etiquetas del que allí se vende llevan la cara del susodicho.
Cuando se entra
al museo, es como si uno se montara en la máquina del filme Back to the
future y retrocediese en el tiempo. Afuera es 2014, pero allí es como
estar en los años 30 o 40. Todo se quedó congelado en otra época y hasta los
propios empleados parecen haber sido importados de la extinta Unión Soviética.
El edificio está construido en ese estilo arquitectónico que los regímenes
totalitarios parecen amar, y que típicamente se define como estalinista. Como
comentó alguien, exterior e interiormente es un típico ejemplo de la
arquitectura “cake de boda”, que fue exportado desde Moscú en cantidades
generosas a las capitales de los otros países que tuvieron la desgracia de caer
bajo la bota del Tío Joe.
Aire de
santuario religioso
El edificio es a
la vez grandioso y adusto, y hace que a la vista resulte pesado y opresivo. El
vestíbulo tiene pisos de mármol, alfombras rojas, lámparas de araña. Al fondo
hay una escalera que lleva al segundo piso, donde se hallan los objetos de la
colección. Todo contribuye a que uno tenga la impresión de haber ingresado en
un templo o una iglesia. Algo que luego se corrobora cuando se realiza el
recorrido: el museo destila un aire tenuemente religioso.
Tras pagar el
importe de la entrada, la empleada me indicó que aguardase por el inicio de la
visita guiada en inglés. Había tres personas que resultaron ser unos simpáticos
y encantadores profesores de una universidad de Alabama, uno de los estados
vecinos de Misisipi. Llegó la guía e iniciamos el recorrido. Los cuatro
extranjeros nos portamos como personas educadas. Escuchamos atentamente lo que
la señora nos iba explicando y no hicimos ningún comentario o pregunta
inconveniente. No todos, sin embargo, se portan con tanta decencia. Leí que
unos turistas procedentes de Polonia protestaron por no haber encontrado
ninguna referencia a la matanza masiva de oficiales polacos del bosque de
Katyn, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Me pregunto cómo saldría del
embolado la pobre mujer.
Como apunté
antes, el museo tiene un aire de santuario religioso, y quien se disponga a
visitarlo no debe esperar la más mínima crítica a Stalin. La etapa en que fue
el omnipotente líder de la Unión Soviética y sus satélites es presentada como
la de “la victoria del socialismo”, y todo lo que él hizo entonces fue tan
inspirado como inspirador. Los objetos y documentos están distribuidos en seis
salas, que van en orden cronológico. La primera está dedicada a la infancia y
juventud de Stalin, y curiosamente se hace una mención a su carrera como
asaltante de bancos.
Hasta su muerte,
Stalin fue extremadamente cuidadoso en no permitir ningún intento de investigar
ese período, pues de salir a la luz dañaría su posterior biografía oficial.
Simon Sebag Montefiore, quien es su mejor biógrafo occidental, publicó en 2007
un excelente y muy documentado libro sobre esos años, Young Stalin.
Por cierto, entre los volúmenes que se exhiben en el museo hay un ejemplar de
otro título suyo, Stalin: The Court of the Red Tsar. ¿Lo habrán leído
los responsables del museo? Presumo que no, pues de otro modo no lo habrían
incluido.
De la etapa
juvenil se salta a la ascensión de Stalin al frente del Partido Comunista, lo
que lo llevó a convertirse en el hombre más poderoso de la Unión Soviética.
Tras referirse brevemente a ello, la guía pasó abruptamente al estallido de la
Segunda Guerra Mundial (ni una palabra sobre la represión y las purgas que
comenzaron en 1937). Por supuesto, habló de sus méritos como comandante en jefe
del Ejército Rojo y celebró su victoria como divino líder que salvó a la madre
patria y al mundo de Hitler.
Luego viene un
gran salón donde se puede ver una colección de objetos personales de Stalin
(abrigo, botas, pipas, un escritorio), así como numerosos regalos enviados a él
por dignatarios y organizaciones de varios países. Por ejemplo, hay un retrato
suyo hecho con hojas de tabaco. Uno de los más llamativos es un acordeón con
incrustaciones de piedras brillantes que, explica la guía, Stalin nunca tocó.
(A mí personalmente me pareció una horterada.) Asimismo se exhibe una lámpara
de mesa obsequio de los obreros de una fábrica de tanques. Stalin se la dio al
mariscal Zhukov, quien a su vez la donó al museo.
La guía nos
condujo entonces al exterior del museo. Allí se encuentran dos piezas que,
debido a su gran tamaño, no tienen cabida dentro del edificio. Una es la
humilde cabaña de madera donde Stalin nació y vivió hasta los cuatro años. Se
halla dentro de una construcción de columnas dóricas, a manera de pabellón. La
otra pieza es el Pullman en el cual Stalin viajó a las conferencias de Teherán,
Yalta y Potsdam. También la usaba para ir a las casas de verano que tenía en el
Mar Negro. Era su medio de transporte preferido, pues cuentan que no le gustaba
volar. Interiormente, el vagón está decorado con elegancia y sobriedad. Poseía
un primitivo sistema de aire acondicionado y aparentemente era a prueba de
balas.
Aunque a partir
de 1956 la historia de la Unión Soviética ha tenido otras lecturas, el objetivo
y el perfil del museo de Gori se han mantenido, en esencia, inalterables. No
obstante, después de 1989 sus responsables han incorporado algunos tímidos
cambios. Desde hace unos años, por ejemplo, en las visitas guiadas se menciona
a Trotsky. También se abrió bajo la escalera una pequeña sección dedicada a las
purgas. Allí se muestra una fotografía donde aparecen los primeros doce líderes
bolcheviques que fueron asesinados durante los años del terror. Asimismo se
hace una mención verbal a “los desafortunados hechos de Ucrania”. Con esa
escueta frase se alude a lo que se ha llamado el Genocidio o el Terror del
Hambre (1932-1933), que dejó entre 3 y 10 millones de muertos.
El Museo Stalin
funciona desde hace más de medio siglo, lo cual indica que a los georgianos no
les molesta su existencia. Cada 21 de diciembre, hay personas que acuden allí a
celebrar el natalicio de su héroe, si bien con los años el número se ha ido
reduciendo y de unos miles ha pasado a unas decenas. Una encuesta reciente,
hecha por un profesor de historia de una universidad de Tbilisi, dio como
resultado que el 45 por ciento de la población del país tiene una actitud
positiva hacia Stalin. Y sobre todo quienes viven en las áreas rurales,
recuerdan la etapa soviética con un poco de nostalgia.
Hay quienes
defienden a Stalin argumentando que, gracias a sus méritos, se pudo derrotar al
nazismo. Y afirman que solamente ese hecho debería ser suficiente para suavizar
la imagen que se tiene de él. La verdad es otra. La Unión Soviética emergió
victoriosa de la Segunda Guerra Mundial no gracias a Stalin, sino a pesar de
él. De no haber seguido la política que siguió (basta recordar el pacto Ribbentrop-Molotov,
que preparó el escenario para la invasión de Polonia), Hitler nunca había
logrado los éxitos que tuvo.
Volviendo al
Museo Stalin, el gobierno pro-occidental de Mikheil Saakashvili, que llegó al
poder después de la revolución de 2003, trató de barrer los vestigios
soviéticos en el país. El ministro de Cultura anunció el plan de convertir el
museo de Gori en un Museo del Estalinismo. Se iba a hacer una renovación
completa del sitio, manteniendo los fondos existentes, pero añadiendo otros
sobre las consecuencias de ese período: la colectivización masiva, la hambruna
de Ucrania, las purgas, los gulags.
Frente al Museo
Stalin aparecieron unas banderolas, escritas en georgiano, ruso e inglés, en
las que se leía: “Este museo es una falsificación de la historia. Es un típico
ejemplo de la propaganda soviética y un intento de legitimar el régimen más
sangriento de la historia”. Pero al final, el proyecto de reorganizarlo no se
pudo llevar a cabo. En diciembre de 2012, la asamblea municipal de Gori votó en
contra del mismo, y con ello ha quedado sin efecto la idea de cambiar el
contenido de la que es su principal atracción turística.
Uno de los
responsables del museo sostiene que los visitantes no acuden interesados por lo
que Stalin hizo, sino por su personalidad. Me pregunto si es posible separar
una cosa de la otra. De cualquier modo, pienso que ningún país que aspire a ser
normal puede rendir tributo a un símbolo como Stalin. Durante su etapa al
frente de la Unión Soviética, millones de personas fueron ejecutadas,
enfrentaron cargos de espionaje, propaganda antisoviética o sabotaje, murieron
de hambre, enfermedades o debido al trabajo forzado. Según las estadísticas
oficiales, 52 millones fueron procesados con cargos políticos y otros 6
millones fueron enviados a otros lugares sin que se les hiciera juicio. De
acuerdo a la organización Memorial, en Rusia aún viven unas 800 mil víctimas de
la represión estaliniana.
No,
definitivamente ninguna nación que se considere democrática debería tener un
museo como ese.
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De CUBAENCUENTRO,
18/07/2014
Foto: Gent Shkullaku/AFP
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