PABLO CEREZAL
De nuevo atrapado
en la prosa despiadada y robusta de Henry Miller. Otra vez asomado
al abismo electrizante de su torrente léxico y sensorial.
En cada una de
las ocasiones que el tiempo me permite gozar de su transcurso y tomo entre las
manos alguno, el que sea, de los libros de Miller que enriquecen mi modesta
biblioteca, me veo impelido a desahuciarme definitivamente del mundo, quedarme
a vivir entre sus páginas.
Proclamó el amado
autor, asomado ya al abismo de la muerte, funambulista aún de la cuerda floja
que es la vida, que deberíamos leer menos y menos cada vez, que tendríamos que
desterrar definitivamente la idea de que el acúmulo excesivo de obras
consumidas por nuestros miopes ojos conseguirá hacernos más sabios. Él, al
final de su vida, asumió que ésta no es más que sensación y frenesí efímeros.
Huyó de la sobredosis de letras que, durante tanto tiempo, había rondado sus
días con la premonición del desastre.
Pasamos por la
vida pretendiendo a cada paso acumular conocimientos, amistades, amores,
capitales, objetos, recuerdos, fotografías, lecturas... Nos equivocamos. Lo más
que podemos almacenar es, por ejemplo, líquido en la vejiga (doy fin en este
preciso instante a la tercera cerveza). Y el imperativo biológico obliga a
expulsarlo de nuevo. Me pregunto que quedó, de la cerveza, en mi interior. Un
médico me diría que sólo nocivos protozoos, o cosas, que se empeñarán en
malbaratar el funcionamiento de mi organismo. Ya veo: acumular para sólo guardar
lo dañino. Igual en la literatura, sí, cuando sólo la abordamos con la
pretensión de reunir conocimientos, si nos olvidamos de disfrutar, sin
pretensiones y con plenitud, el momento de la lectura.
A medida que los
años van horadando mi rostro y difuminando mi cabello, comprendo con mayor
claridad que la vida es otra cosa, distinta siempre de lo que nos han querido
vender. Quizás sea por ello que Miller, habiéndolo entendido, consiguió
transmutar en genio de las letras: porque fue un genio de la vida, de ella hizo
su mayor obra, y con su reflejo esculpió cada una de las páginas que debía
escribir sólo por sacarse de encima la dolorosa sensación de estar muriendo
antes de tiempo.
Cada día leo
menos y releo más, es cierto. No lo hago por sabiduría "milleriana",
no. Lo hago porque envejezco, y prefiero invertir las horas de lectura que me
resten en el goce seguro de lo ya conocido. El tictac del reloj, permítanme
decirlo, no nos hace más sabios, sólo quizá más perezosos y, por supuesto, más
viejos.
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De POSTALES DESDE
EL HAFA (blog del autor), 05/12/2011
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