El peatón de esta
primavera lluviosa de París que deje atrás el Boulevard des Italiens y entre
por la rue de Choiseul tal vez no lo sepa porque la placa azul, verde y blanca
estará tapada por otra artesanal en blanco y negro que dirá: «Rue Michel
Foucault, mort du sida». En esa calle estrecha encontrará una pasamanería y
otros comercios y talleres de artesanos, todos profundos y de color canela, que
le llevarán sin esfuerzo cien años hacia atrás. Y en su fondo encontrará un
pasaje, el de Choiseul: una puerta de hierro y de vidrios que descomponen las
luces eléctricas del interior y el color de los anuncios publicitarios: verde
botella, amarillo canario, negro. Al otro lado de esa puerta vidriera de
invernadero se abre un pasaje comercial, uno de esos rincones que el viajero de
ordinario no visita, salvo que sea peatón de oficio, ese que se echa por la
mañana a la calle y va a la buena de Dios, ensoñación va, hallazgo viene; un
pasaje donde Louis Ferdinand Destouche, dit Céline, vivió de
niño y que para él fue la calle mayor de una aldea perdida en el corazón de
París, un escenario irrenunciable al que bautizó con el nombre de Pasaje de
Beresinas algo que sin esfuerzo se puede entroncar con el «Nuestra vida es un
Viaje en el invierno y en la Noche…», que abre Viaje al final de la
noche, la canción de los Guardias Suizos, pero Eluard, Paul, habla de otros
animales.
Uno de eso
pasajes que al peatón de la ciudad le pueden contagiar aquellas ensoñaciones
tan del gusto de Walter Benjamin, casi, casi el inventor de estos escenarios
del hombre moderno hecho espectador curioso de sí mismo, que pasa, se detiene,
mira esto y lo otro, desea, sopesa, sueña, proyecta y al cabo echa andar con su
insatisfacción y su anonimato a cuestas. Ese pasaje era una verdadera corte de
los milagros, hasta las cartas postales que nos han llegado lo muestran
abigarrado, lleno de gente detenida delante de las vitrinas, mirando esto o lo
otro, un pasaje abrumado de enseñas y de reclamos comerciales, como hoy mismo:
el editor –el de los poetas paransianos y el de Le Banquet–, el
impresor, el saldista de ropa de confección, el cafetín, el juguetero, el
higienista y hasta el bisutero, a las que se superponen el artesano, el pequeño
comerciante que oscila entre la ruina y el apaño, el desocupado, el mocoso, el
pillete y el buscavidas de otro tiempo… Y a ese escenario del flâneur volvió
Céline una y otra vez. Para él fue ese callejón sin salida de la infancia que
muchos escritores llevan dentro, el punto de partida de su viaje en solitario,
errando entra la realidad y la invención, hasta el final de la noche. Unas
veces nos dirá, maldiciéndolo, que era un lugar sólo bueno para reventar debajo
de un cielo de vidrio polvoriento entre las miasmas y el gas que se escapaba
silbando de los picos. Su viaje tiene sentido porque es para huir del pasaje de
su infancia, de ese invernadero donde crece una vegetación malsana. Era preciso
irse lejos de aquel ambiente asfixiante de campana de gas, pintado con una luz
tenebrosa, para curarse la herida, la tara: sólo así se puede entender la
nostalgia del viento de alta mar. Pero a la vez se llevó de ese pasaje de
pequeños comercios un rico bagaje de imágenes y de personajes imborrables, de
voces y de rostros, un amplísimo repertorio léxico para invectivar y nombrar el
mundo, y hasta canciones de doble sentido, juegos de palabras, bromas feroces,
que no en vano –curioso sarcasmo del tiempo– por la que fuera casa de Céline se
abre una de las salidas del teatro des Bouffes-Parisiens. De esa breve calle
Mayor de una ciudad de provincia donde todo el mundo se conocía y se espiaba y
se calumniaba hasta el delirio, salió el cortejo del apocalipsis celiniano.
Otras veces
Céline nos pintará este pasaje de esta manera: la zarabanda carnavalesca de
pierrots, arlequines, payasos, máscaras, jóvenes, viejos que gritaban y reían y
cantaban envueltos en una nube de confetis. Casi, casi estamos viendo una
mascarada siniestra de Ensor o de nuestro Solana, si en vez de la luz azulada,
verdosa, del gas tuviera la amarillenta oscura de las candilejas. Esa luz
neblinosa es la del pasaje de su infancia, pero es también la que ilumina los
pasajes más alucinados de Viaje al final de la noche y de Feérie
pour une outre fois, I: «¡Posa Lili, posa¡», una luz más terrible (las
palabras son suyas) que la de la luna, que aterra, que hace ver gente que ni
está viva ni muerta ni nada, verdosa, azulada, del otro lado, envuelta en una
nube de confetis de colores, como aquellos de los carnavales de 1900, en el
pasaje de Choiseul.
Este pasaje de
Beresinas o pasaje de Choiseul o más sencillamente pasaje de Céline, es uno de
los escenarios más duros y más sólidos de Viaje al final de la noche y
de Muerte a crédito. Ahí abría su puerta el detestado comercio
familiar de puntillas y curiosidades, el que le hará describirlas de esta
manera grotesca: «¿¡Pero eso se compra, eso?! ¡¿Pero quién Dios mío, quién?!».
La casa familiar exigua, asfixiante, en un lugar donde la luz del sol puede eclipsarse con la llama de una vela; donde el padre, en su literatura, berrea estupideces y la madre se afana monstruosa encima del peculio; el escenario de la codicia, del miedo al presente, al futuro, a los demás, a la vida, del engaño, de la pequeñez y de una miseria cuyo horror, como el de las zorreras y los pulgueros, sencillamente se aprende. Eso al Céline regresado del exilio en una célebre entrevista de los años cincuenta le hará decir que la primera vez que vio la naturaleza fue cuando fue al cementerio.
A Céline, al final de su vida, se le podrá ver vestido de mendigo, pero con una pequeña fortuna cosida en los dobladillos y chalequillos de la ropa incierta que le cubría. Su vieja amiga la actriz Arlétty, decía que para ir vestido de esa manera hacía falta un gran estilo.
En su tumba, un
tres palos a todo trapo.
*** Artículo
publicado en el diario ABC, Madrid, 27.5.1994.
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De EL SECRETER
DEL INDIANO, 09/12/2015
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