Reaparecen las
bibliotecas virtuales, esas que aún dejan descargar los viejos libros liberados
por las legislaciones de ciertos países.
Anoche me di un
festín bajando relatos de Melville. No encontré La viuda chola (que
tiene leves semejanzas con Robinson Crusoe) ni El rey
de los perros, que es uno de esos relatos que me hubiese gustado
escribir. Un soldado recibe una isla como pago a sus servicios. Allí, en sus
dominios, frente al Perú, proclama una monarquía, y es defendido por fieros
dogos ante las continuas conspiraciones de sus súbditos, hastiados de sus
extravagancias.
Bajé también Billy Bud y Benito
Cereno. Espero leerlos hoy mismo. Hay omisiones imperdonables en
mi vida lectora que espero resarcir a la brevedad. Aunque sé que nunca nada
será suficiente. Llegaré a viejo, me atropellará una todoterreno, me intoxicaré
con alcohol, mi corazón no resistirá una sobredosis de sexo o la policía me
confundirá con un narco y me cagará a tiros y apenas habré alcanzado a leer una
fracción ridícula de todo lo que pretendí leer.
Ayer regresé al
norte argentino. Digo "regresar" por decir algo, porque ya ni sé lo
que es eso. Soy de todas partes y de ninguna. Mutan mis pensamientos a la par
que suman mis pasos, como una estatua melancólica que se resiste a ser sólo
estatua y siempre amanece en una plazoleta distinta.
En el camino vi
garzas, ñandúes y cigüeñas, auténticos gauchos arreando vacas y caballos
salvajes con sus patas hundidas en los humedales.
La carretera estaba
caliente y los espejismos asomaban en tumulto desde el cemento. Nos detuvimos
en varias estaciones de servicio, llenamos los termos para el mate y comimos
algunas facturas.
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De CUADERNOS DE
LA IRA (blog del autor), 10/12/2013
Imagen: Herman
Melville
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