Como una cita que
no requiere convenirse sucede el encuentro.
Las páginas de Proust donde las palabras se hunden en los misterios de la memoria, admiten una duda. ¿Qué sería de algunas de las imágenes que acompañan la vida, si el tiempo no hubiera rescatado las vanas acciones de la avaricia del olvido?
Así: el crepúsculo uniforme del Caribe se tiende sobre las cúpulas, las azoteas agrietadas donde quedan colgadas en alambres ropas que alguien no recogió, las escasas luces inermes en pocas ventanas de altura. Y se inicia el silencio por donde se desliza un rumor de oleaje marino casi manso, el golpeteo lejano de bielas de la motora que se acerca al embarcadero de la bahía. El viento decide su rumbo. Voces que discuten dan una pausa y se despiden de parques, camellón, recodos frente a los atrios.
Así era.
El hombre pensó, esa vez que llegó a Cartagena de Indias, con su modesta ceguera, que conocía el paisaje de la unánime noche, feliz metáfora de una de sus memorables ficciones.
He creído que esta ciudad no aparece en su Atlas porque viajó sin María Kodama. Ella, años después sería la encargada de las fotografías a las que el hombre, que había escrito “no hay un solo hombre que no sea un descubridor, les puso textos. De Estambul testimonió: “¿Que puedo yo saber de Turquía al cabo de tres días?”
Se explicaría entonces que en el cuento Ulrica, cuando el personaje se presenta como profesor de la Universidad de los Andes, y precisa: “Aclaré que era colombiano”. Ulrica le pregunta: “¿Qué es ser colombiano?”. Responde: “No sé (…). Es un acto de fe.”
Esta respuesta cuyo asombro surge del candor, ese que ilumina lo obvio por los poderes de levitación de la poesía, es la más citada hoy por los funcionarios públicos que exhiben su vitrina de simulada ilustración. Ya fatigaron las interesadas citas de Gabriel García Márquez, como mineros ilegales, y ahora husmean al hombre de María Kodama y de Matilde Urbach y de su madre, y de Estela. Siempre infinitas las mujeres.
Ulrica agrega: “Como ser noruega”. Respuesta cuidadosamente omitida.
Más acá de lo ingenuo, quedan dos hilos para insistir en que algunos sueños se agregaron a la noche de sus ojos. En la Universidad de los Andes estuvo acompañado por Ramón de Zubiría. Inevitable que el tono de don Tito le martillara esa vez que pernoctó el hombre en Cartagena de Indias.
Estuvo en el paraninfo de la Universidad de Cartagena. Llevados por la curiosidad incurable de pocas lecturas, Eligio García Márquez y yo fuimos los únicos estudiantes de colegio que sumamos rostros a la exigua asistencia.
Vimos al hombre buscar los ruidos de los murciélagos antes de recordar: “Convencidos de caducidad/ por tantas nobles certidumbres del polvo”.
Lo acompañaban: Fernando Arbelaez y Roberto Burgos Ojeda.
Uno es poeta. El otro mi padre. De los tres darán razón.
¿Una placa de homenaje y recuerdo?
Las páginas de Proust donde las palabras se hunden en los misterios de la memoria, admiten una duda. ¿Qué sería de algunas de las imágenes que acompañan la vida, si el tiempo no hubiera rescatado las vanas acciones de la avaricia del olvido?
Así: el crepúsculo uniforme del Caribe se tiende sobre las cúpulas, las azoteas agrietadas donde quedan colgadas en alambres ropas que alguien no recogió, las escasas luces inermes en pocas ventanas de altura. Y se inicia el silencio por donde se desliza un rumor de oleaje marino casi manso, el golpeteo lejano de bielas de la motora que se acerca al embarcadero de la bahía. El viento decide su rumbo. Voces que discuten dan una pausa y se despiden de parques, camellón, recodos frente a los atrios.
Así era.
El hombre pensó, esa vez que llegó a Cartagena de Indias, con su modesta ceguera, que conocía el paisaje de la unánime noche, feliz metáfora de una de sus memorables ficciones.
He creído que esta ciudad no aparece en su Atlas porque viajó sin María Kodama. Ella, años después sería la encargada de las fotografías a las que el hombre, que había escrito “no hay un solo hombre que no sea un descubridor, les puso textos. De Estambul testimonió: “¿Que puedo yo saber de Turquía al cabo de tres días?”
Se explicaría entonces que en el cuento Ulrica, cuando el personaje se presenta como profesor de la Universidad de los Andes, y precisa: “Aclaré que era colombiano”. Ulrica le pregunta: “¿Qué es ser colombiano?”. Responde: “No sé (…). Es un acto de fe.”
Esta respuesta cuyo asombro surge del candor, ese que ilumina lo obvio por los poderes de levitación de la poesía, es la más citada hoy por los funcionarios públicos que exhiben su vitrina de simulada ilustración. Ya fatigaron las interesadas citas de Gabriel García Márquez, como mineros ilegales, y ahora husmean al hombre de María Kodama y de Matilde Urbach y de su madre, y de Estela. Siempre infinitas las mujeres.
Ulrica agrega: “Como ser noruega”. Respuesta cuidadosamente omitida.
Más acá de lo ingenuo, quedan dos hilos para insistir en que algunos sueños se agregaron a la noche de sus ojos. En la Universidad de los Andes estuvo acompañado por Ramón de Zubiría. Inevitable que el tono de don Tito le martillara esa vez que pernoctó el hombre en Cartagena de Indias.
Estuvo en el paraninfo de la Universidad de Cartagena. Llevados por la curiosidad incurable de pocas lecturas, Eligio García Márquez y yo fuimos los únicos estudiantes de colegio que sumamos rostros a la exigua asistencia.
Vimos al hombre buscar los ruidos de los murciélagos antes de recordar: “Convencidos de caducidad/ por tantas nobles certidumbres del polvo”.
Lo acompañaban: Fernando Arbelaez y Roberto Burgos Ojeda.
Uno es poeta. El otro mi padre. De los tres darán razón.
¿Una placa de homenaje y recuerdo?
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De BAÚL DE MAGO,
columna del autor, 16/06/2016
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