Leer a Beatriz
Sarlo es una de las experiencias intelectuales más estimulantes que se pueda
tener hoy día. Escriba del empobrecimiento de la discusión pública, de la
cultura del zapping o de la segregación urbana en las grandes capitales, sus
textos siempre invitan a mirar en los pliegues de la realidad y a detenerse en
aquello que el discurso dominante pasa por alto. Es quizá una de las
últimas intelectuales públicas de América Latina y en el campo literario,
específicamente, no tiene parangón. Ha escrito con rigor y generosidad
sobre casi todos los escritores argentinos relevantes, y si ahora redacto estos
improvisados apuntes es porque acabo de terminar Zona Saer y me encuentro bajo
su influjo, deslumbrado, con esa sensación que provocan los grandes textos de
crítica: que mi percepción ha cambiado, que las ideas o intuiciones que
estaban envueltas en la bruma ahora han sido despejadas, que soy otro.
Juan José Saer
murió el 2005, a los 68 años, y representa uno de los casos más anómalos, de
mayor injusticia, cuando hablamos de reconocimiento literario. Beatriz
Sarlo, una de las primeras en jugarse por su obra, desentraña los factores que
explican esa marginalidad. Para empezar, sus libros se hayan en las
antípodas del boom: ni un continente exótico ni fantástico, ni tesis
sociológicas sobre las dictaduras y la pobreza. El autor de El limonero real
parecía decidido a escribir a contracorriente de su época y de sus
contemporáneos. En una época en que todo empezaba a ser fragmentario e
incompleto, cuando incluso se empieza a hablar de la muerte del autor, Saer
apuesta por un proyecto unitario, donde existe un grupo de amigos que va y
viene de un libro a otro (Tomatis, Barco, Leto, los hermanos Garay), y
un espacio muy acotado, la ciudad de Santa Fe y sus alrededores, una zona
cruzada por ríos, de mucho calor y humedad.
Saer, además,
viene de la poesía. Mejor, incorpora la poesía a su prosa. Entonces prefiere
concentrarse en las descripciones minuciosas de los espacios antes que en la
acción del relato. Plasmar el tiempo, la riqueza de las percepciones,
está por sobre las nociones de trama y velocidad.
Como ha dicho
Sarlo de manera insuperable, la gran pregunta que subyace a toda la obra de
Saer es: “¿Qué hacer cuando no se hace nada?”. Y la respuesta que dan los
cuentos y novelas es muy simple, y también fascinante: comer un asado, tomarse
unos tragos y conversar de todo lo imaginable: de los viajes, las promesas,
las infidelidades, el dinero, las noticias, los libros, los muertos y, cómo no,
del árbol que los protege del calor, del hielo que se derrite en el vaso de
vino blanco, del aroma que expide la tierra húmeda tras la rápida llovizna, de
si hay que ir a comprar más cigarros, de la jugosidad de la carne, del
vientecillo que por suerte algo refresca. La amistad como utopía para
resistir a las fuerzas que amenazan con desestabilizar la vida (la política en
primerísimo lugar). No imperan allí las leyes de parentesco ni de
dominación, sino los acuerdos tácitos que imponen las afinidades y el afecto.
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Del blog de
Álvaro Matus en LA TERCERA, 23/06/2016
Imagen. Juan José
Saer
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