Privado,
silencioso y porteño. Observador, melancólico y también porteño. Algo
malicioso, medio tirado a existencialista, pero siempre porteño. Noble,
distante y, ni que decir, porteño. Carlos León Alvarado, Coquimbo, 1916. Le
siguieron Ovalle, Santiago e Iquique, hábitats insuficientes para lo que, aún
sin saberlo, requería. Datos de almanaque, incompletos, pero necesarios para
comprender la muletilla del inicio. El verdadero Carlos León pertenece a
Valparaíso. Es decir, a todos los chiflados con cadenas imaginarias al puerto
más puerto de todos los puertos. Y Valparaíso es parte del patrimonio que él se
llevó consigo –sumido en un cortés silencio- en 1988. Su herencia: ficciones
amables y reposadas. Adheridas a esta ciudad en ambientación y trama. Gemas
únicas, excepcionales, provincianamente universales.
Autor
escueto y tardío, si vemos el asunto como una carrera de cien metros planos.
Pero esencial para los que buscan suavizar esta vida amarga con bellas letras
(de las grandes y de papel amarillo, antes de las reediciones de Bruguera y
Alfaguara). Cuando no llenaba sus cuadernos con su caligrafía redonda –grafito
amarillo con goma en el extremo y hojas de líneas horizontales-, León se ganaba
la vida como abogado de la plaza, pero más precisamente como formador de
abogados, en su cátedra de filosofía del derecho en la Universidad de
Valparaíso (curioso islote de cemento que mira hacia la avenida Errázuriz y al
mar). Materia que le venía de perillas, acorde con su ritmo y su tendencia a la
divagación. Partidario de exámenes orales nocturnos, sin hora de término,
forzosa coincidencia para prolongar las tertulias con sus colegas de comisión
en algún boliche del puerto. Lo imaginamos, sin dificultad, sentado de brazos
cruzados, de abrigo largo, algo encogido, siempre abstemio, impávido la mayoría
de las veces, sonriendo de vez en cuando, poniendo máxima atención a las
conversaciones para convertirlas, luego, en material creativo.
Su primer
libro, “Sobrino único” lo publicó casi a los cuarenta años, en 1954; el
segundo, “Las viejas amistades”, dos años más tarde. La trilogía se completó,
en 1964, con “Sueldo vital”. Todos tan breves que Zig-Zag optó por fundirlas en
un único volumen al año siguiente. No existe consenso de si se tratan de
novelas cortas (más que cortas, escuetas), cuentos o crónicas. Tienen de todo
un poco. Creación de un mundo paralelo, concisión en sus líneas y divagaciones
colaterales (nunca para aburrir o perderse en el camino). Personajes sencillos
en apariencia, pero universos complejos en su interioridad, son dados a
conocer a través de un par de líneas descriptivas o de sus propias palabras
(diálogos mediante). Si bien “Sobrino único” aparece ambientado en un poblado
rural del naciente siglo XX (Copiapó lo más probable, con sus tierras de
chirimoyas, papayas y papas gigantescas, más esos seres secundarios por
antonomasia, las tías de la familia, solteronas y hacendosas, inmortalizadas
merecidamente en la literatura de León), las otras dos narraciones se insertan
a cabalidad en su particular Valparaíso, ese que mira hacia los cerros, dándole la espalda a la bahía, a su
arquitectura de colgajo, entre cuatro paredes de caserones húmedos (se me
ocurre hermanar al autor con el cine de Joris Ivens, Aldo Francia y la dupla de
José Donoso y Silvio Caiozzi y con las páginas de Manuel Peña Muñoz), alejados
de las epopeyas de altarmar de Salvador Reyes o Francisco Coloane. Dinámica del
fracaso asumido y la inutilidad de cualquier gesto de heroísmo. Historias
minúsculas de empleados públicos, correligionarios políticos, comerciantes de
poca monta, amigos barriales, esposas devotas, hijos descarriados, solteronas
que perdieron el tren, cesantes desdentados, jovencitas de sueños cursis y
amantes de segunda, reducidas a no más de un centenar de páginas, donde el
narrador, un tal Carlos, se limita a su papel de taciturno observador. Sin
embargo, cuando pareciera que esta rigidez se apodera de todo, llega la broma
un tanto cruel, mas sin consecuencias, suavizada pronto por la gran piedad del
narrador hacia estos seres que, en el fondo, son incapaces de matar una
mosca. La misma sensibilidad ambiental, aún más perfecta, se recrea en la
magnífica colección de cuentos “Retrato hablado”.
Por edad, Carlos
León se aviene a la generación del 38, la de su tocayo y antónimo Carlos
Droguett (donde uno es pausa y reflexión, el otro es velocidad y mucha ira).
Entre explayarse o contenerse, León prefería lo último. Treinta páginas para
una historia bastaban. Si eran menos, mejor. Un matutino amarillo lo llamó, en
una forma bastante burda, el escritor que hacía adelgazar sus novelas. Nosotros
le diremos Carlos León Alvarado, narrador del puerto en día nublado.
León
fundamental: "Sobrino único" (1954), "Las viejas amistades"
(1956), "Sueldo vital" (1964), "Retrato hablado" (1971),
"Algunos días" (1977), "Hombres de Palabras" (1979),
"Todavía" (1981), "El Hombre de Playa Ancha" (1984),
"Memorias de un sonámbulo" y "Regreso a casa" (ambas de
1994).
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De PLUMAS
HISPANOAMERICANAS, 05/09/2016
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