En la entrada
anterior del blog recordaba unas declaraciones a la prensa de Woody Allen en
las que confesaba que lo único que da sentido a su vida es distraer al público,
hacer que durante una hora olvide sus malos humores y la muerte contándoles
historias de personajes que son infieles a sus parejas o que se matan entre
ellos. En suma, explicar a los espectadores que la vida es positiva, aunque
para ello haya que engañarlos, un propósito que no le parece fácil.
Este
planteamiento recuerda al argumento de la novela de Unamuno San Manuel
Bueno, mártir (1931), y a su protagonista, el párroco Don Manuel
Bueno, quien, pese a haber perdido la fe religiosa, procura transmitírsela a
sus feligreses, repartiendo el consuelo que no puede darse a sí mismo. En
una entrevista concedida al escritor griego Nikos Kazantzakis poco tiempo
después de publicar la obra, Unamuno reconocía que “el rostro de la verdad es
terrible” y que “nuestro deber es ocultar la verdad al pueblo”.
“Hay que
engañar al pueblo para que el miserable tenga la fuerza y el gusto de vivir. Si
supiera la verdad, ya no querría, ya no podría vivir. El pueblo tiene necesidad
de mitos, de ilusiones; el pueblo tiene necesidad de ser engañado. Esto es lo
que lo sostiene en la vida”
En otro artículo,
decía, citando la célebre frase atribuida a Petronio, Mundus vult
decipi, que el mundo quiere ser engañado.
Aunque Unamuno
alude al pueblo y Woody Allen al público, el enfoque de ambos es similar, si
bien resulta más perceptible en el autor español. Al referirse al
público-pueblo ambos sitúan en polos opuestos al creador, que es siempre uno
–como Don Manuel Bueno, el cura excéntrico que se reserva el derecho de
predicar lo contrario de lo que piensa-, y a los destinatarios de su obra, que
son muchos y están agrupados en una masa informe y monocolor. El creador, el
artista, se permite la licencia de engañar al público, engatusándolo con una
obra que le oculta la verdad, a cambio de ilusionarlo con historias verosímiles
pero irreales. De este propósito se deduce que mientras las escribe no tiene en
mente a un espectador o lector concreto, sino al público. Demasiada
gente en la cabeza.
Suponiendo que
esto sea cierto, ¿qué idea tiene el artista cuando sólo piensa en el público? Y
ahora la pregunta de rigor: ¿Quién es el público? Quién, no qué. Unamuno y
Woody Allen coincidirían en sus respuestas: gente que acude a ver una película,
una obra de teatro (o a escuchar el sermón dominical de un predicador
persuasivo como Don Manuel Bueno) para dejarse acunar por historias, leyendas,
fábulas y parábolas y olvidar las penalidades, el miedo a cualquier desgracia y
la incertidumbre. No importa que en esas historias los personajes se muestren
tan frágiles como nosotros. A fin de cuentas sus penalidades no son nuestras y
podemos gozar del privilegio de observarlas sin necesidad de padecerlas.
Usted y yo somos
público cuando presenciamos algún espectáculo. Y también lo fue Miguel de
Unamuno, y lo ha sido Woody Allen, espectador atento de tantas películas que
han influido en su cine. Pero seguro que a ninguno de nosotros nos agrada mucho
la idea de que nos cataloguen de “público” y que se nos trate como tal. Además,
no creo que alguien acuda al cine a sabiendas de que es público, del que a lo
sumo formará parte a efectos estadísticos o sociológicos.
Es verdad que hay
variedad de públicos, al menos tanta como la oferta de espectáculos. El mismo
Woody Allen ha comentado alguna vez que sus películas tienen mejor acogida en
Europa que en Estados Unidos y, al menos durante años, éstas atrajeron a un
tipo de público que esperaba con interés sus estrenos, quizá porque buena parte
de los espectadores sentía cierta afinidad con las historias que cuenta en sus películas,
con las situaciones y hasta con algunos de sus personajes. Seguro que, además
de la común predilección por las películas de Woody Allen, les unían muchas
filias y fobias. Conformaban un público.
Pero aun así,
unas características generales no permiten determinar el perfil de un
espectador concreto. El público, como el pueblo, carece de rostro, o sus rasgos
son tan difusos que recuerdan a máscaras iguales. Público y pueblo son
abstracciones, o sea, todo lo contrario de la concreción que baraja el creador
mientras elabora su obra.
Kierkegaard, que
se pasó toda su vida defendiendo la individualidad contra todo tipo de
abstracciones y generalidades, dijo que en el “público”, “y cosas por el
estilo”, el individuo como tal no es nada:
“No hay ningún
individuo singular, lo numérico es lo constituyente y la ley para una generatio
aequivoca; separado del “público” el individuo aislado no es nada, y dentro del
público tampoco es, entendido de manera más profunda, propiamente nada”.
Pero lo que
reprochaba al público -y Kierkegaard tenía en mente a los lectores anónimos de
la prensa- es que no fuese ni una nación, ni una generación, ni una comunidad,
ni una asociación, y menos todavía, por supuesto, unas personas determinadas,
“pues todos ellos son lo que son gracias a la concreción” y ninguno de los que
pertenecen a un público “se encuentra realmente vinculado a algo”. El
público, ese fantasma que sólo podía surgir en una época desapasionada,
destructora de todo lo concreto, huérfana de heroísmo, de héroes y de acción,
es “el verdadero maestro de la nivelación”.
No resulta
extraño que, desde este punto de vista, el filósofo danés se jactase de no
haber buscado un público para su obra, sino que “alegremente” se había
conformado con “aquel individuo” y, como resultado de esta restricción, se
había vuelto “casi proverbial”.
En su definición
del público, Kierkegaard se adelantaba a uno de los grandes problemas de
nuestro tiempo: la pasividad del individuo que, viendo y escuchando, impulsado
únicamente por la avidez de novedades que le ofrecen los numerosos canales de
información, no hace nada, bien por una impotencia objetiva, o cegado por su
inveterada costumbre de ejercer de espectador. Entonces ya sólo se limita a
hablar de lo que hacen y dicen otros, convirtiéndose así en carne de masa y de
público.
También el
crítico literario William Hazlitt acusaba a la prensa, en tanto que fabricante
de opiniones, de fomentar la pasividad del público lector y de cada lector en
particular, cada vez más incapaz de juzgar por sí mismo, según su propio
criterio, mientras, empujado por la comodidad del no pensar, subordina sus
opiniones falsamente personales a las formuladas por terceros –los llamados
líderes de opinión- en los medios públicos.
Hazlitt sostenía
que al público le espanta tanto su propia opinión que nunca se atreve a
formular ninguna, pendiente del rumor ocioso para actualizar sus juicios,
propagándolos “hasta quedarse sordo” con el sonido de su propia voz. “Tiene la
boca de un león y el corazón de una liebre, y con las orejas erguidas y los
ojos desvelados”, siempre está “sopesando sus temores”.
“La idea de lo
que el público pensará impide al público pensar en absoluto, y obra una suerte
de conjuro respecto a la práctica del juicio privado”.
Envidioso e
ingrato, ignorante, estúpido y tímido, “lee, admira, ensalza, sólo porque tal
es la moda, no por amor alguno al asunto o al hombre. Te aclama o te abandona
por mero capricho y levedad”.
En una carta a su
amigo Alexei Suvorin, Anton Chejov se preguntaba para quién escribía. “¿Para el
público? Pues yo no lo veo, y creo en él todavía menos que en el domovoi [en
el folklore ruso, genio familiar que preside los destinos de la casa]”. Decía
no verlo, pero a renglón seguido lo tachaba de ignorante y de ser mal alumno.
Tenía la decepcionante certeza de que no comprendía todo cuanto de nuevo y
esencial aportaba en sus obras. Luego trataba de ponerle cara,
lamentando que “sus mejores elementos” carecieran “de conciencia y de
sinceridad para conmigo”. Hasta que en ese esfuerzo de concreción se detenía en
un espectador, y no en uno cualquiera, sino en el más especializado de todos,
el crítico. Resulta que todo el mundo había elogiado su obra Crisis,
pero sólo el crítico Grigoróvich reparó en la descripción de las primeras
nieves.
El éxito que
cosechaban las representaciones de sus piezas teatrales no le cegó nunca.
Tampoco creía merecerlo. No pensaba que escribiese para que lo alabaran, sino
porque no podía hacer otra cosa, por el impulso irreprimible de crear.
Quien se dirige a
todos no se dirige a nadie, anotó Paul Valéry, para quien el mayor don del
escritor es representarse a alguien que puede dar “el tono del lenguaje, la
extensión de las explicaciones” y medir “la atención que podemos pedir”. Más
aún, estaba seguro de que cuanto más claramente apuntase a alguien,
mejor sería el trabajo y el rendimiento de su trabajo.
En la misma línea
que Valéry, el escritor alemán Hugo Ball, figura clave en la fundación del
dadaísmo y alma mater del Cabaret Voltaire, escribió en su Diario que
no se podía seguir produciendo sin saber a quién se dirige uno. Carecía de
sentido escribir, componer poesía o música para un público imaginario.
El auge del
mercado en el ámbito de las bellas artes le llevó a preguntar en voz alta si
los artistas sólo creaban para quienes comerciaban con sus obras. Su opinión
era abiertamente pesimista:
“El comercio
con obras de arte se ha convertido en un negocio bursátil por cuenta propia, un
negocio que comercia con papel impreso y lienzos pintados”.
Unos valores para
los que el receptor apenas entra en consideración.
No es lo mismo
que el comerciante diga que se debe a su cliente, que el cineasta o dramaturgo
diga que se debe a su público. Al cliente se le ofrecen productos acabados, de
máxima calidad, para que los disfrute y vuelva a la tienda a comprar. Ese
regreso será la mejor respuesta que el comerciante puede recibir de sus
clientes, quienes esperan encontrar en la tienda productos igual de acabados
que los que encontraron la vez anterior.
Pero deberse al
público no significa ofrecerle obras acabadas, que encierren respuestas
concluyentes, ni tampoco de esas que tanto abundan últimamente, que hacen
olvidar al espectador los problemas reales a cambio de atontarlo con historias
insulsas, adobadas con melodías sentimentales, algún que otro efecto especial,
y todo a un volumen muy alto, para evitar que se duerma. Porque no es lo mismo
acudir al cine o al teatro para olvidar los problemas reales, a menudo tediosos
y desagradables, que olvidar la historia que hemos presenciado en cuanto
abandonamos la sala.
Las mejores
películas, como las mejores historias que hemos leído, son aquellas que no
olvidamos y a las que volvemos porque más que respuestas, nos suscitaron
preguntas. Y es a esas preguntas a las que en realidad regresamos cuando
volvemos a ver una película o releemos un libro.
Goethe pensaba
que la mayor muestra de aprecio que un autor puede darle a su público es la de
no brindarle nunca aquello que se espera, sino lo que él mismo en cada etapa de
la propia y ajena evolución considera legítimo y provechoso. En su propósito de
renovar el teatro burgués, Federico García Lorca no dudó en criticar al público
que asiste a las obras teatrales para matar el aburrimiento, sin esperar nada
de la obra. Un público “intermedio”.
“Lo grave es
que las gentes que van al teatro no quieren que se le haga pensar sobre ningún
tema moral. Además, van al teatro como a disgusto. Llegan tarde, se van antes
de que termine la obra, entran y salen sin respeto alguno”.
El dramaturgo
español Juan Mayorga es partidario incluso de desobedecer al espectador y de no
ofrecerle aquello que busca. De lo contrario se le tratará como a un
consumidor. “El teatro es un arte de conflicto –hay quien dice que es un arte
de consenso-, y el conflicto más importante es el que se da entre el escenario
y el patio de butacas”. Mayorga entiende el teatro como un medio idóneo para
suscitar una conversación.
Se trata de que
la obra no acabe en el escenario, que traspase las puertas del teatro y que el
espectador, desgajado del borroso público, salte por encima de su sombra.
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De EN LENGUA
PROPIA (blog del autor), 16/06/2015
Imágenes: Søren
Kierkegaard
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