Friday, June 24, 2016

Kierkegaard contra el público

JAIME FERNÁNDEZ

En la entrada anterior del blog recordaba unas declaraciones a la prensa de Woody Allen en las que confesaba que lo único que da sentido a su vida es distraer al público, hacer que durante una hora olvide sus malos humores y la muerte contándoles historias de personajes que son infieles a sus parejas o que se matan entre ellos. En suma, explicar a los espectadores que la vida es positiva, aunque para ello haya que engañarlos, un propósito que no le parece fácil.

Este planteamiento recuerda al argumento de la novela de Unamuno San Manuel Bueno, mártir (1931), y a su protagonista, el párroco Don Manuel Bueno, quien, pese a haber perdido la fe religiosa, procura transmitírsela a sus feligreses, repartiendo el consuelo que no puede darse a sí mismo.  En una entrevista concedida al escritor griego Nikos Kazantzakis poco tiempo después de publicar la obra, Unamuno reconocía que “el rostro de la verdad es terrible” y que “nuestro deber es ocultar la verdad al pueblo”.

“Hay que engañar al pueblo para que el miserable tenga la fuerza y el gusto de vivir. Si supiera la verdad, ya no querría, ya no podría vivir. El pueblo tiene necesidad de mitos, de ilusiones; el pueblo tiene necesidad de ser engañado. Esto es lo que lo sostiene en la vida”

En otro artículo, decía, citando la célebre frase atribuida a Petronio, Mundus vult decipi, que el mundo quiere ser engañado.

Aunque Unamuno alude al pueblo y Woody Allen al público, el enfoque de ambos es similar, si bien resulta más perceptible en el autor español. Al referirse al público-pueblo ambos sitúan en polos opuestos al creador, que es siempre uno –como Don Manuel Bueno, el cura excéntrico que se reserva el derecho de predicar lo contrario de lo que piensa-, y a los destinatarios de su obra, que son muchos y están agrupados en una masa informe y monocolor. El creador, el artista, se permite la licencia de engañar al público, engatusándolo con una obra que le oculta la verdad, a cambio de ilusionarlo con historias verosímiles pero irreales. De este propósito se deduce que mientras las escribe no tiene en mente a un espectador o lector concreto, sino al público. Demasiada gente en la cabeza.

Suponiendo que esto sea cierto, ¿qué idea tiene el artista cuando sólo piensa en el público? Y ahora la pregunta de rigor: ¿Quién es el público? Quién, no qué. Unamuno y Woody Allen coincidirían en sus respuestas: gente que acude a ver una película, una obra de teatro (o a escuchar el sermón dominical de un predicador persuasivo como Don Manuel Bueno) para dejarse acunar por historias, leyendas, fábulas y parábolas y olvidar las penalidades, el miedo a cualquier desgracia y la incertidumbre. No importa que en esas historias los personajes se muestren tan frágiles como nosotros. A fin de cuentas sus penalidades no son nuestras y podemos gozar del privilegio de observarlas sin necesidad de padecerlas.

Usted y yo somos público cuando presenciamos algún espectáculo. Y también lo fue Miguel de Unamuno, y lo ha sido Woody Allen, espectador atento de tantas películas que han influido en su cine. Pero seguro que a ninguno de nosotros nos agrada mucho la idea de que nos cataloguen de “público” y que se nos trate como tal. Además, no creo que alguien acuda al cine a sabiendas de que es público, del que a lo sumo formará parte a efectos estadísticos o sociológicos.

Es verdad que hay variedad de públicos, al menos tanta como la oferta de espectáculos. El mismo Woody Allen ha comentado alguna vez que sus películas tienen mejor acogida en Europa que en Estados Unidos y, al menos durante años, éstas atrajeron a un tipo de público que esperaba con interés sus estrenos, quizá porque buena parte de los espectadores sentía cierta afinidad con las historias que cuenta en sus películas, con las situaciones y hasta con algunos de sus personajes. Seguro que, además de la común predilección por las películas de Woody Allen, les unían muchas filias y fobias. Conformaban un público.

Pero aun así, unas características generales no permiten determinar el perfil de un espectador concreto. El público, como el pueblo, carece de rostro, o sus rasgos son tan difusos que recuerdan a máscaras iguales. Público y pueblo son abstracciones, o sea, todo lo contrario de la concreción que baraja el creador mientras elabora su obra.

Kierkegaard, que se pasó toda su vida defendiendo la individualidad contra todo tipo de abstracciones y generalidades, dijo que en el “público”, “y cosas por el estilo”, el individuo como tal no es nada:

“No hay ningún individuo singular, lo numérico es lo constituyente y la ley para una generatio aequivoca; separado del “público” el individuo aislado no es nada, y dentro del público tampoco es, entendido de manera más profunda, propiamente nada”.

Pero lo que reprochaba al público -y Kierkegaard tenía en mente a los lectores anónimos de la prensa- es que no fuese ni una nación, ni una generación, ni una comunidad, ni una asociación, y menos todavía, por supuesto, unas personas determinadas, “pues todos ellos son lo que son gracias a la concreción” y ninguno de los que pertenecen a un público “se encuentra realmente vinculado a algo”. El público, ese fantasma que sólo podía surgir en una época desapasionada, destructora de todo lo concreto, huérfana de heroísmo, de héroes y de acción, es “el verdadero maestro de la nivelación”.

No resulta extraño que, desde este punto de vista, el filósofo danés se jactase de no haber buscado un público para su obra, sino que “alegremente” se había conformado con “aquel individuo” y, como resultado de esta restricción, se había vuelto “casi proverbial”.

En su definición del público, Kierkegaard se adelantaba a uno de los grandes problemas de nuestro tiempo: la pasividad del individuo que, viendo y escuchando, impulsado únicamente por la avidez de novedades que le ofrecen los numerosos canales de información, no hace nada, bien por una impotencia objetiva, o cegado por su inveterada costumbre de ejercer de espectador. Entonces ya sólo se limita a hablar de lo que hacen y dicen otros, convirtiéndose así en carne de masa y de público.

También el crítico literario William Hazlitt acusaba a la prensa, en tanto que fabricante de opiniones, de fomentar la pasividad del público lector y de cada lector en particular, cada vez más incapaz de juzgar por sí mismo, según su propio criterio, mientras, empujado por la comodidad del no pensar, subordina sus opiniones falsamente personales a las formuladas por terceros –los llamados líderes de opinión- en los medios públicos.

Hazlitt sostenía que al público le espanta tanto su propia opinión que nunca se atreve a formular ninguna, pendiente del rumor ocioso para actualizar sus juicios, propagándolos “hasta quedarse sordo” con el sonido de su propia voz. “Tiene la boca de un león y el corazón de una liebre, y con las orejas erguidas y los ojos desvelados”, siempre está “sopesando sus temores”.

“La idea de lo que el público pensará impide al público pensar en absoluto, y obra una suerte de conjuro respecto a la práctica del juicio privado”.

Envidioso e ingrato, ignorante, estúpido y tímido, “lee, admira, ensalza, sólo porque tal es la moda, no por amor alguno al asunto o al hombre. Te aclama o te abandona por mero capricho y levedad”.

En una carta a su amigo Alexei Suvorin, Anton Chejov se preguntaba para quién escribía. “¿Para el público? Pues yo no lo veo, y creo en él todavía menos que en el domovoi [en el folklore ruso, genio familiar que preside los destinos de la casa]”. Decía no verlo, pero a renglón seguido lo tachaba de ignorante y de ser mal alumno. Tenía la decepcionante certeza de que no comprendía todo cuanto de nuevo y esencial aportaba en sus obras. Luego trataba de ponerle cara, lamentando que “sus mejores elementos” carecieran “de conciencia y de sinceridad para conmigo”. Hasta que en ese esfuerzo de concreción se detenía en un espectador, y no en uno cualquiera, sino en el más especializado de todos, el crítico. Resulta que todo el mundo había elogiado su obra Crisis, pero sólo el crítico Grigoróvich reparó en la descripción de las primeras nieves.

El éxito que cosechaban las representaciones de sus piezas teatrales no le cegó nunca. Tampoco creía merecerlo. No pensaba que escribiese para que lo alabaran, sino porque no podía hacer otra cosa, por el impulso irreprimible de crear.

Quien se dirige a todos no se dirige a nadie, anotó Paul Valéry, para quien el mayor don del escritor es representarse a alguien que puede dar “el tono del lenguaje, la extensión de las explicaciones” y medir “la atención que podemos pedir”. Más aún, estaba seguro de que cuanto más claramente apuntase a alguien, mejor sería el trabajo y el rendimiento de su trabajo.

En la misma línea que Valéry, el escritor alemán Hugo Ball, figura clave en la fundación del dadaísmo y alma mater del Cabaret Voltaire, escribió en su Diario que no se podía seguir produciendo sin saber a quién se dirige uno. Carecía de sentido escribir, componer poesía o música para un público imaginario.

El auge del mercado en el ámbito de las bellas artes le llevó a preguntar en voz alta si los artistas sólo creaban para quienes comerciaban con sus obras. Su opinión era abiertamente pesimista:

“El comercio con obras de arte se ha convertido en un negocio bursátil por cuenta propia, un negocio que comercia con papel impreso y lienzos pintados”.

Unos valores para los que el receptor apenas entra en consideración.

No es lo mismo que el comerciante diga que se debe a su cliente, que el cineasta o dramaturgo diga que se debe a su público. Al cliente se le ofrecen productos acabados, de máxima calidad, para que los disfrute y vuelva a la tienda a comprar. Ese regreso será la mejor respuesta que el comerciante puede recibir de sus clientes, quienes esperan encontrar en la tienda productos igual de acabados que los que encontraron la vez anterior.

Pero deberse al público no significa ofrecerle obras acabadas, que encierren respuestas concluyentes, ni tampoco de esas que tanto abundan últimamente, que hacen olvidar al espectador los problemas reales a cambio de atontarlo con historias insulsas, adobadas con melodías sentimentales, algún que otro efecto especial, y todo a un volumen muy alto, para evitar que se duerma. Porque no es lo mismo acudir al cine o al teatro para olvidar los problemas reales, a menudo tediosos y desagradables, que olvidar la historia que hemos presenciado en cuanto abandonamos la sala.

Las mejores películas, como las mejores historias que hemos leído, son aquellas que no olvidamos y a las que volvemos porque más que respuestas, nos suscitaron preguntas. Y es a esas preguntas a las que en realidad regresamos cuando volvemos a ver una película o releemos un libro.

Goethe pensaba que la mayor muestra de aprecio que un autor puede darle a su público es la de no brindarle nunca aquello que se espera, sino lo que él mismo en cada etapa de la propia y ajena evolución considera legítimo y provechoso. En su propósito de renovar el teatro burgués, Federico García Lorca no dudó en criticar al público que asiste a las obras teatrales para matar el aburrimiento, sin esperar nada de la obra. Un público “intermedio”.

“Lo grave es que las gentes que van al teatro no quieren que se le haga pensar sobre ningún tema moral. Además, van al teatro como a disgusto. Llegan tarde, se van antes de que termine la obra, entran y salen sin respeto alguno”.

El dramaturgo español Juan Mayorga es partidario incluso de desobedecer al espectador y de no ofrecerle aquello que busca. De lo contrario se le tratará como a un consumidor. “El teatro es un arte de conflicto –hay quien dice que es un arte de consenso-, y el conflicto más importante es el que se da entre el escenario y el patio de butacas”. Mayorga entiende el teatro como un medio idóneo para suscitar una conversación.

Se trata de que la obra no acabe en el escenario, que traspase las puertas del teatro y que el espectador, desgajado del borroso público, salte por encima de su sombra.

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De EN LENGUA PROPIA (blog del autor), 16/06/2015

Imágenes: Søren Kierkegaard 


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