“El día en que
dejen de oírse en las selvas del Brasil los sonidos casi inarticulados de los
hombres degenerados, ese día muchos de los plumíferos cantores producirán
también melodías más refinadas”
Hegel
Cuento: Era 1831.
Una expedición
náutica está zarpando para dar la vuelta a la Tierra. Seguirán los rastros del
infeliz de Elcano; de Drake, el azote; de los holandeses como Le Maire,
sigilosos -como la ginebra- pero que ya nadie recuerda que también fueron unos
malditos, otra calamidad
Imaginen la
despedida, imaginen el puerto de Londres. La algazara y la pompa. Un perfecto
día imperial, uno memorable, uno con cañonazos hacia los cuatro destinos de la
rosa, con ron fluvial y generoso para todos, con lluvia de abajo, de jengibre y
pólvora
Cuando partieron
no sabían que fundarían otro mundo, el mundo de la ciencia moderna. Tal vez él,
sí lo sabía, pero es muy difícil comprobarlo
Lo que sí es
evidente es que el nombre de la nave y de su capitán aún bautiza aguas y
montañas, aunque nadie sepa hoy porque el canal de Beagle se llame así, aunque
casi hubo una guerra por un pasito líquido que se sigue denominando así, con el
nombre del velero –en la toponimia, mierda, seguimos siendo nomás colonias de
Su Majestad, seguimos siendo sus desconocidos vasallos, seguimos siendo los
australianos y los neozelandeses del Nuevo Mundo, de AbyaYala, de
América
Darwin, el joven
Darwin –tan racional y tan british- era el científico a bordo, el
naturalista del barco. Era un hombrecito bastante pelotudo, contrastaba fieramente
con la tripulación: antiguos mineros de Cornualles capaces de derribar un árbol
a cabezazos, irlandeses de Cork que odiaban a los galeses que a su vez odiaban
a los británicos y que aun así todos juntos eran hábiles para beberse sin
respirar el Mar de los Sargazos y de acostarse sin preguntar con alguna de las
Islas Azores
El joven Darwin
peleaba con Fitz Roy –tal el apellido del mandamás del buque, tal sigue siendo
el nombre de un imponente cerro que era sagrado para los indios tehuelches que
andaban merodeando esos días por esos sus confines
El joven Darwin
pugnaba con el capitán Fitz Roy, decía, por minucias de niño consentido –a raíz
de ello, casi naufraga el buque en las Islas Galápagos - como si el cerebro –no
un albatros- le dictase al oído a Darwin, el joven: “haz tu trabajo. Te
enterrarán al lado de Newton en la abadía de Westminster”
“Serás nuestra
gloria. Nuestra gloria más aclamada, la que más necesitamos”
“Nuestro dominio
es el mundo, nuestra mejor arma es la ciencia”
“Ve y demuestra
lo racialmente superiores que somos”
“Somos ingleses,
no comemos bananas” y babosadas por el estilo.
Un día, un buen
día, cuando los escoceses del barco estaban a punto caramelo de motín porque
sus gaitas se andaban oxidando con tanta caca de petrel que les llovía sobre
cubierta y sobre sus exiliadas humanidades ultramarinas, un día, ese día,
llegaron a un lugar –como diría mi único amigo borracho de Boston.
Llegaron al fin
del mundo
Llegaron a Tierra
del Fuego.
* * *
Uno, de repente,
está allí
Todas tus ideas
de confines, de extremos, de llegar, alguna vez, a algún lugar; todas tus ideas
de desmesura, de abismo, de ese hasta dónde puedo ir que no sea hasta el living
o al supermercado o a la sesión del psicólogo, concluyen, se afirman,
encuentran destino, realidad, verdad. Uno, de repente, está allí, está en
Tierra del Fuego
Estar en Tierra
del Fuego no se parece a estar en ninguna otra parte porque ninguna otra parte
del mundo, de la Tierra, de vos mismo, se acerca, se aleja, se refleja en
Tierra del Fuego
Es como estar en
todas partes y no estar en ninguna; es como estar siempre y no estar jamás
nunca; es como estar y no estar; es sólo como estar siendo en Tierra del Fuego
Allí, lo que sí
sientes en su palpitar de morar ninguna morada -si lo sientes claro: son todas las
vidas, todas las muertes, todas las vidas y todas las muertes que se estuvieron
estando siendo allí, en Tierra del Fuego
El genocidio de
los moradores originarios de Tierra del Fuego no figura en los libros –en
Ushuaia o en Punta Arenas, te venden postales de los onas como si fueran los
animales de un circo inmoral, barato y sin otra trascendencia que el suvenir,
que el vano recuerdo que asegure que estuviste allí
En el reverso del
cartón, en letras que nadie lee, dice en sangre ona, se asegura en voz yagán,
se reafirma en espíritu kewaskar: me sigues matando, hermano, ¿acaso no te das
cuenta? Brother: nos asesinaron a todos, nos inmolaron a todos, nos
exterminaron, compadre, ¿acaso no lo ves en tus manos?
Uno, de repente,
estuvo allí. Y lo siente así. Y puede que sangre. Puede que sangres por tanto
espanto.
* * *
Darwin, el joven
Darwin, también estuvo allí
Llegó con la
goleta, con la fragata, con no sé qué vainas era el Beagle, y con el capitán
Fitz Roy que lo jodía en sus estudios –deme dos minutos más, my lord, que debo
terminar de indagar sobre la copulación de estos inusuales coleópteros, y los
barbudos de York y los de Cardiff y los tatuados de la isla de Man y los de
Glasgow que se mataban entre ellos en una partida de dados y no dejaron una
dama en pie cuando la nave recaló en la rada de Copacabana
Darwin, el joven
Darwin, llegó a Tierra del Fuego
Vini, vidi,
vinci: anotó en su
diario, en su bitácora, que luego, con el tiempo, con la sabia maduración que
cualquier imperio provoca con las más íntimas de sus convicciones, anotó en la
que se volvió su obra magna, suya y de toda una humanidad secuestrada, anotó
sobre los yaganes, sobre los habitantes del fin del fin del mundo, vini,
vidi…
“viven desnudos,
son como animales”
Vinci
“no hablan,
balbucean sonidos guturales”
Vinci again!
“apenas puedo
concebir que ellos también pertenezcan al género humano”
Luego, se fue por
donde vino. Por las aguas del mar, volvió a Inglaterra. Publicó su diario,
Viaje de un naturalista alrededor… de sí mismo. Fue envejeciendo y fue
glorificado por su afán taxonómico, como Freud, como Marx. Lo enterraron al
lado de Newton y su manzana y su imperio en la abadía de Westminster, donde
antes de don Isaac, sólo enterraban a los monarcas anglosajones y su prole de
energúmenos. ¡Oh, England!, my lionheart... El joven y el viejo Darwin se
fueron al sepulcro condenando al exterminio a los habitantes originarios de
Tierra del Fuego. Sus palabras fueron lapidarias
“viven desnudos,
son como animales”
Sus palabras
fueron, en suma, su epitafio.
* * *
Hegel, el graaaan
Hegel, publicó en La Enciclopedia, la cita que utilicé de epígrafe que en
criollo asegura que si los indios de Brasil (y de cualquier parte) no
existieran, los pájaros brasileños (o de cualquier lugar del mundo) cantarían
mejor
Vaya cita que le
robé a un sociólogo argentino que si lo citara (si lo citara como fuente de la
cita), hoy se moriría de vergüenza, por eso no lo cito, porque soy piadoso,
porque no quiero que muera de una cita, y sin cítaras
Es recurrente eso
de Hegel, el graaaan Hegel –la máquina, la puta maquina hegeliana donde estoy
escribiendo, pone solita la H mayúscula de Hegel, el graaaan Hegel
Es recurrente,
persistente, permanente, considerar a los indios ni siquiera como animales,
menos como seres humanos, una nada indefinible, un no ser, un no estar, un no
existir, un no saber cómo mierda aceptarlos como lo que son
El graaaan Hegel,
que nunca salió de Silesia, ¿qué putas sabía del cantar de los pájaros de la
selva?
* * *
Sucede, siempre
sucede
Cincuenta años después
que el joven Darwin llegase a Tierra del Fuego, vino otro inglés, como él, como
Shakespeare, como Calibán, como Miranda, un inglés que se llamaba Puentes
Era un pastor,
pero era culto, no como Moisés que era un demente, un alucinado, un loco de mierda
El pastor Puentes
se dedicó por cuarenta años, por catorce mil noches y catorce mil lunas, a
recoger del olvido todas las palabras que pronunciaban los yaganes, esos como
animales, según el que posee una tumba en la abadía
El diccionario
yagán-inglés del pastor Thomas Bridges fue escrito catorce mil días de niebla y
noche en Tierra de Fuego, y luego se perdió en los pliegues de la historia,
vino una guerra mundial y luego vino otra –y dicen los que supuestamente saben
que hasta el mismísimo Hitler lo tuvo en sus manos y luego, junto con la
calavera de su antiguo propietario, también fue a parar al escritorio de Stalin
en el Kremlin
Un día, el mundo
–es decir, vos, yo y Bruce Chatwin- se enteró de la existencia del dichoso
diccionario
Fue entonces que
pudo saberse que los que no hablaban, los casi como animales, atesoraban
Más de 800
palabras sólo para referirse, definir, comulgar verbalmente con el viento
Más de 500
palabras sólo para hablar del mar, de su hondura, de su temperatura, de su
sensación, de la emoción que el mar puede provocarte –nosotros tenemos una sola
palabra, mar, para aludir a eso, al mar
Si sumabas todas
las palabras que los yaganes pronunciaban totalizaban alrededor de treinta mil.
Shakespeare, para escribir La Tempestad, no usó más de cinco mil.
Y así y todo, ya
lo dijo Darwin, el graaaan Darwin: “eran como animales”.
* * *
Uno, de repente,
está allí.
En Tierra del
Fuego.
Si lo sientes
Escuchas las
ochocientas maneras de definir al viento que tenían los yaganes.
Y después llega
el silencio, el silencio de la muerte, y te mira, y te callas.
Y yo que no puedo
decir más nada.
Nada….
Los exterminaron
a todos
Nada…
El viento que es
como el Espíritu Santo, que siempre está, que está siempre
Ochocientas veces
Y nada.
Nada.
Río Abajo, 14-15
de septiembre de 2012
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El HMS Beagle
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El HMS Beagle
Poderoso triste texto...
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