“Hacía una noche
especialmente fría y clara, como el corazón de un diamante” –así comienza el
relato “Los sucesos nocturnos en el barranco del muerto”, de Ambrose Bierce–,
cuando me dio por tomar mezcal más allá de lo prudente. Era demasiado joven
para controlar lo que más tarde se incorporó a mi cotidianidad, y a un cierto
punto, me salí de mí. Tenía 19 o 20 años, y todavía vivía en la casa de mis
padres. Recién comenzaba la universidad. Con el Guarén Peralta habíamos llegado
desde el colegio Verbo Divino a estudiar Derecho en la Chile el mismísimo año
del plebiscito. Ese 1988 lo pasamos en paros, tomas y cortes de tránsito con
neumáticos prendidos en el puente de Pío Nono. Se juntaron dos causas que
fueron una: sacar a Federici, el último rector designado por los militares, y
librarnos de Pinochet.
Entonces no había
nada más importante en el mundo que terminar con la dictadura, y lo asumíamos
no sólo como una causa colectiva, sino además cada uno como un objetivo
personal. La poesía estaba ahí, y yo andaba tras ella. Cuando nos hacían votar
en las asambleas si estábamos o no dispuestos a perder el año con tal de acabar
con Pinochet, salvo un par de rubios que guardaban silencio, todo el resto
gritaba que sí. De eso no había dudas: absolutamente ningún amigo era
partidario de la dictadura. El Guarén se volvió un izquierdista extremo. (Me
cuentan que hoy está muy lejos de serlo.) Incluso aprendió a vestir chompas
andinas y a tocar el charango. Pues bien, esa noche estábamos en mi pieza y
creo que mis padres dormían. No fumamos marihuana, porque no fumábamos
marihuana. Tomábamos vino. Pero esa noche tomamos mezcal. No recuerdo de dónde
salió. El Guarén cantaba “¡Abre la muralla!” de los Quilapayún poseído de un
espíritu revolucionario que hoy sería visto como extravío, pero que entonces
resultaba próximo a la santidad. No había ninguna duda de dónde estaba el mal.
El mal era Pinochet, y todo lo que lo rodeara, y todo lo que lo respetara, de
manera que había que estar lo más lejos posible de él, y eso se parecía a
cambiarlo todo, a pedir “que la tortilla se vuelva, los pobres coman pan, y los
ricos mierda”. Era eso lo que pedía el Guarén mientras cantaba a voz en cuello
en mi pieza saturada de humo. Fumábamos como carretoneros. Una vez, a los dos
nos detuvo la CNI. Nos amarraron, nos subieron a un auto y se nos sentaron
encima con una pistola apoyada en el cuello. A eso de la una de la madrugada
nos dejaron en un sitio eriazo, nos pegaron unas cuantas patadas y se fueron
advirtiendo que si levantábamos la cabeza, disparaban.
Acompañé al
Guarén a esperar la micro y volví, pero en lugar de acostarme, tomé un último e
inmenso trago de mezcal. Alcancé a leer dos o tres versos de Pasolini y arrojé
el libro contra el borde de la ventana abierta. Una fuerza demoniaca se
apoderaba de mí. Hubiera matado a sangre fría. Hubiera disparado gustoso la
ametralladora en el teatro Bataclán. Hubiera reventado caras a puñetazos y
eliminado todo lo que me contradijera. Era una energía descomunal, soberbia y
fantástica que me eximía de las obligaciones de la civilización; más aún, me
animaba en su contra. Quería romper, despedazar, echar a perder todo rastro de
otro en el mundo, y arrasar incluso con la naturaleza, para que ningún orden me
antecediera.
Fue una noche que
nunca olvidaré, no sólo porque destruí una lámpara y un velador, y rajé las
sábanas de la cama en que amanecí bañado de transpiración, sino también porque
entendí que no era a los otros a quien más debía temer, sino a mí. Me había
encontrado de frente, en medio de la noche, con ese pedazo del cerebro o del
alma (cada cual sabrá) que todo humano tiene, y que algunos llaman Diablo.
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De THE CLINIC
(Chile), 04/10/2016
Imagen: Dokkaebi: Demonio u ogro del folklor coreano
Imagen: Dokkaebi: Demonio u ogro del folklor coreano
Rasgar sábanas, romper una lámpara y un velador, no son manifestaciones diabólicas. Arrojar un libro de Pasolini contra la ventana, tampoco ("Teorema" se puede arrojar, incluso con catapulta). Me gustó el texto.
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