A finales del
próximo mes de marzo, el Papa Benedicto XVI visitará el estado
de Guanajuato, en México. Una más de las paradas de ese Never Ending
Tour en que el máximo mandatario católico está inmerso y que,
lamentablemente, promete ser más longevo que el que diese comienzo Bob
Dylan allá por finales de los '80 del pasado siglo. Supongo que los
seguidores de tan magna institución no pueden ni desean evitar las acometidas
insoslayables de la fe.
Yo tengo fe en Bob
Dylan. Efectivamente, el bardo estadounidense acuñó la expresión Never
Ending Tour para una gira que tuvo inicio pero no pretendía tener fin.
Dylan, aparte la música y los réditos que esta le proporcionan, parece amar la
carretera, la eléctrica sensación de la música en directo, pero ante todo, con
el inicio de esa gira sin fin, parece querer apuntalar la voluble base de sus
composiciones, y proclamar a los cuatro vientos que cada una de sus canciones
admite diversas lecturas: tantas como ocasiones en que se interpreten. Quizás
sea esa característica la que convierta a Dylan en un mito y la que permita que
cada uno de sus recitales sea un acontecimiento, independientemente de que se
repitan de manera puntual: él nunca interpreta una canción de la misma manera
que en la anterior ocasión, varía los acordes, las letras incluso, hasta hacerlas
irreconocibles, y eso nos agrada, nos gusta porque podríamos, de ser él
inmortal, pasar el resto de nuestras vidas asistiendo a sus conciertos, con la
certeza de que cada noche experimentaríamos diferentes sensaciones. Finalmente,
podemos concluir, Dylan permanece pero su mensaje varía, y a mí, personalmente,
se me antoja más deseable una fe basada en la contradicción, la duda y el
cambio que otra aferrada con uñas y dientes a dogmas inmutables. Como humano
que soy, dudo, ¿qué le vamos a hacer?
Igualmente el
Papa de Roma, que, a pesar de los años transcurridos, parece ser siempre el
mismo. Pero al contrario: en el caso del máximo mandatario de la Santa Sede, es
el personaje el que cambia y el mensaje el que permanece inalterable. Y es eso
lo que nos sorprende: la supuesta validez eterna del mensaje vaticano. Hasta
tal punto que, en Guanajuato, diversas bandas de narcos han exigido el cese de
las hostilidades durante la visita del santo padre. Mientras el Papa recorra
tierras mexicanas, estas dejarán de germinar cactus a la sombra ensangrentada
de las víctimas del crimen organizado. Habrá paz. Benedicto XVI tartamudeará,
nuevamente, su mensaje de concordia, y podrá comprobar que resulta efectivo.
¿Por qué cambiarlo, entonces, cuando es sabido que el público asumirá como suyo
dicho mensaje y proclamará la reconciliación y armonía entre los hombres a los
cuatro vientos de la intemperie mexicana?
El viejo Dylan no
se preocupó en exceso de la satisfacción de su público, más bien de la suya
propia, y así creó su inconfundible estilo, basado en la fugacidad de lo
distinto. Dylan comprendió que el mensaje era él, y así lo asumió. También la
Santa Sede. Hace tiempo asimilaron, sus altos cargos, que el mensaje era la
propia figura vetusta de un sonriente anciano pulcra y ricamente vestido que no
tiene reparos en agacharse a pie de jet privado para besar el asfalto del
aeropuerto en que acaba de aterrizar. Imagino que a los encargados de redactar
los discursos papales, seguros del triunfo, les resulta tedioso variar el
mensaje. Al fin y al cabo (damos fe) tienen asegurado el éxito: la paz reinará
en Guanajuato, antes aún de escuchar la homilía.
Me pregunto por
qué el Estado Vaticano, ante tamaño éxito, no se plantea clonar al Sumo
Pontífice y colocar una copia en cada uno de los lugares conflictivos de la
geografía mundial. No sería preciso el discurso. El mensaje sería él, y la paz
dejaría de ser una quimera.
The answer, my friend, is blowin' in the wind.
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De POSTALES DESDE
EL HAFA, 10/02/2012
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