Los criterios que
puedan formularse sobre el folklore musical, o música popular de una nación
pueden ser, por su inveterada esencia, tanto de carácter particularmente
múltiple como variado, si se tiene en cuenta que, orgánicamente, tratan
de la vida de los pueblos, de su memoria colectiva, esto es, de su
tradición.
Con una visión
aún más ancha, manifestaba un investigador argentino que el folklore total
"proviene de un pretérito indeterminado vigente hoy en las preferencias
colectivas, en los ideales comunes, en las costumbres, en las normas
consuetudinarias”.
Si se parte de
este incontestable fundamento, es posible inferir que la música folklórica o
popular establece modelos de conducta colectiva pasada, y también actual
(vigente hoy), pues sustenta la forma de ser de los hombres y mujeres de las
comunidades que la propagan, hasta llegar a un punto en que integra
funcionalmente -como ya se afirmó- la vida de un pueblo o de los pueblos. En
nuestra realidad, no es posible mayor certeza por las expresiones de telurismo,
de biotipología, y de tanto otro factor que fija escenarios musicales tan
diversos y expresivos de la música en Bolivia.
Apercibido de
esta filosofía, uno de los mayores y más prolíficos compositores de música
popular que ha dado nuestro país ha sido el orureño Gilberto Rojas quien,
persuadido de que su creación, debe abrazar la abundancia de formas que hacen a
la extensa y heterogénea fisonomía musical de nuestra geografía, compuso más de
400 canciones que, favorecidas por su prodigio, integraron a un país de
concepción tan disímil en lo estrictamente artístico.
Hombre originario
del ande, en su más tierna infancia descubrió al charango como el más asombroso
vehículo para transmitir el sonido de su terruño, de aquella policromía musical
de las montañas que cobijan al mítico altiplano; y, en su caso, más aún, pues
por la especial ubicación de su natal Oruro tuvo la virtud de difundir el
excepcional lirismo quechua y el místico "panteísmo” aymara, cuyos valores
estéticos fuertemente arraigados en su naturaleza íntima forjaron al inspirado
artista andino.
No obstante,
músico visionario y comprometido con todo lo que obsequiaba su tierra, su país,
advirtió, como esclarecido pionero, que el "universo nacional” ofrecía
perspectivas de una riqueza musical inacabable. Vislumbraba como muy posible,
si no con absoluto convencimiento e indisimulable entusiasmo, que aquel ideario
de integración nacional era factible, por mucho que la desemejanza de las
formas musicales de una región a otra fuera en extremo marcada. Nació en él,
entonces, su gran proyecto: la creación a ultranza de todos los géneros, de la
multiplicidad de expresiones musicales de su patria.
Bajo la tutela en
formas musicales, en instrumentación y en técnicas compositivas del artista
paceño Antonio Gonzales Bravo, musicólogo de gran predicamento que recorrió el
territorio nacional compilando los distintos aires nativos (en 1948 orquestó
una suite para conjunto de cuerdas sobre melodías aymaras, entre otros trabajos
fundamentales), Gilberto Rojas, en clara comprensión de los fenómenos, estilos
y facetas estético-musicales de una patria artística tan singular como la
nuestra, emprendió un gigantesco trabajo creador cuyo propósito era componer
música para todas las regiones del país, una auténtica gesta épica que
consistía en enlazar hacia toda su diversidad el arte sonoro de Bolivia. Y así
lo hizo.
Escribió música
para todos los rincones de una exquisita geografía nacional en arte. Animado
por un espíritu libre de toda condición regionalista -tal cual se ha
mencionado-, su privilegiado oído lo transportó a todo género musical. Con el
fin de dar forma a un privativo arte situado en raíces de carácter expansivo,
se aproximó a los pueblos, a sus prácticas tradicionales, a los rasgos,
temperamentos y cualidades distintivos y propios de ellos, a través de los
cuales Gilberto Rojas se empapó de su música; de una música que se antojaba
perfectamente original de cada departamento, provincia, pueblo, o de toda otra
región nativa.
En pleno
ejercicio de esta magnífica tarea, corresponde aquí retroceder en el tiempo.
Admiten quienes lo conocieron de cerca que antes de proyectarla y hacerla
efectiva, él, sin duda, ya la intuía, la presentía, pero quiso el destino que
ante el estallido de la Guerra del Chaco sólo pudiera fantasearla en el
escenario de la contienda, del vacío, de la nostalgia, de la extirpación de los
vínculos afectivos.
Sin embargo,
quién sabe si a raíz de esa conflagración, Gilberto Rojas fue alimentando día
tras día, íntimamente, el plan de unir a Bolivia con su música; y al fin, toda
escaramuza, toda sangre derramada, toda muerte, no fueran en vano. Por lo
contrario, fueron, en suma, los factores, la causa ya vital para hacer aún más
potente esa noble convicción. No por nada su música, fértil en exposición de
motivos, en construcción de frases, pero sobre todo en tejido melódico, inspira
a la par visos de ausencia así como una desbordante alegría.
Los ejemplos, a
poco andar, saltan a la vista, al oído: taquiraris de compás ternario y
variaciones rítmicas como Cunumicita, Viborita chis chischis, Negrita, Luna
chapaca, Oh mi Oruro, Viva Santa Cruz, entre otros. Huayños en dos por cuatro,
como A Uyuni, Viva Cochabamba, Ojos azules.
Palmeras, en
ritmo de polca sudamericana (conocida internacionalmente por la interpretación
del trío Los Panchos), y tantas otras canciones que avalan la fuente y el
desarrollo de la música de este ilustre y talentoso músico orureño, Gilberto
Rojas Enríquez quien -en recuerdo de los 100 años de su natalicio- es
conceptuado hoy como un auténtico emblema y bastión de la música popular de
Bolivia: una leyenda.
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De LETRA SIETE,
02/10/2016
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