Arrecia el calor.
He dejado de preocuparme por saber cuánto marca el termómetro cada día porque
sé que fácilmente superamos los treinta grados en esta llanura bañada por la
tierra y la basura a partes iguales. Estamos a la espera de las lluvias. La
sequía azota todo el valle como nunca se ha visto antes, que ni siquiera
exudamos sudor, pero el aire caliente nos rodea como a pollos rostizados. A
estas horas de la tarde el viento silba en los aleros y hace traquetear los
picaportes de mis ventanas. En un momento saldré a la terraza y veré con
desazón que otra vez ha caído polvo fino como todas las tardes. La silueta del
Tunari y las otras montañas que nos circundan se ven nítidas y despejadas de
humareda, si eso es acaso un consuelo.
Ni bien aparece
un cúmulo de nubes oscuras, a la media hora ya clarea el cielo porque la
permanente ventisca se lleva el agua a otra parte. Es verdad, ha habido amagues
de aguacero pero lo más que nos ha caído han sido unas insignificantes
lloviznas que no sirven para otra cosa que ensuciar el parabrisas de los autos.
Sabe bien el olor a tierra mojada que desprenden algunos muros de adobe pero
sabría mejor darse una duchada a cielo descubierto con auténtico chaparrón.
En las más de dos
décadas que ya llevo viviendo en esta ciudad jamás la escasez de agua me había
afectado tan de cerca. Es obvio que soy un afortunado porque hay gente que
lleva toda la vida sin acceso a un decente suministro de agua potable,
especialmente en los barrios de la zona sud y aledaños. En muchos de esos
vecindarios los turriles metálicos son objetos omnipresentes en las entradas de
las casas, aguardando la llegada de los camiones cisternas que a veces deben
serpentear por intrincadas callejuelas y caminitos improvisados.
De ahí que hayan
aparecido como hongos las pequeñas embotelladoras de agua, que inundan con sus
botellones oficinas, hogares y negocios de toda laya. Floreciente negocio –y
muchas veces de dudosa calidad- que lucra con la necesidad de una ciudad
entera. Porque como todos sus habitantes saben, el agua del grifo no es bebible
en su estado puro, urge hervirla bien si uno no quiere estropearse el estómago
con infecciones o parásitos. Aun me sigo asombrando –a través de la
televisión- que en otros países la gente puede saciar su sed con agua del
fregadero de la cocina. Impensable tales sofisticaciones en estas latitudes
donde, no obstante, nos muestran spots con aguas cristalinas y puras que
parecen surgidas de la misma cordillera. El fin de semana, aprovechando que el tanque
del subsuelo estaba casi vacío, procedimos a lavarlo completamente luego de
remover el cieno que se había acumulado durante meses. Parecía una chocolatada
todo aquel líquido. Más tarde cuando empezó a ingresar el agua de la red, se
podía ver claramente sobre el fondo celeste que igual se iban depositando
partículas de sedimento.
Las autoridades
de Semapa le echan la culpa de la suciedad a la vieja red de cañerías, como
andan justificando que aproximadamente el 40% del líquido se pierde en fugas y
roturas de nunca acabar. El viejo cuento que nos vienen contando hace años las
administraciones de turno sin que nadie se moje por asumir responsabilidades.
Así que no es raro que en algunas zonas, por unos minutos el tono del
agua sea entre ocre y marrón, tal cual nos estuvieran suministrando litros y
litros de la otrora deliciosa chicha de maíz, el néctar de los antepasados
incaicos.
Como nunca, hace
unos días me tuve que bañar a la usanza de nuestros abuelos: balde, tutuma y un
par de horas de espera para que se asoleara el vital elemento. Total, que con
las agobiantes temperaturas que soportamos sería de locos o friolentos el
activar la ducha eléctrica. Se nos acabó la reserva del depósito principal y no
había nada que bombear, así que echamos mano de lo último que quedaba en un
tanque de plástico de unos quinientos litros. Balde a balde consumimos aquella
agua con mucha cautela, rezando para que el domingo volviera el suministro.
Daba pena el jardín con el pasto seco y las plantas que empezaban a desfallecer.
Con las tres
frecuencias semanales que hasta hace unos meses nos dotaban de agua, no
pasábamos mayores preocupaciones. Luego el suministro se acortó a dos por
semana y ya vimos que los tanques de casa estaban a mínimo. Tal como nos
temíamos, sin previo aviso hace una semana nos racionaron al límite y estuvimos
como locos reuniendo toda el agua posible en tachos vacíos de pintura, baldes y
otros recipientes. Era desesperante observar que apenas entraba un débil chorro
al tanque soterrado, porque seguramente en toda la vecindad estaban
acumulándola. Al día siguiente, domingo, desde mi atalaya del tercer piso pude
ver que en todas las casas a la redonda habían lavado abundante ropa. Un
fenómeno colorido que no se había visto antes.
Insisto que aun así
somos afortunados, porque se sabe que en otros barrios únicamente reciben agua
cada diez o quince días, incluso en zonas pudientes. Recibo reportes de
parientes y conocidos que han tenido que recurrir a comprar de los camiones
aguateros para llenar sus depósitos. En urbanizaciones y edificios de
apartamentos ya es moneda común tal trasiego de agua. Lo mismo sucede en el
centro de la ciudad, donde importantes restaurantes y edificios de oficinas, a
plena luz del día están descargando desde los carros cisterna.
Como es lógico,
las fuentes de plazas y parques están vacías, salvo quizás la de la plaza de
armas. Me pregunto si el parque de las millonarias fuentes inteligentes estará
todavía operando, habida cuenta de que se requiere medio millón de litros para
sus intrincadas coreografías iluminadas, que aunque funcionen en circuito sin
cambiar agua, semejante espectáculo acuático suena a disparate en estos tiempos
de carestía. Y aun más, me pregunto cómo harán para llevar agua a los bloques
de apartamentos que están empezando a construir para la villa olímpica de los
Juegos Odesur de 2018, ver camiones aguateros en fila sí que sería un
folclórico espectáculo para los atletas extranjeros, si es que antes no se
agotan los pozos de tanto extraerles el agua.
Como están las
cosas, los deportes náuticos de esos mismo Juegos tendrán que trasladarse hasta
el Titicaca porque en la represa de la Angostura- donde han erigido
recientemente la Escuela Naval, nada menos- hace años que el agua está por los
suelos, que ni con el tiempo de lluvias se calma la tragedia. ¿Qué haremos?
¿Seguirle rezando a San Pedro o seguir riéndonos del proyecto hidroeléctrico
Misicuni? que, de tanto esperar a que se culmine en medio siglo, sigue siendo
un doloroso Asicuni (reírse sarcásticamente, en lengua vernácula).
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De EL PERRO ROJO,
blog del autor, 05/10/2016
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