Cuando en
la primera mitad del siglo XVI llegaron los conquistadores españoles,
nuestro país estaba escasamente poblado por sólo unos 340.000
individuos para sus casi 2.800.000 kms2 de extensión.
Esta
población se distribuía de manera irregular formando comunidades asentadas en
el noroeste, centro oeste y sierras centrales, a lo largo de los ríos
Dulce y Salado, y de los grandes ríos de la cuenca del Plata dejando entre sí
extensas áreas deshabitadas.
Si algo
caracterizaba a estas comunidades, analizadas en su conjunto, era su
variedad. En la región valliserrana del noroeste, -la más densamente poblada-
en las Provincias de Chicoana y Quiri-quiri los
españoles las hallaron de alto grado cultural, sedentarias, agroalfareras y
pastoras, que habían recibido la influencia cultural incaica. Vestían coloridas
túnicas de lana, su lengua madre era el kakán, pero también hablaban el quichua
impuesto por los incas, hecho que permitió a los españoles comunicarse
fácilmente con ellos mediante intérpretes. Pertenecían a la raza ándida, baja y
recia.
Cuando los
españoles llegaron a la llanura tucumano-santiagueña se encontraron con
el pueblo de Capaya también sedentario, agroalfarero y pastor,
aunque menos sofisticado que los pueblos valliserranos. Sus habitantes
vestían túnicas o faldellines de plumas muy galanos. Su lengua
madre era la tonocoté y aunque no fueron vasallos de los incas, conocían
el quichua por el contacto asiduo con las comunidades por ellos conquistadas.
Algo que asombró mucho a los españoles fue la diferencia racial entre los
ándidos y los habitantes de la llanura pues éstos eran esbeltos, de contextura
atlética y tan altos, que los describieron como medio gigantes.
Desde Capaya
los españoles continuaron con rumbo sudeste y pasaron por la Provincia de
Tesuna donde sólo encontraron bandas de gente sin orden,
nómade, que vivía de la caza y la recolección.
Prosiguieron
la marcha y llegaron a la Provincia de Soconcho, polo
opuesto de Tesuna: caseríos levantados a lo largo del río Dulce, florecientes
maizales y abundantes pesquerías. Racialmente sus pobladores eran como los
tonocotés y hablaban la lengua jurí muy similar a la de éstos y también
el quichua.
Tan
floreciente era el lugar, que fundaron allí una ciudad llamada Medellín
concebida como base de la conquista del territorio que descubrieran, pero
lamentablemente un incendio la redujo a cenizas juntamente con todo el alimento
recogido para pasar el invierno. Los aborígenes les dijeron que el único lugar
donde hallarían qué comer estaba en actual Catamarca que también había sido conquistada por los incas. Entonces tramontaron las sierras de Ancasti o del
Alto y llegaron al pueblo del cacique llamado Lindón quien
hablaba quichua y los recibió con hospitalidad.
Transcurrido
el invierno y recogida la nueva cosecha, los españoles cargaron suficiente maíz
y carne seca que les dio Lindón, retomaron el rumbo sudeste y llegaron a actual
Córdoba habitada por los Comechingones. Eran muy belicosos y como
no fueron conquistados por los incas, desconocían el quichua lo que dificultaba
la comunicación. Eran agroalfareros y pastores, vestían túnicas muy adornadas
de chaquira y vivían en curiosas casas-pozo, pero lo que
asombró a los españoles fue que no eran lampiños como la generalidad de
los aborígenes, sino que tenían barba como los cristianos.
Aquí, en
tierra de comechingones, se dividió la hueste descubridora: una mitad
quedó en un pucará construido en lo alto de un cerro y la otra
continuó con rumbo sudeste siguiendo el curso del río Tercero-Carcarañá.
Durante largos y tediosos días marcharon por pastizales
desérticos y sólo al llegar a la que llamaron Provincia de
Yanoana se encontraron con bandas nómades que los atacaron; les llamó
la atención su vestimenta que no era de lana o plumas, sino de cuero labrado y
pintado.
Finalmente
un día de otoño de 1545 llegaron al Paraná incluido, entonces, en la
denominación Río de la Plata. ¡Habían alcanzado su objetivo de hallar el camino
entre Cuzco y el gran río!
Estaban
agotados de cansancio y, sobre todo, famélicos, pero, para aflicción suya, la
margen occidental del río a la que habían llegado estaba despoblada. Los
habitantes, llamados Timbúes, tenían sus caseríos en la margen
oriental, más alta y protegida. Se movilizaban en canoas y cuando los
españoles intentaron comunicarse con ellos para pedirles comida, recurriendo al
quichua y a todas las lenguas que habían ido conociendo en su
marcha, ellos no dieron señas de comprenderlos; por el contrario, en
evidente acto de burla, preparaban en sus canoas pescados cocinados en
su propia enjundia que despedían el olor más apetecible posible. Así, hasta
que un día se aproximó a la costa una canoa donde viajaba el cacique Corundá quien
les habló en español, mal aljamiado como señalan las crónicas, pero
español al fin, aprendido del contacto que desde hacía años los timbúes
mantenían con los españoles de Asunción. Los trató muy mal, los conminó a irse,
pero los hambreados españoles, recurriendo a un ardid, tomaron un rehén y así
consiguieron que Corundá les diera alimentos.
Hubieran
deseado llegar a Asunción, pero la costa occidental del Paraná era un cenagal,
por lo que decidieron regresar al Perú. Cuando pasaban por Tucumán, se
encontraron con una última sorpresa: bandas de indios Lules,
nómades, depredadores y, según decían otros aborígenes, comedores de
carne humana.
Hacia abril
de 1546 los sobrevivientes llegaron a Perú donde ya los daban por muertos.
Cuando les contaron su increíble hazaña de haber hallado el camino entre Cuzco
y el Río de la Plata, con admiración comenzaron a distinguirlos con el
calificativo de Los hombres de la entrada. Muchos de ellos
estaban decididos a regresar a la tierra descubierta para poblarla y
colonizarla, y así lo hicieron cuatro años después.
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Del blog de la historiadoraTeresa Piossek Prebisch, 23/11/2014
Imagen: Busto de Diego de Rojas
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