«En la calle,
tu cama es el suelo y tu cobijo el cielo»
Indigente anónimo de la ciudad de México.
El viernes
pasado, llevé a desayunar a mi hijo al café Le Saint Georges, en el centro de
la ciudad de Mons. El local estaba repleto de gente, pero no de los clientes
habituales, sino de discapacitados mentales. Había seis en cada mesa (sus
cuidadores estaban en otra mesa, supervisándolos). Eran adultos, pero parecían
niños. Tenían los rostros deformados por la enfermedad o por la miseria. Había
uno que miraba y sonreía a mi hijo. Otro, de gesto grave, lentes redondos, cara
oval y una pañoleta alrededor del cuello, parecía dar una cátedra a los que
estaban en su mesa y tenía un enorme parecido físico al poeta Fernando Pessoa.
Fue el primero en poner el envoltorio vacío de su galleta dentro del café del
otro hombre que sonreía a mi hijo. Luego, los otros tres, siguiendo su ejemplo,
hicieron lo mismo. El que sonreía no pareció molestarse por eso y siguió
bebiendo de su taza de café repleta de envoltorios vacíos de galleta. Cuando
terminó su café, también arrojó su envoltorio dentro. Esta no es la primera vez
que veo a grupos como estos. Un día de la semana los llevan al cine; otro, al
parque. Algunas veces los suben al tren y los llevan a otra ciudad. Los fines
de semana, los que tienen familia, van a sus casas. Ellos viven en un hospital
psiquiátrico donde no se retiene a nadie. Pero tampoco parecen querer marcharse
porque parecen ser felices, aunque su felicidad consista en no darse cuenta de
la situación en la que viven.
Para las personas
que fueron recogidas de la calle, internadas o abandonadas por sus familiares o
que sufrieron algún tipo de violencia están los centros de acogida. En una
ocasión trabajó con nosotros en la limpieza de la casa una mujer de raza negra
que provenía de un país africano, que no contaba con la nacionalidad belga y
que era sistemáticamente golpeada por su marido. A ella y a su hijo los terminó
por acoger uno de estos centros. Le otorgaron una habitación, tres comidas
diarias y la ayudaron a buscar trabajo, en lo que se resolvía su situación
legal en el país.
En el café,
mientras mi hijo se comía un pain saucisse y un chocolat
chaud y jugaba con mi teléfono celular, yo leía una novela del
escritor cubano Guillermo Rosales (La Habana 1946 – Miami 1993), publicada por
Ediciones Siruela, que tiene el título: La casa de los náufragos (aunque
su título original, en 1987, fue The halfway house y, en la segunda
edición, Boarding home).Ganadora del premio Letras de oro que
entregó Octavio Paz, la novela, bastante breve y autobiográfica, trata de una
de esas casas que hay en los Estados Unidos, donde va a parar la gente que ya
no quiere vivir en la calle. «La calle es dura», dice su protagonista, William.
En ellas viven vagabundos, enfermos mentales y ancianos. Seres humanos que lo
han perdido todo: familia, amigos, dignidad y, muchas veces, hasta el respeto
por ellos mismos. Personas que ya no tienen la mínima esperanza de llegar a ser
alguien en la vida. Se trata de una novela brutal. Lo que en ella se cuenta es
un horror, pero un horror cotidiano, en el que viven millones de personas
alrededor del mundo. Según la ONU hay más de 500 millones de personas sin hogar
en el planeta. Pocas cosas peores pueden ocurrirle a un ser humano que quedarse
en la indigencia. El escritor Guillermo Rosales no publicó gran cosa, pero la
calidad de lo que publicó es sobresaliente. Narró Boarding home o La
casa de los náufragos desde el desasosiego, sin rehuir jamás a contar los
aspectos más sórdidos y crudos de la existencia de los seres que habitaban en
la época de Rosales en el mundo de los albergues para homeless de
los Estados Unidos. Rosales fue uno de los tantos expulsados de una revolución
que terminó siendo injusta y, como muchas revoluciones, no consiguió sino
cambiar una tiranía por otra; la Revolución cubana. Rosales fue un exiliado; un
doble exiliado. Se exilió de Batista, primero; y de Castro, después. No vivió
los cambios que el presidente Obama ha impulsado en fechas recientes y no pudo
vislumbrar el final del bloqueo económico que los Estados Unidos impusieron a
la isla, porque se suicidó en 1993, cuando tenía 47 años de edad. Rosales
padecía esquizofrenia y pasó el final de su vida dando tumbos en estos sitios,
donde se daba (en una gran parte de ellos) un trato infrahumano a los
indigentes.
En la ciudad de
México hay albergues de este tipo, aunque a diferencia de los boarding homes estadounidenses,
son administrados por el gobierno y no por personas físicas como el lugar que
narra Rosales en su novela. De acuerdo con la Subdirección de albergues de la
delegación Miguel Hidalgo de la ciudad de México, estos centros de acogida
tienen como objetivo brindar apoyo y protección a las personas que se
encuentran en situaciones de abandono, calle, riesgo, indigencia, violencia, o
discapacidad. Por otra parte, están los albergues de invierno, cuya misión es
protegerlos del frío. La realidad es que la mayoría de las veces los albergues
están saturados, por lo que las personas se tienen que amontonar, pasar ese
tiempo de resguardo en el hacinamiento. Muchas veces las autoridades prefieren
que regresen a las calles cuanto antes. Como suele ocurrir en México, no hay suficiente
presupuesto para ellos. Lo hay para otras cosas (aviones presidenciales de
lujo, ingresos muy altos para legisladores y servidores de la administración
pública), pero no para dar apoyo a las personas que se encuentran en
situaciones difíciles de vida.
En estos centros
de acogida o albergues, los indigentes reciben una comida al día, por la noche,
después de llegar. Pueden bañarse, aunque el agua no siempre es suficiente para
todos. Tampoco tienen todos una cama segura donde dormir. A las cinco de la mañana
tienen que volver a la calle. En algunos albergues, los ancianos y los
discapacitados tienen derecho a dos comidas al día.
En estos lugares
se narran miles de silenciosas historias de sufrimiento y vejaciones anónimas.
De vidas al límite; vidas tristes, miserables. Pero, ¿a quién le importa? ¿A
quién le afecta? Para muchos sólo afectan en la medida en que los indigentes
afean las calles, espantan al turismo y dan una imagen de pobreza y marginación
a los inversionistas extranjeros. Muchas de estas personas salieron de sus
casas hartas de los maltratos que recibían, otros fueron abandonados por sus
familiares, que ya no podían o no querían hacerse cargo de ellos, otros cayeron
en el alcohol y las drogas y otros fueron víctimas de problemas mentales de los
cuáles, por supuesto, no son responsables. Una sociedad justa debería de ser
aquella en la que los miembros que se encuentren en una mejor situación ayuden
a los que se encuentren más vulnerables. Sin embargo, eso no es posible verlo
ni siquiera en las mismas familias, supuesto núcleo de la sociedad.
La casa de los
náufragos, el título de
la publicación de Siruela (una editorial española que produce ediciones de muy
alta calidad y que selecciona con mucho cuidado a sus escritores), no podría
ser mejor para esta última edición de la novela (aunque algunos críticos
pensaron que se debió mantener el título original). Sin embargo, ¿qué son todas
estas personas sino seres humanos que han naufragado dentro de su propia
existencia?
Mientras que en
Bélgica integran a los discapacitados a la sociedad, y a los indigentes se les
da la oportunidad de salir de la indigencia, en México los sacan de los
albergues a las cinco de la mañana para que regresen al frío y a los peligros
de la calle. Eso no quiere decir que en Bélgica no haya indigentes, igual que
en todo el mundo (la ciudad de Mons está repleta de junkies, una especie de
Robinsons urbanos que no quieren vivir sino en las calles). Sin embargo, los
indigentes que quieran aceptar la ayuda del estado tienen un panorama menos
desolador. En Hungría, a pesar de las protestas de los organismos de derechos
humanos, una ley prohibe a las personas vivir en la calle, que se aplica sólo
en las ciudades donde hay lugar en los centros de acogida para todos ellos. A
los homeless se les cobran 500 euros de multa por vivir en la calle
y se les manda seis meses a prisión si no los pagan, medida excesiva que no
aporta una solución de fondo al problema. Desde luego, la indigencia es un
problema mundial. Tampoco el primer mundo ha conseguido erradicarla. En los
Estados Unidos, uno de los países más ricos y más pobres del mundo, vive una
cantidad enorme de indigentes demostrando así sólo que la riqueza no implica
igualdad. Sin embargo, hay países, como Noruega (según la Organización Nacional
sobre el Desarrollo Humano), uno de los países con mejor calidad y expectativa
de vida (78,4 años), donde la protección financiera y social para todos sus
habitantes ha alcanzado una cobertura casi total, demostrando que disminuir la
indigencia es posible.
Negar la
oportunidad de tener una vida digna a las personas más vulnerables de la
sociedad, es uno de los peores fallos de un estado y de una sociedad.
El objetivo de
este tipo de albergues debería de ser, no sólo la protección temporal y la
alimentación de estas personas, sino lugares donde se aplicaran programas y
servicios sociales de mayor alcance: centros de día, rehabilitación
psicosocial, hogares comunitarios; proyectos de reinserción social y
rehabilitación laboral y creación de trabajos.
La experiencia
que narra el protagonista de La casa de los náufragos pone el dedo
en la llaga. Señala el problema de una manera descarnada pero terriblemente
real. La literatura, muchas veces sin proponérselo, nos pone de frente lo que nadie
quiere ver. A lo largo de la historia, los artistas han comunicado lo que
sucede en su entorno, desde un punto de vista interior. Tal vez sea por eso que
libros como este sean tan poco leídos. Es más fácil negar la realidad que
encararla. Es más fácil evadir los problemas que enfrentarlos.
Como el día que
fui con mi hijo a Le Saint Germain era viernes en la Plaza Mayor estaba el
mercado de flores. Luego de pasear un poco, pudimos ver a los discapacitados
que viven en el hospital psiquiátrico del gobierno caminar entre las plantas.
Los cuidadores se detuvieron en un puesto con manzanas. Los vimos alejarse con
una manzana en la mano cada uno rumbo a la parada de autobuses. Sin duda, a
pesar de sus circunstancias, su día había comenzado bien. Viven en un país que
se preocupa por su bienestar. De otra manera, todos ellos tan sólo engrosarían
los sucios suelos de las estaciones de autobuses y llenarían las banquetas de
cobijas y cajas de cartón donde vivir.
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Del blog del
autor, 21/04/2016
Fotografía:
Indigente/Juan Rodríguez Cano
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