Leyendo a un eximio escritor, de pronto, en un momento dado e inesperado de sus
reflexiones (aunque es probable que deliberadamente), nos anima a desatar aquel
pensamiento de Mallarmé, aquel que sugiere que a diferencia del lenguaje de la
vida o de la ciencia, las cosas, particularmente en la poesía, comparecen por
su ausencia. ¿Y ello por qué? Porque la ausencia nos procura lo más íntimo, lo
más genuino de todo cuanto hubo a nuestro alrededor, o de quienes estuvieron
con nosotros y se marcharon; y nos prodiga al fin la sustancia más límpida de
todo cuanto fue, pues todo lo anterior ha convergido en un no ser pleno de
esencia. Así atisba Mallarmé a la poesía –la suya sugerente, simbólica y
mágica-. En tanto brotan las especulaciones acerca de esta aproximación al
nóumeno del todo, y también de la nada, tropezamos, a partir de ese no ser
atiborrado de esencia, con el esplendor de la ideología de Parménides, ese
excelso metafísico de la antigua Grecia, para quien el mundo sensible es una
apariencia, una ilusoria y falsa facultad de percibir; y que, en
contraposición, existe un mundo que no lo distinguimos ni palpamos, pero que sí
lo comprendemos y es el único auténtico: el pensamiento. Es decir “que las
propiedades esenciales del ser son las mismas que las del pensar”; o en otras
palabras “una y la misma cosa es ser y pensar”. Y claro, esto nos lleva a
considerar que Mallarmé no solo concibió un retrato elevado de la poesía
situándola en la jerarquía del ser tal como a este lo proyectó Parménides, sino
que supo conciliarla con aquello del no ser a través de un recurso
extraordinario: el de la ausencia. Y tal vez sin proponérselo, el
conceptualismo mallarmeano fue aun más allá, mucho más allá de solo la poesía
porque ¿en cuántos de nosotros tras la desaparición de un ser humano, de un ser
querido de carne y hueso, de aquello que comprendemos como parte del mundo
auténtico del ser y del pensar, no nos queda su imagen, su perfil, su esencia,
o la más profunda sustancia? Y eso, como simples humanos, de alguna manera nos
conforta. Ahí entonces descansa la lúcida filosofía de Mallarmé en cuanto al
ser y al no ser, no diferente, en rigor, a la expuesta por Parménides -vigente
veinticinco siglos después de su enunciación-, pero sí empastada por un
aditamento tan valioso como es el de la ausencia (esencialmente en el plano de
la poética), por cuyo realismo del ser y realismo propio del no ser, nos ayuda
de alguna forma en un asunto tan estremecedor como lo es la existencia de la
muerte, si no en descifrarla, por lo menos en meditar con mayor conciencia y
menos fervor en el sentido de su eterno misterio.
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Imagen: Mallarmé, por Gauguin
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