Tuesday, May 31, 2016

Coctel existencial

PABLO CINGOLANI

Empezamos a leer a Vallejo mientras escuchábamos a Led Zeppelin. Nos emocionamos igual leyendo Homenaje a los indios americanos de Ernesto Cardenal como extasiándonos ante la belleza sin igual de la voz de la Joni Mitchell de Blue. Metíamos en el mismo corazón a Steely Dan y a Roberto Arlt, a Elis Regina y Haroldo Conti, a Spinetta, en su doble condición: músico y poeta.
Estoy hablando de los años de la forja, cuando vas poniendo el cuero para que el yunque de la realidad lo fragüe y lo moldee, si hay coraje, si hay ansia, y tus ojos, más allá o más acá del dolor de todo parto, se vayan iluminando, vayan brillando con los colores que amaras –eso no lo sabías pero iba a ser así- toda la vida.
Baudelaire y Charly García, ambos exquisitos; el desenfado de Fogwill y el desenfado de Pappo; la rebeldía de Los Rolling Stones y de Roque Dalton; Caetano Veloso y Violeta Parra, modernos juglares de la insondable América.
Yo la intuía escuchando a Los Jaivas, a Ney Matogrosso, a Silvio Rodríguez, leyendo a Neruda, a Manuel Castilla, a Jaime Bateman que no era escritor, era un guerrillero, aunque, a su manera, compuso alguno de los más bellos poemas que jamás he leído. Anoto, como para redondear un horizonte, anoto al azar: Pound, Kavafis, Capote, Lowry, Zappa.
También íbamos al cine, a ver lo que se podía, porque los militares censuraban muchas películas. Adentro, en la caverna, me conmoví por igual con Fellini y con Solanas, con Kurosawa y con Herzog.
Un día salí desesperado de la sala cinematográfica, decidido a encontrar un libro que me partiera la cabeza y lo encontré a menos de cincuenta metros. Era una librería especializada. Allí conseguí una edición inhallable, la primera en español, de un libro que se volvió una brújula: Del caminar sobre el hielo, del señor Herzog, ya citado.
Allí, entre sus páginas, Herzog cuenta una historia singular: de cómo encaró una caminata, en medio de los rigores despiadados del invierno europeo, uniendo a pie Munich con París, con un objetivo simple y claro: salvarle la vida a una mujer, cineasta como él, pionera en su labor y noventosa en la vida, que se estaba muriendo, o el creía eso.
El libro de marras es su diario de marcha, su bitácora de la travesía, y su literatura es indudablemente menor a la factura delirante de sus films. Sin embargo, había una tecla, una nota del perfume del libro, que tocaría mi alma para siempre.
Sucede que tras dos meses de nieve y fondas de un goulash de baja estofa, dos meses de quemar borceguíes y escapar de los lobos humanos que pululan en los bares de los caminos de la Europa setentosa, Herzog llega a París y llama a la señora que, según él, se estaba acabando, ya estaba partiendo, a menos que su redentora acción la salve.
Se encuentran. La viejita estaba aún sana como un roble y fresca como un lirio, un lirio antiguo pero lirio al fin, y se ríe con cariño cuando el joven Herzog le cuenta lo que acaba de hacer y porqué lo acaba de hacer.
Esto es lo bueno: frente a tanto desmadre, le pregunta la dama: ¿y ahora, Wernercito, cómo te sientes? Herzog lo cuenta, más o menos así: desde la ventana de su cuarto, vi París cubierto de nieve, poblándose con las luces de la noche. Le respondió a la señora: Ahora mi querida X, ahora siento que puedo volar.
Ese “ahora siento que puedo volar” era la descripción exacta que te provocaba todo ese coctel de arte y vivencias que compartíamos; era la sentencia definitiva: había que hacer lo, había que volar.
Cuando arribé a Bolivia, el año 1987, cargaba en mi mochila la transcripción del poema Itaca, hecha en la Underwood y a mano propia por mi amigo Pablo “Paco” Castillo, y que tuvo a bien obsequiármelo, y el libro El pabellón de oro, de Yukio Mishima.
El poema, lo sigo conservando, traspapelado en alguno de sus mis cuadernos de viaje. El libro del japonés salvaje y más culto de todos –la historia del sufrimiento por un desgarro absoluto y la iluminada epopeya de una liberación existencial, caiga quien caiga y cueste lo que cueste- se lo obsequié a mi amigo Roby Suarez Levy, días antes de un viaje del que jamás regresó.
Léelo, hermano, a ver si te conmueve tanto como a mí. Nunca pude saber qué sucedió con la química entre Roby y la lectura de tan potente obra: a mi amigo, lo asesinaron en Santa Cruz de la Sierra en marzo de 1990.
También se había llevado hacia su destino fatal algo de música: le pidió a Carolina que le prestara un casete de Silvina Garré donde estaba grabada La canción del pinar, que le encantaba.
Nunca pude devolverle a Roby dos casetes maravillosos: el New York de Lou Reed y el primero de The Cowboy Junkies, ese que grabaron dentro de una catedral y que incluye la canción de los mineros del oro (“we are miners, hard rock miners…). Imaginaba un lugar al que nunca fui: imaginaba el Yukón. Viviendo en Bolivia, conocí tantas minas, que ya me olvidé del Yukón pero jamás de Roby.
El otro día veía Truman, una cinta coproducción argento-española, con Darín como siempre y Javier Cámara. Si no saben de qué va la peli, no importa: el personaje que interpreta Darín se va a morir de un cáncer. Cámara va a visitarlo, va a despedirse. Son cincuentones, cincuentones largos. Cámara, a propósito de lo que trata el film, la muerte de un amigo, dice, en un momento: es la primera vez que me pasa. Pensé, confieso: ¿qué vida tuvo este tipo, qué vida tiene el guionista que le hace dice al actor semejante límite? Cincuenta y tantos y ningún amigo muerto. Tengo 52 años. A mí no me alcanzan los dedos de las manos –y no quiero seguir enumerándolos mentalmente para no seguir con los pies y con los brazos y con…-, para contarlos. Los extraño a todos, carajo.
Un contrapunto final: el otro día, volví a Pelechuco, después de una década de no ir. Mi amigo, Reynaldo Vázquez, Mallku Mayor de la comunidad, me miraba con ojos desorbitados. Sentí su turbación y le pregunté, qué cosa te pasa hermano: pensé que te habías muerto, Pablo, me contestó y luego, sin pausa, sin tregua y sin respirar, agregó: voy a traer dos cervezas para celebrar que estás vivo.
Hasta que se volvió otro día, no paramos de agasajarnos. Convocamos, como no podía ser de otra manera, a nuestros propios muertos, a nuestros muertos comunes: al Yossi (que lo velaron en la misma mesa donde tantas veces compartimos botellas y relatos o proyectos de aventuras), al Esteban Andia, el baquiano de los pumas, a Ricardo Albert, y gracias a Dios y a los Apus no se había muerto nadie más.
Cuando se acabaron la noche, el pijcho, la luna y las confidencias, le dije por debajo al Reynaldo: si un día verdaderamenteme muero, mi hermano, así te vas a acordar, así me vas a celebrar.
Sé que el Reynaldo no dudaría un minuto en hacerlo. Ese día, en Pelechuco, habrá una fiesta y, aunque yo esté ausente, sentiré esa felicidad tan plena de saber que esas montañas me amparan, que al final se habrán vuelto mi morada definitiva. No te olvides, Reynaldo, no te olvides.


Monday, May 30, 2016

Las crónicas de Jean Froissart

JOAQUÍN FERNÁNDEZ

Hegel sostuvo que el búho de Minerva eleva su vuelo en el crepúsculo. Muchas veces, las formas de conocimiento más acabadas se desarrollan cuando su objeto de estudio ya ha comenzado a perder vigencia. En este sentido, no es extraño que las Crónicas de Jean Froissart, quizás una de las mejores fuentes para aproximarnos al ideal caballeresco, hayan sido escritas ya avanzada la serie de conflictos llamada Guerra de los Cien Años, período en el cual fueron puestas en jaque las formas caballerescas de guerrear y en entredicho el propio ideal caballeresco. Quizás, la labor de Froissart se encontraba motivada por la idea de rescatar los valores de un mundo cuya magnificencia pudo apreciar en su juventud. Así, el mismo prólogo de la obra contiene un llamado a los jóvenes a hacerse parte del mundo de la caballería y a alcanzar, mediante el camino de las armas, la fama que da la proeza. Estas orientaciones pueden ser explicadas, en parte, por la biografía del autor. Si bien Jean Froissart (1337-1410) desarrolló, en forma interrumpida, la carrera eclesiástica, era un hombre de corte antes que un religioso. Protegido de Jean Beaumont en Francia, viajó a Inglaterra, donde se puso a las órdenes de la sobrina de su protector, Philippa de Hainaut, esposa del rey Eduardo III. A ella presentó una primitiva versión de sus Crónicas, hacia comienzos de la década de 1360, transformándose en una suerte de cronista oficial de la corte. Como protegido de la familia real inglesa, viajó por gran parte de Europa, relacionándose con poderosos y connotados personajes llegando a tratar incluso con Petrarca. En este período se prendó de la magnificencia de la corte de Eduardo III, un consciente cultor de la estética y valores caballerescos. Incluso llegó a escribir una novela de caballería de inspiración artúrica, titulada Meliador. Tras la muerte de Philippa, su protectora, volvió a Francia, desempeñándose como canónigo y tesorero de Chimay. Murió, seguramente, entre los años 1404 y 1414.

Estos hechos pueden haber influido en las características de su obra, colaborando en la creación de una orientación filoinglesa, presente sobre todo en las primeras versiones del Libro I de las Crónicas. Sin embargo, la influencia de la vida cortesana y del ideal caballeresco también permearon la misma estructura de la narración. Las Crónicas se encuentran divididas en cuatro libros, que tratan, principalmente, los acontecimientos de la Guerra de los Cien Años entre las décadas de 1320 y 1390. Cada uno de estas divisiones se abre y cierra con acontecimientos de la realeza o de carácter militar.

Como sostuvo Stephen Nicholls, en la obra de Froissart “los hechos históricos no son ordenados por sus propios motivos, sino por sus efectos benéficos para el presente”. La historia se torna una especie de maestra de vida, capaz de ofrecer lecciones para el lector. No se trata, eso sí, de enseñanzas morales de carácter religioso. Por el contrario, Froissart, calificado por Huizinga como enfant terrible, “recomienda la valentía sin ninguna motivación religiosa o expresamente ética, sino por la gloria, por el honor y…por hacer carrera”.

La providencia es casi ajena a la historia relatada en las Crónicas de Froissart, no vemos en ellas la mano de Dios moviendo los hilos de la historia. Su interpretación general de la historia universal, aun cuando comienza haciendo alusión a las Sagradas Escrituras, escapa de cánones religiosos y pasa a ser ordenada de acuerdo a la capacidad de ejercicio del señorío y del dominio, y de cómo estos han pasado de un reino en otro a lo largo del tiempo. La piedad pasa a ser una característica más del buen caballero. Los “asuntos de la iglesia”, apenas son tratados en la obra y cuando son mencionados, no escapan al juego de poderes y conveniencias, a la búsqueda del dominio. Huizinga sostuvo que “el espíritu del renacimiento, el anhelo de una vida bella en el sentido de la antigüedad”, tenía sus raíces en el ideal caballeresco. Quizás las Crónicas de Froissart prefiguran una historiografía renacentista más secularizada, que centra su atención en la actuación de los hombres y su búsqueda de la fortuna. El foco de atención se centra en la acción de hombres notables, sus alternativas y decisiones en momentos claves, siempre en pos de una victoria de carácter espectacular.

El énfasis principal de Froissart está puesto en la descripción de las batallas y en especial en las proezas realizadas en ellas. Al comenzar la obra el autor insiste en su afán de que queden registrados para su presente y para los tiempos venideros “las grandes maravillas y los hermosos hechos de armas que han ocurrido por las guerras de Francia e Inglaterra y de los reinos vecinos”. Incluso al tratar la Batalla de Crécy, hito de la historia militar europea, en la que formaciones de arqueros y lanceros ingleses a pie derrotaron a los caballeros franceses, el autor se detiene a resaltar importantes acciones individuales de los caballeros.

La idea de hermosura, aplicada a las actividades guerreras denota una fuerte orientación esteticista de parte del autor, quien por sobre una narración que busque explicar prefiere deslumbrar, esto último a través del énfasis en la magnificencia de ciertas acciones. Esta misma búsqueda de la magnificencia se refleja en otro aspecto tratado en la obra. Nos referimos a sus descripciones de la vida cortesana, las que si bien dejan entrever las intrigas y los mecanismos políticos que funcionaban en ella, ponen un fuerte acento en su ritualidad y su boato como un tema de la mayor importancia en sí mismo.

Es interesante contrastar estos aspectos de las Crónicas de Froissart con la descripción que realiza de una Jaquerie. En dicha situación, los campesinos sublevados son mostrados como una masa amorfa, guiada por un ciego afán de muerte y destrucción, un oscuro deseo de aniquilación total de los “hombres gentiles y nobles del mundo”. Los despectivos silencios al tratar las causas de este fenómeno y los motivos que movían a sus ejecutores se vuelven más impresionantes al constatar la gran extensión que el autor dedica en el mismo capítulo a tratar el rescate de unas “nobles damas”, en medio de estas convulsiones. La Jaquerie deja de ser un problema importante a ser tratado por sí mismo, y se transforma en un desafío que pretende volver más loable y atractiva la acción de los caballeros, desarrollando en el contexto de la narración un papel similar al que podrían tener los monstruos en alguna novela de caballería. Sus protagonistas no son dignos de ser considerados personajes de la historia, diluyéndose en el anonimato.

Fuera de determinar lo hechos dignos de ser contados y los personajes merecedores de ser recordados y, quizás sobre todo, exaltados; los valores caballerescos y cortesanos determinan el criterio para seleccionar las fuentes de la obra. Junto a la Crónica de Jean le Bel, las fuentes de Froissart están compuestas principalmente por los testimonios de “hombres valerosos”, como caballeros, escuderos, reyes de armas y mariscales. El prestigio y el honor pasan a ser los criterios que determinan la fiabilidad de los relatos orales utilizados como fuentes. Ante este modo de seleccionar y narrar los hechos, y teniendo en cuenta estos criterios de selección de las fuentes, no es extraño que hacia el siglo XIX la historiografía romántica haya ensalzado la obra y la de un carácter más positivista la haya denunciado. El mismo Jules Michellet se refirió a Froissart en forma despectiva como “el Walter Scott de la Edad Media”. El comentario de Michellet no deja de ser agudo, las crónicas de Froissart trasuntan una orientación historiográfica que se diluye en una literatura cuasi épica dominada por orientaciones esteticistas. La narración adquiere ribetes enérgicos, coloridos y pasionales. Como obra de un cronista de corte, las crónicas de Froissart son una historiografía evidentemente parcial; Froissart muchas veces no hace un mayor esfuerzo por evitar centrar su atención y loas en sus amigos y protectores. Sin embargo, y por estas mismas razones, las Crónicas poseen un valor inmenso como reflejo de la mentalidad caballeresca y son fuente única para conocer su forma de representar su mundo y su escala de valores.

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De RED SECA, 24/11/2007

Imágenes del Libro de Torneos de los caballeros

Saturday, May 28, 2016

Rip van Winkle de nuevo

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

«Rip se despertó. 'Seguramente -pensó- he dormido aquí toda la noche. ¡Oh, ese frasco! ¡Ese maldito frasco!'...»
Se refiere Rip van Winkle al bebedizo que le ofrecen los hombrecillos del bosque en el que se ha extraviado y que le transporta a un tiempo sin tiempo, un sueño de tiempo detenido.
Vuelvo a la historia de Rip van Winkle una y otra vez. Desde niño: las lecturas de la leñera, la cueva, el Tesoro de la Juventud, ilustraciones de Arthur Rackham... Me parecía maravilloso poder vivir algo parecido, ahora que eso forma parte de la mitología literaria personal, de las reminiscencias, me parece algo más sombrío. La otra cara es el relato de Irving sin otros adornos que su trasposición al presente, a cualquier presente y a cualquier historia personal que esté teñida por el extrañamiento: el tipo que regresa a un mundo que le desconoce, que lo ve como un viejo grotesco, un mundo que él, a su vez, no entiende. Se ha perdido la vida que los demás, sus vecinos y familiares, han vivido en su ausencia, porque eso es lo que pasa, que ha estado ausente y que, a la manera de Oscar Wilde, si a su regreso no reconoce a nadie es porque ha cambiado mucho, más de lo que supone, tanto que en vez de recuerdos, tiene que inventarse una vida al paso.

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De VIVIRDEBUENAGANA, 26/05/2016

Animales

HÉCTOR SOTO

Si ese encuentro estaba escrito -un joven con la mente totalmente confundida y dos leones cautivos en la jaula del zoológico-, quizás no haya mejor manera de procesar tanta fatalidad que recordar que nuestro margen de control sobre el mundo, sobre los acontecimientos, a veces es nada. Hay detalles, imponderables y cadenas de causalidad inmanejables y de efectos catastróficos. Lo demás es cuento. Por lo mismo, son comprensibles, al menos en el plano emocional, las reacciones ante el episodio. Aun las más despiadadas. Primero tal vez haya que entenderlas, solo después juzgarlas o descalificarlas. ¿Qué culpa, por favor, tenían los leones? Pero, ¿cómo no anteponer a todo el valor de la vida humana?

Viendo las imágenes confusas y borrosas del incidente me acordé -la situación no es totalmente comparable- del documental de Werner Herzog Grizzly man (2005). El director de Fitzcarraldo tuvo acceso a las imágenes que un joven gringo, Timothy Treadwell, filmó por dos o tres veranos sucesivos en una reserva de Alaska, cuando trató de establecer contacto con una comunidad de osos salvajes. El joven llegó bastante lejos en su intento de socializar con ellos. No solo eso: generó una relación afectiva totalmente delirante con las bestias. Los osos no son mascotas. Son osos y son salvajes como quedó al descubierto un mal día, cuando uno lo atacó y terminó devorándolo. El joven no alcanzó a filmar su propia muerte, porque la cámara que tenía en las manos cayó al suelo, pero sí quedó registrado el audio. El abundante material que él alcanzó a registrar fue la base que Herzog usó para armar su película, que además incluye testimonios de familiares, de la novia y personas que conocieron al chico. Treadwell desde luego no era un psicótico, pero está claro que generó una conexión con los osos completamente distorsionada.

No hay medio, no hay posiblemente arte que haya contribuido más que el cine al fetiche de humanizar más a los animales. Mirada antropomórfica. En esa cantera Walt Disney templó su genio, su fortuna y también muchas de sus imposturas. La idea que flota en muchas de sus realizaciones, y en todo ese subgénero de películas tipo Lassie, es que estos bichos pueden ser mejores que la gente y tenemos mucho que aprender de ellos. Son más nobles y abnegados; más inteligentes y confiables. La trasposición puede llegar a extremos absurdos, adjudicando a los animales sentimientos, ideas o códigos conductuales que no tienen ni tienen por qué tener. Eso no significa, por cierto, que “los hermanos menores” de que hablaba san Francisco sean menos. Solo son distintos y no por eso debieran estar al margen de nuestra conciencia moral. Al revés: es precisamente por eso que la crueldad respecto de ellos nos parece por lo bajo inaceptable y repulsiva.

Una de las más duras películas del francés Robert Bresson -Au Hasard Balthazar, 1966- descolocó tanto en su época, y sigue descolocándonos todavía hoy, es porque puso un burro en el centro de la historia. A través de su mirada impenetrable e impasible vamos conociendo distintas situaciones y personajes que hablan al comienzo de felicidad -cuando el animal recibe el cariño de los niños y es parte de sus juegos y travesuras- y luego de la bajeza del mundo. El burro va a tener sucesivos dueños que lo explotan, lo golpean, lo someten a trabajos imposibles, lo terminan llevando a un circo donde Balthazar pasa a ser parte de espectáculos infames y observa a otros animales enjaulados. Su historia corre en paralelo a la de la niñita que lo mimó en otro tiempo y que cuando crece también termina siendo maltratada por su pareja. Lo más perturbador es que el animal mira, sin duda siente, pero Bresson resiste la tentación de humanizarlo. Más que testigo, el burro es espejo de un mundo donde la bondad y la gracia no tienen cabida. Bresson decía que conocemos el efecto de las cosas. No las causas, que siempre son más oscuras de lo que pensamos. La vida -decía- siempre es más misteriosa.

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De LA TERCERA (Chile), 27/05/2016

Imagen: Afiche del filme de Bresson


Friday, May 27, 2016

Un Corpus Christi a cuerpo de rey

JOSÉ CRESPO ARTEAGA

Ya me aprestaba a aburrirme como un caracol en otro feriado nacional. Y desde luego, prepararse para pasar hambre. Porque en estos días de asueto hasta el corpus se ralentiza como saboteando el reloj interno. En contra de lo acostumbrado desayuné tarde, a eso de las diez, una vergüenza para mi espíritu joven. Me zampé media palta, un estupendo revuelto de huevos, dos panes integrales y café retinto producido en mi viejo colador. Ni pensar llegar con apetito al mediodía y mucho menos ponerse a cocinar por pura inercia. Ya planeaba pasar la tarde pegado del televisor dando fin a rosquetes bañados en merengue, cacahuetes tostados de Mizque, mandarinas y otras frutas de temporada como manda la tradición en Corpus Christi.

Resulta curioso que esta fiesta religiosa no tenga ningún platillo o preparado especial para celebrarla. Pienso, por ejemplo, en los 12 platos de Semana Santa que emocionaría a cualquier vegetariano sea cristiano o no. Tal vez suene pecaminoso llevarse a la boca cualquier cosa que evoque al “cuerpo de Cristo”, y por ahí va quizá la explicación de contentarse con frutas y ciertas golosinas caseras que venden en inmediaciones de los templos católicos. Con razón, no se ven chorizos hirviendo en aceite ni anticuchos humeantes durante estas frías noches. Para sofocarse ya se tiene suficiente con el incienso del Señor.

Así pues, andaba con la cabeza gacha, maldiciendo a todo dios por inventarse estos festejos sin sentido. ¿O tiene chiste ir a idolatrar un pedazo de galleta dentro de una urnita que un cura manipula como si fuera una lente o astrolabio? …un par de hostias bien dadas se merecerían todos los beatos y beatas que acuden presurosos, me dice el diablillo que cargo sobre los hombros. Menos mal que hay espíritus solidarios aquí al lado de casa que, en un santiamén, telefonazo mediante acabaron con mis arrebatos de melancolía. ¡Ocas al horno!; daba igual el plato fuerte, me era irrelevante ya fuera lechón, carne o pollo. Igual con la guarnición, como ver un raro arroz graneado sobre la mesa. Toda cosa horneada no conjuga con arroz, según mi teoría. Pero bueno, fuera de ese desliz el resto sabía una maravilla.

Ensalada de vainitas y zanahoria hervidas, perfecto maridaje para manjares horneados. Llajua sazonada con ramitas de suyco le dan el tono de picor que activan al punto las glándulas salivares. Lo que viene es una catarata de sensaciones y texturas impagables. Porque hay que ver, mejor dicho, sentir el gusto tostado de una papa a la cascarita, devorándola como si fuera un durazno sin pelar. Ah, casi como boccato di cardenale. De la oca (oxalis tuberosa) con un toque de aceite o mantequilla ni hablar. Por algo será que los franceses la han bautizado como “truffette acide”. Al menos un par de años me separaban de su consistencia dulzona, harinosa, y piel ligeramente crujiente como se saborea cuando es cocida al horno. Cada otoño tengo el placer de degustar este tubérculo que crece sólo en la puna, de ahí su escasez y, a diferencia de la papa, apenas sobreviven algunas variedades y no producen todo el año.

Yo las prefiero de variedad amarilla, las más comunes, más dulces y cremosas que las blancas, rojas o moradas que poseen un gusto más ácido y algo desabrido. El detalle para cocinarlas radica en asolearlas por una semana o más, dando tiempo a que el abundante almidón se transforme en sacarosa. Lo más normal es cocerlas al agua y servirlas como postre. A mí me gustan, en vez de pan o mote de maíz, para acompañar las sopas. Ese intercambio entre lo salado y dulce no tiene parangón alguno. Ya olerlas cómo se van dorando en una lata dentro del horno de barro es la madre de todos los vicios organolépticos.

Hoy, no calentó el horno de barro. Valió el hornillo de la cocina para salvar las papas, como decimos popularmente. El pollo se hizo querer por su buena pinta y contagiante aroma. Yo me engolosiné con las ocas. Para lo demás anduve medio perdido, como que me colaron refresco de ciruelas pasas creyendo que era de mocochinchi. Y sí, me tendí la tarde pegado al televisor, devorando la tercera temporada de Bron/ Broen y devorando maníes, mandarinas y uvas que había despreciado en la sobremesa.

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De EL PERRO ROJO (blog del autor), 26/05/2016

TONINHO FERRAGUTTI: DOS PENSAMENTOS E LINHAS MELÓDICAS DE UM CHORO IMPROVISADO, NASCE O GRANDE ACORDEONISTA DA MÚSICA BRASILEIRA

BRUNO GUAZINA

Um bate-papo para lá de descontraído, com direito a um cafezinho passado na hora, muitas histórias e risadas com o mestre do acordeon brasileiro.

Soundcheck: Você tem noção da sua importância para a música brasileira?
Ferragutti: 
Até tenho um pouco, mas no dia a dia tão corrido de um artista, vamos dizer, pequeno, que precisa se preocupar com muitas coisas, como a produção, com os próximos passos, estudando… mas, acredito que seja uma falta de percepção minha, mesmo.

Talvez, se eu tivesse isso mais claro, daria um pouco mais de alento. Não tenho compromisso com isso, gosto de fazer as coisas com jeito e bem feito… posso até te dizer que seja, vamos dizer que, uma certa irresponsabilidade, mas no fundo você começa a perceber que vai tendo uma coerência, por que me da vontade de fazer e tendo condições para que eu faça, eu vou lá e faço.

“A minha preocupação é com outras coisas, básicas,
como a falta de educação… coisas assim”

Eu só faço o que eu gosto, mas fico muito alegre se as pessoas também gostam. Quando eu falo que faço só o que eu gosto, parece que é uma coisa egoísta, mas vou achando uma medida do que eu gosto e do que as pessoas vão gostar.

Mas eu não deixo de fazer o que gosto pela possibilidade de as pessoas não gostarem. Faço o que gosto, mas tenho muita fé e quero muito que as pessoas gostem. Eu preciso disso também!

Soundcheck: O que você fez durante a sua carreira para ser o Ferraguti, referência no acordeon brasileiro?
Ferragutti: 
Não sei… eu sou conhecido mais no meio musical, não participo do grande público. Mas são 30 anos de trabalho, tocando com muita gente… e as coisas foram caminhando para um trabalho próprio.

A música instrumental, tem o lugar dela e eu sempre separei bem a minha carreira como músico, como compositor e como instrumentista que toca com vários artistas.
Sempre tive isso muito claro, são circuitos diferentes e sempre gostei de gravar minhas coisas. Sempre soube que a música instrumental é a minha linguagem e cada vez mais, estou entendendo isso.

Soundcheck: Você sente que o mercado da música instrumental é muito diferente dos demais?
Ferragutti:
 Tem público, pode ser mais difícil, mas não é impossível e é aí que eu me situo. Ainda não temos circuito suficiente para todos estarem presente de forma igualitária.

Você tem que ser bom músico, bom produtor, estar cercado de pessoas que gostam e acreditam no seu trabalho, mas cada vez mais é preciso um olhar mais generoso por parte da cultura, um olhar mais generoso das políticas culturais, para que possamos ter mais espaço e sermos mais acolhido… por que diariamente é uma briga de leões.

Você tem que viabilizar de alguma maneira e os espaços são poucos. Precisamos de um circuito independente, os bares, espaços onde você possa tocar e que tenha uma vida pulsante lançando novos trabalhos.

Soundcheck: Onde tudo começou?
Ferragutti:
 Sou do interior de São Paulo, de uma cidade chamada Socorro. Meu pai, Pedro Ferragutti, era músico, saxofonista, compositor de choro, valsa… arranjador e por aí em diante. E por ser descendente de Italianos, em casa, sempre tive um contato muito próximo com a música.

Até que em um certo dia, pedi para meu pai e ele me colocou para tocar sanfona. Fiz um pouco de aulas com a Dona Ondina, uma professora da cidade e depois com um outro professor que dava aulas em toda a região e que passava toda a semana por lá. E assim, fui começando a tocar nas rodas de choro, bailes… e meu pai sempre me incentivando estudar todos os dias.

Soundcheck: Nessa época, o que você escutava que te influenciou?
Ferragutti:
 Ouvia muitas coisas! Era época da Jovem Guarda, Bossa Nova… meu pai odiava aquilo, não deixava nem entrar em casa, Roberto Carlos então, que minhas irmãs adoravam, meu pai odiava. (risos)

Mas eu ouvia todo tipo de música, popular, choro, erudito… os cantores da época, como o Carlos Galhardo e tantos outros!

Soundcheck: Você já tinha objetivos de se tornar um dia um músico profissional?
Ferragutti:
 Eu não tinha ideia do que era ser um músico profissional e como todo mundo na minha idade, fui fazer um cursinho e na sequência passei para veterinária na UNESP de Botucatu e fui pra lá.

Uma cidade universitária, com tradição na música, diversos compositores… comecei a perceber uma certa valorização e que tinha algo diferente naquela região.

Até que um dia, em uma das minhas idas a São Paulo, vi o Oswaldinho do Acordeon, tocando e cai na alma dele, até ele me indicar um professor, o Dante D’Alonso, que comecei a estudar com ele em São Paulo.

Já tocava na noite de Botucatu e região, e aos sábados vinha, logo cedo, para São Paulo, fazer as aulas com o Dante e voltava no mesmo dia para tocar. Vinha contente da vida, foi assim durante um bom tempo!

Soundcheck: Foi em Botucatu que você se tornou músico profissional?
Ferragutti:
 Nessa época em Botucatu, eu já recebia pelo que fazia, mais ainda não tinha uma visão muito ampla, eu era muito cru!

Acabei saindo da faculdade, antes mesmo de terminar o curso e vim embora para São Paulo, isso em 82. Foi quando vi o que é ser um músico profissional tocando na noite por aqui.

Soundcheck: Quais as suas motivações para fazer uma música tão rica?
Ferragutti:
 Eu sempre fui muito seduzido pela música e queria ser um bom músico, sempre quis ser um bom profissional.

Você vai trabalhar, vai gravar, vamos dizer que uma música sertaneja, choro, forro… em qualquer estilo você tem que se desenvolver bem, ter um repertório e se comportar bem como músico.

Mas, claro, isso é muito ilusório! Achar que você vai tocar ou toca tudo bem, é uma grande ilusão. Mas é um aspecto da música que me seduz.

Com os festivais de jazz de São Paulo, da TV Cultura, isso em 78, 79, vi toda essa galera tocando, o Hermeto Pascoal, o Egberto Gismonti… e ficava me perguntando: quer dizer que isso existe, pode ser feito assim?! Aquilo foi uminsite muito poderoso, que abriu minha cabeça para um novo mundo.

Soundcheck: Qual o gênero musical que mais te influenciou?
Ferragutti:
 O gênero que mais me influenciou foi o choro, embora não seja um “chorão”. Pelo tipo de pensamento, pela linha melódica…. O choro é uma escola poderosíssima, com um caldo extremamente rico.

O choro tem várias linhas, tem o mais tradicional, alguns que usa o gênero como um trampolim para fazer outras coisas, onde acredito que talvez me inclua. Mas vamos dizer, que eu bebo muita dessa fonte.

Mas acho que, hoje, eu mais me aproximo do instrumental brasileiro que tem influências dessas várias fontes… é por aí que eu vou. Hoje minha música carrega diversas influências. Trabalhei recentemente com musica de câmara, quinteto de cordas, agora voltei a fazer com guitarra, baixo, bateria…

Soundcheck: De onde vem essa peculiaridade toda da sua música?
Ferragutti:
 Não sei de onde vem, mas acho que essa coisa da origem italiana, essa linha melódica… vem de longe, está no sangue!

Gosto dos traços melódicos do Nino RotaEnnio Morricone… e acho que venho daí, sabia? Não é que eu ouço, ou seja fã, mas gosto e aquilo me emociona. As vezes vejo meu perfil melódico bem próximo… rapaz, deve ser da minha descendência italiana, mesmo. É impressionante!

Soundcheck: Durante esses vários momentos na sua carreira, o que mais você escutou que acrescentou para sua música?
Ferragutti:
 Em casa, ainda em Socorro, não se ouvia esses grandes compositores, ouvíamos mais os cantores italianos dos grandes festivais no meio do bololo da música brasileira.

Em Botucatu, o primeiro impacto foi escutar Laércio de Freitas… foi quando me perguntei: é possível tocar assim?!

Depois, tive algumas paixões, com o disco “Amoroso” do João Gilberto, que me deixou maravilhado com aqueles arranjos… na sequência Tom JobimPaulo MouraJacob do BandolimJames Taylor… essas foram algumas das minhas paixões.

Aqui em São Paulo, DominguinhosLuiz Gonzaga… foi quando comecei a escutar, mais, sanfoneiros e me encantei pelo forró.

Soundcheck: Quais as suas pretensões para o futuro?
Ferragutti: 
Eu e a maioria dos meus colegas, com um perfil musical próximo ao meu, buscamos estar, realmente, no mercado. Inseridos em um circuito que permita se dedicar cada vez mais a música e que possibilite termos mais lançamentos para podermos nos expressarmos com maior facilidade em um mercado mais maduro.

Soundcheck: Conte um pouco sobre esse disco, “A gata Café” que acabou de sair do forno.
Ferragutti:
 Esse disco é um disco autoral com algumas regravações, com músicas que eu compus no começo da década de 90 e dois choros que são muito significativos para mim, o “Chapéu palheta” e o “O mancebo”, músicas com muitas influências de um choro improvisado, que é onde gosto muito de me situar, entre o tradicional e uma leitura jazzística, sem pender para nenhum lado.

E músicas novas que já apontam para uma outra direção, que talvez esteja seguindo agora e com um grupo de músicos que são muito representativos, ainda mais para essa nova geração dos trinta e poucos anos. Músicos que sabem muito bem o que querem e com uma cabeça de instrumentistas, alta performance e ao mesmo tempo, muito ligados na produção, nas mídias e vinculação de seus próprios trabalhos e que são ícones de cada instrumento, caso do Tiago Espirito Santo (baixo elétrico), Vinícius Gomes (guitarra e violão), Cléber Almeida(bateria) e Cássio Ferreira (saxofone).

Para mim é uma honra apresentar esse trabalho junto com eles, estou muito contente com o resultado. Foi um disco gravado todo mundo junto no estúdio, o quinteto tocando ao vivo… uma forma que eu gosto de trabalhar.

Esse é meu décimo disco, um disco que acredito representar bastante o caminho que eu estou querendo seguir.

Ferragutti, muito obrigado por nos receber em sua residência para bater esse papo e pelo disco, maravilhoso, que já faz parte da minha playlits. Vlw


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De SOUNDCHECK, 20/05/2016

Fotografías: 1- Toninho Ferragutti, 2- Portada de su último disco

Thursday, May 26, 2016

The Worst Boyfriend in Bolivia


If Bolivia’s widening political scandal were to be turned into a soap opera, a fitting title would be “Heartless Ex-Boyfriend.” The protagonists: a Machiavellian statesman and a former paramour. The plot: She threatens to expose him as a monster, but he is determined to stay in power indefinitely, even if he has to jail, silence and discredit her and his critics.

For several months, Bolivians have been glued to the real-life drama starring President Evo Morales and his former girlfriend, Gabriela Zapata. In late February, Mr. Morales lost a referendum vote that could have allowed him to run for a fourth term. Voters had become outraged by allegations that Ms. Zapata made a windfall from Chinese companies who hired her to secure state contracts worth hundreds of millions of dollars.

The first major plot twist came days after the vote. Having initially rejected any insinuation of influence peddling, Mr. Morales’s government arrested Ms. Zapata and charged her with exactly that. Ms. Zapata soon decided she wasn’t taking the fall alone.

In a series of jailhouse interviews, she cast herself as the sacrificial lamb of a government that had a lot to hide. For starters, she contradicted Mr. Morales’s claim that a baby the two produced had died in infancy. The child, Ms. Zapata contended, is very much alive. “I am not going to remain silent,” she told the newspaper El Deber in March. So far, the truth about their child remains elusive.

She also promised a detailed account of how Mr. Morales, Bolivia’s first indigenous leader, had evolved from a good guy to a menace. “Evo Morales was not the monster that he is today,” she said. She and her lawyers also said she has damaging information about the president’s right-hand man, Juan Ramón Quintana, the minister of the presidency.

But whether any of this intriguing material will be allowed to surface — and whether Ms. Zapata will get to defend herself and name names — is now in doubt. Last week, the government jailed her defense lawyer, Eduardo León, and an aunt, Pilar Guzmán, who had corroborated her assertion that Mr. Morales’s son was in fact alive. Mr. León, a prominent lawyer, has attended court hearings wearing a sign with the words “political prisoner.”

Meanwhile, Mr. Morales’s allies in Congress have been peddling bills that would curtail freedom of the press and regulate social media. What they fail to see is that Mr. Morales’s defeat in February resulted from damning facts, not critical news coverage. And they are clearly nervous about the insider account of corruption Ms. Zapata stands to tell if she gets her day in court.

On Tuesday, Mr. Morales announced a new referendum campaign, saying that the first one had been tainted by “lies” about the Zapata case. “During the second inning, we’ll see who is who,” he said.

Spending millions of dollars on a new referendum is an abuse of power and an insult to Bolivians who stated clearly just months ago that the country needs new leadership. A new referendum campaign won’t stop the stream of damaging stories and embarrassing details, which can only further erode confidence in a man who has already been in power more than a decade. There’s no telling how this saga will end, but one thing has become abundantly clear: Mr. Morales and his allies are making the cover-up worse than the crime.

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De THE NEW YORK TIMES, 25/05/2016

Fotografía: Gabriela Zapata, center, in La Paz, Bolivia, in February after a judge ordered that she remain in custody.CreditJuan Karita/Associated Press


Tuesday, May 24, 2016

Los jacobinos indios

RAFAEL ROJAS

Luis Fernando Granados
En el espejo haitiano. Los indios del Bajío y el colapso del orden colonial de América Latina
Ciudad de México, Era, 2016, 300 pp.

Hace un par de años la profesora de la Universidad de Nueva York Ada Ferrer publicó el libro Freedom’s mirror, en el que estudiaba el impacto de la Revolución haitiana en el Caribe hispano. Recordaba Ferrer que buena parte de la ideología liberal cubana, dominicana y puertorriqueña del siglo XIX se había construido en torno a la idea de que cualquier solución al problema del orden colonial y esclavista en aquellas sugar islands debía evitar el peligro de que se repitiera la revuelta de los jacobinos negros de Saint-Domingue que, entre 1791 y 1804, liberó a los esclavos, repartió la propiedad, derrotó a los españoles, los ingleses y los franceses y proclamó la independencia del imperio de Jean-Jacques Dessalines y, luego, de la república de Alexandre Pétion en el sur y del reino de Henri Christophe en el norte de la isla.

Ferrer concluía que, a pesar de que la Revolución haitiana fue el principal referente de algunas conspiraciones de esclavos en diversas ciudades, pueblos, cafetales e ingenios de Cuba y Puerto Rico –una de las mejor organizadas sería la de José Antonio Aponte en 1812, en La Habana–, la radicalidad social y racial del republicanismo haitiano terminó siendo abandonada por las corrientes hegemónicas del Caribe hispano en el siglo XIX, lo mismo por reformistas que por partidarios de la autonomía o la independencia. Haití se convirtió en el “espectro” de una guerra racial, con que las autoridades coloniales disuadían o reprimían a los rebeldes, pero también en otra variante del miedo liberal al “terror”, que suscribieron no solo líderes blancos sino también negros y mulatos del separatismo caribeño.

Ahora el historiador Luis Fernando Granados (Ciudad de México, 1968) escribe un libro que desde su título invoca el de Ada Ferrer, pero su espejo es muy diferente al del Caribe hispano. El título podría sugerir al lector que lo que Granados intenta es una reconstrucción del legado o las imágenes de la Revolución haitiana en la rebelión del Bajío, en 1810, o en la contrainsurgencia que desató el virreinato de la Nueva España. Pero no es así. En el espejo haitiano es otra cosa o varias cosas, a la vez, que muy poco tienen que ver con el impacto de la Revolución haitiana en la Nueva España, en la revuelta de Miguel Hidalgo o en la reacción contra la misma que encabezaron el virrey Francisco Javier Venegas y su jefe militar Félix María Calleja.

Lo que Granados ofrece es una síntesis narrativa de la Revolución haitiana, un debate teórico e ideológico con la nueva historia política –especialmente aquella que en la coyuntura del pasado bicentenario intentó reinterpretar el proceso de la independencia– y una vuelta al análisis marxista, o de cierto tipo de marxismo, sobre la insurrección de Guanajuato, en septiembre de 1810. Aquella, según Granados, también fue, como la haitiana, la revolución anticolonial de “un pueblo”, en este caso, de campesinos indios y pardos. Se trata de un texto apasionado y elocuente, que rompe lanzas contra un revisionismo que, sin embargo, prefiere caricaturizar, como hace todo polemista astuto. La nueva historia política, según Granados, ha borrado al pueblo y ha narrado una gesta de independencia sin insurgentes.

A juicio de Granados, la historia política más reciente del periodo (Juan Ortiz Escamilla, Alfredo Ávila, José Antonio Serrano, Roberto Breña, José Antonio Aguilar, Ana Carolina Ibarra, Peter Guardino) ha dado la espalda a la historia social o al estudio de las masas en el proceso de la independencia y se ha concentrado en fenómenos institucionales, doctrinarios o jurídicos. Observación que no se sostiene si se revisa con cuidado la obra diversa de esos historiadores –y de otros, que Granados no cita, como Claudia Guarisco, que llegó a conclusiones muy parecidas a las suyas, aunque mejor sustentadas, sobre el papel de los indios del Valle de México–, y el peso que en la misma tiene el corpus de historia social, que Granados también aprovecha, producido por Hugh Hamill, Brian Hamnett, John Tutino, Eric Van Young o Florencia Mallon, a quien el autor de En el espejo haitiano olvida.

El resumen de la historiografía del bicentenario que Granados somete a crítica está incompleto. Por ejemplo, se echa en falta un libro fundamental para el propósito revisionista de la nueva historia política, como Elegía criolla (2010) de Tomás Pérez Vejo, que argumenta con vehemencia lo contrario de lo que ahora Granados sostiene, esto es, que la insurrección del Bajío fue una guerra anticolonial. Tampoco repara en los volúmenes de la serie Herramientas para la Historia, coordinada por Clara García Ayluardo para el Fondo de Cultura Económica, o en el gran proyecto editorial Historia crítica de las modernizaciones de México (2010), impulsado por el Cide, que dedicó todo un volumen al periodo que estudia Granados.

El mayor aporte de este libro está en los capítulos dedicados al análisis del protagonismo de los indios laboríos en la insurrección de septiembre de 1810 en Guanajuato. A partir de ahí, Granados concluye que la de independencia fue una revolución de indios campesinos –no de “pueblos de indios”, ni de mestizos ni de criollos– contra un régimen colonial que explotaba el trabajo agrario de forma directa o indirecta, a través de la presión fiscal del tributo. No se trata de una idea completamente nueva, ya que la historiografía agrarista o marxista del periodo de la Revolución mexicana, al estilo de Alfonso Teja Zabre o Luis Chávez Orozco, la manejó. Pero si Granados hubiera centrado su libro en ese punto sería más convincente.

Incluso si aceptáramos esa interpretación de la revuelta de septiembre de 1810 en el Bajío, difícilmente se podría transferir su esencia ideológica a toda la guerra o a todo el proceso político de la independencia de México. Hacerlo sería otra forma de recaer en la lógica de la sinécdoque, tomando el todo por una parte. Y es que en su afán de interpretar la independencia de México a partir del modelo de la Revolución haitiana, Granados impone al pasado una camisa de fuerza ideológica. Como en la tradición menos refinada del marxismo, la revolución es entendida como el momento más radical del proceso, por ejemplo, el terror jacobino o el año 1793 en Francia, y no como toda la destrucción del antiguo régimen que va de la Asamblea de los Estados Generales al Consulado o al Imperio.

Si la revolución es ese evento o ese trance de violencia clasista o racial, entonces la coyuntura más claramente revolucionaria de la independencia mexicana es cuando Hidalgo y Allende mandan a degollar a 78 europeos, en nombre de los intereses del “pueblo de indios laboríos”. No hay mucho que agregar sobre la pobreza teórica y el maniqueísmo ideológico que subyace a esa manera de pensar la historia, luego de que Ferenc Fehér, en La revolución congelada (1989), probara que el jacobinismo opera con una idea simple de las revoluciones que las reduce al terror y escamotea la ambigüedad y los vaivenes del cambio social.

No hay forma de repetir la hazaña intelectual de C. L. R. James en Los jacobinos negros (1938) y mucho menos si el objeto de estudio es el Bajío virreinal del intendente Riaño y el obispo Abad y Queipo. Marx hablaba de la fetichización de la mercancía en el capitalismo moderno, pero el marxismo y el neomarxismo vulgares también hacen del concepto de revolución un fetiche simbólico. En el fondo, no les interesa el proceso revolucionario íntegro sino uno de sus eventos –la toma de la Bastilla, el asalto al Palacio de Invierno, el incendio de la alhóndiga de Granaditas o la entrada de Fidel Castro en La Habana–, al que aplican el zoom de la ideología. El resultado es una visión de la historia que se limita al “momento estelar”, de que hablaba Stefan Zweig, que imagina al pueblo como un sujeto homogéneo que irrumpe en escena para liberarse y luego se desvanece en el día a día del trabajo, las instituciones y las leyes. ~

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De LETRAS LIBRES, Mayo, 2016

Monday, May 23, 2016

Astillas de una carta

PABLO CINGOLANI

Una carta es un muelle. O llegas o te vas. Jamás te puedes quedar.

Aparecimos por Susques de casualidad, de puro azar, de soberano pedo. Aventurarse en la puna a pata, sin más tracción que tus pies y más armas que tu voluntad, es una temeridad. Pero esos años, si no la ensayas con vehemencia, subrayando el lado absurdo de las circunstancias, apostando hondo a la convicción que vas a llegar a algún lado y que si ese sitio no aparece, surgirá otro y que si no vas ni vienes a ninguna parte, bien también, dime: ¿cuándo la emprendes?

Estábamos en San Antonio de los Cobres, los borceguíes baqueteados, la salvadora mochila al hombro y el más puro deseo de irnos de allí. Ni soga para ahorcarse había, menos mote, comida, charque; menos que menos un sorbo de algo para calentar el espíritu. Lo único que sí había y mucho, demasiado, en cantidades abrumantes, eran frío y viento.

Había tanto viento que si te trenzabas bonito y te despeñabas, a lo mejor salías volando. Había tanto frío que dos chamarras del duvet más fino apenas te calentaban el cuero. Eran las cinco de la tarde cuando un lugareño ensilló su camioneta roja y dijo que si así lo deseábamos, subiéramos. Era una decisión casi crepuscular y, una cosa lleva a la otra, el destino al cual nos conduciría era otra correspondencia: una encrucijada.

El hombre, un buen hombre al fin y al cabo que auxiliaba a unos forasteros sin rumbo, sin dinero y sin nada más que el ansia de recorrer esas distancias, enrumbaría hacia Lipán, hacia Purmamarca, hacia la ruta 9, la Santa Carretera Panamericana.

Nosotros vamos para el otro lado, le aseguré, como quien sabe que bajará por un ascensor, abrirá una puerta, llegará hasta la esquina y en un kiosko bien iluminado y mejor surtido comprará cigarrillos marca Camel. Ese otro lado, fui más específico, se llama Chile.

El hombre, un buen hombre te insisto, aclaró que Chile efectivamente quedaba para ese lado –ese lado era el oeste, un infinito naranja y azul elusivos y donde el sol quería comenzar a perderse, a dormirse, sumergiéndose en el océano- pero para llegar hasta Chile, acotó, había que atravesar tres desiertos, tres salares, dos cordilleras y quién sabe qué más habrá por ahí, por esos arenales del demonio, ya nadie va, ni mi abuelo se acuerda, mi amigo, ¿por qué no se vienen conmigo y yo les invito empanadas y vino donde mi comadre Estefi, allá en Purmamarca?

No, mi hermano, proseguí con la vana seguridad del que va a proveerse de cigarros: muchas gracias por el vino y por las empanadas pero nosotros queremos llegar al mar, vos no te preocupes, nosotros vamos a llegar, por favor nos llevás hasta ese encrucijada de caminos que decís y nosotros, vemos. Bueno, concedió. Bueno, fuimos. Nos apeamos en la bendita encrucijada (hacia el este, el camino a Lipán; hacia el oeste, cien metros cien de una prueba de asfalto; hacia el sur, Cobres, de dónde veníamos; hacia el  norte, más desierto, acaso Susques, Bolivia, etc., ¿acaso importaba?), y serenados por la correspondencia crepuscular baudelariana, respiramos fuerte, y cuando la camioneta se perdió en la lejanía, la única certeza que teníamos era que estábamos solos en el medio de la puna, solos -casi de noche- en el medio de la nada.

De la nada, no: en el medio de todo el frío y de todo el viento que te puedas imaginar.

Debería anotar, abundando en los detalles: daba miedo. Pero faltaría a la verdad y por eso lo dejo ahí, al miedo, en algún lugar entre San Antonio de los Cobres y Susques, ahí quedó el muy obstinado, ahí quedó curtiéndose eternamente entre el frío feroz y el viento desalmado que asolaba la puna.

Susques: pueblo mítico.

Susques: nuestra estúpida manía de ver al mundo desde la seguridad sin redención de las ciudades, dicta que eso que llamamos así, simplemente Susques, es un poblacho situado entre el olvido y más allá del olvido. Allí queda, para todos nosotros, Susques. Sin embargo, la historia siempre desmiente a esa modernidad de neones que asesinan la sensibilidad.

No hay memoria ni tampoco recuerdos, sólo testimonios que concede la arqueología y la imaginación amarrada a algunos libros, pocos, casi ninguno, si los lees, si tienes el empecinamiento de leerlos, claro.

En esos textos, que leí de niño, cuando la lectura provoca eso que en etología se llama primera impresión –una foca bebé, huérfana, mira a los ojos, siente el olor, de un pescador ebrio y noruego que la alzó con ternura en una playa de ripios y abandonada de Groenlandia y, de forma instantánea y mágica, la foca wawa lo considera su padre y su madre, eso es imprinting o impronta-, en esas ávidas primeras páginas leídas en la niñez acerca de osados aventureros, arqueólogos o arrieros o ingenieros constructores de ferrocarriles, sentí, como un imán, que alguna vez debía llegar a Susques, el pueblo mágico en el corazón de la puna de Jujuy.

Y siguiendo al impulso y la fiebre que desata la literatura en tanto vivencia e invención, recorriendo el instinto que electriza tus huesos y catapulta tu sangre y te arroja más allá del libro, dejando que mi piel fluya de la lectura infantil hasta el más recóndito e imposible de los parajes, de la geografía, del delirio y la gloria, de la inmensidad abrasadora del ser que busca, el zen y el blues de los caminos que se alargan y estiran como arroyos o volcanes en tu alma, llegué, llegamos a Susques.

Era noche cerrada. Era ese mismo día de los crepúsculos y las encrucijadas o ya era otro día: nunca lo sabré. Lo único que sé es que pedí, imploré, clamé, por algo caliente y me dieron en mano propia y con esa elegancia que sólo sobrevive en el fin del mundo, un té que hervía como los geiseres del Tatio y que me hirvió en las manos y me devolvió la fe no sólo por ese pequeño y grandioso gesto de fraternidad humana –¿Así que tenés frío, amiguito? Rubio: tomate un té- sino que calentó el fervor que también y en buena hora acunaba por la puna, por esa supuesta distancia que se desnudaba y se mostraba estéril, por los extremos delirantes del viaje, cualquier viaje, y además y de yapa, por ese mundo que amanecía, ese mundo que, sorbo a sorbo, se inoculaba en mi alma.

La puna, más allá de nuestras (putas) ideas sobre la puna. La puna, en medio de la noche cómplice, más acá y más cerca que todas tus (putas, putísimas) ideas sobre el mundo, sobre el mundo que rodea a la puna y la carga de hostilidad.

Rastros de una historia, astillas de una carta. Hablamos con los gendarmes –dos- y con una autoridad del pueblo sobre la vida, el destino y nuestra presencia en ese Susques olvidado, más allá del olvido. Acudió la botella que nunca falta cuando la conversa se enciende: los de estos lados del mundo, somos así. Somos fiesteros, celebradores permanentes de la vida, de la única que conocemos.

Trago va, trago viene, me lanzo y les cuento: amo a Susques, compañeros. Amo a Susques porque amo la historia. Amo a Susques porque amo la historia desde que era un niño, allá enjaulado entre los edificios grises de Buenos Aires. Y Susques baila como duende dentro de esa historia que es mi historia, ¿me siguen? Sí, me responde grave don Anastasio, uno de los mandamases del pueblo. Sí, me asegura con un destello de pasión inocultable don Anastasio, autoridad político-administrativa de esa comarca de la lejana y tan presente República Argentina.

Ya amaneció y una doñita –amada ella- trae pan, recién horneado, recién sagrado, como para matizar una amanecida a puro mate, aguardiente y confesiones de la travesía. Mientras comemos, mientras masticamos bocado a bocado el cuerpo de Jesús –en estos lugares tan desolados, Él siempre está, irremediablemente-, Anastasio me lanza un dardo de amor al medio de mi ansiedad histórica, me devela el tesoro. Siempre hay un tesoro escondido en cualquier rincón perdido de los Andes. Siempre.

Anastasio me apura, ferviente: sabe, Pablo, tenemos unos papeles, unos papeles antiguos, que usted debería ver, si es que se queda con nosotros y no se va pa Chile, como dijo que iba. ¿Chile? ¿Quién dijo que voy a Chile? Anastasio: si vos me vas a mostrar papeles viejos, yo me quedo. Todos reímos.

Para el buscador de historias, no hay nada más atrapante que un manojo de papeles amarillentos, carcomidos por el tiempo, abrillantados por el olvido. Para el nativo, para el oriundo, para el lugareño, no hay nada más grato que alguien que llega desde otra galaxia, le importen esos papeles.

Eso sí, no son gratis, es poniendo: te los brindan si previamente has develado tu alma, has demostrado que no sos uno que busca su tesis o prestigio o vainas. Que no sos un miserable conquistador, disfrazado de palabras difíciles, dentro de esa modernidad que flagela la comunión y se devora todo rito, para empezar el encuentro, la fertilidad de los encuentros, entre vos que venís vagabundeando desde Saturno o de Buenos Aires, da lo mismo, y ellos, los de Susques, los que se están en ese rincón olvidado que los mapas y las estadísticas sólo lo tratan así: como un lugar perdido en medio de una geografía hostil y donde nunca pasa nada más que el frío y el viento y un proyecto de carretera interoceánica que viene desde ningún lugar y va hasta ninguna parte. Por esos lados, se llama Jama.

No voy a dorar la píldora en un texto tan de tripas abiertas como éste, ¿para qué? Fuimos con Anastasio, mañana radiante, cielo puneño a full, alegría compartida, a buscar los papeles. Estaban en un baúl que alguna mula habrá cargado para traer congrio desde Antofagasta o vaya uno a saber qué cargó esa petaca de cuero -¿violines franciscanos para los indios musiqueros del Chaco?, ¿seda y añil de Manila?, ¿periódicos de Londres para saber si elevó la cotización del salitre?, ¿latas de sardinas para matar el hambre de los mineros de Pirquitas?-, lo real es que el baúl estaba ahí, olvidado como estaba Susques. Anastasio, solemne, me ordenó con cariño entrañable: Abrilo vos. Y leé. ¿De verdad?, le dije. Sí, me contestó: leé todo lo que vos quieras.

Lo que sigue son extractos que transcribí en mi bitácora, de puño y letra apasionada, de una carta que –supongo- olvidó enviar el que fuera gobernador del Territorio Nacional de los Andes, don Brígido Zavaleta –el mismo apellido que el René, el mismo apellido que mi hermano Álvaro Zavaleta Reyles-, fechada en San Antonio de los Cobres –vamos y venimos sobre los mismos caminos, vamos y venimos y volvemos sobre las mismas heridas-, el tan lejano 3 de abril de 1910. Su destinatario: un tal Quiroga, que vaya Dios a saber quién será, aunque por el tono de la misiva, sabría ser un amigo del señor Zavaleta. Copio de mi libreta de apuntes, en homenaje a ese viaje, cualquier viaje, todos los viajes:

“La verdad es que en Buenos Aires no sólo no se enteran, ni siquiera se imaginan lo que son estas soledades despobladas que tenemos también, a bien, llamarlas patria. Pregúntese Quiroga: ¿La puna de Atacama es patria? ¿San Antonio de los Cobres es la patria? ¿Patria de quién? ¿De ellos? ¿De los porteños que creen que Catamarca es una provincia del Perú? ¿De esos afiebrados por la electricidad y por el cinematógrafo? ¿De estos carcamanes que me mandan y que cómodamente se pasean en sus carromatos por la ciudad y el puerto sin saber que aquí, sucede, a veces hay tanto viento que no se puede ni caminar, ni siquiera doblar la esquina?”.

Zavaleta gobernó los Andes casi una década. Fue un milico decidido. Supo hacer. Un autor lo comparó con Pericles, el símbolo de la gloria griega. Las comparaciones suelen ser peligrosas. Leyéndolo a Zavaleta uno puede sentir que el hombre sentía compromiso por su trabajo y por la región. Que era genuino. En esa clarificación, y en esos años tan tempranos, propuso la creación de un parque para la defensa de la fauna puneña. En 1904, el Perito Moreno donó una superficie de tierra para que sirviera de base a la creación del que después sería el primer parque nacional argentino, el Parque Nacional Nahuel Huapí, en la cordillera patagónica. Este hecho recién se verificó en 1934. En el medio, Brígido Zavaleta instó al gobierno nacional la creación de un parque nacional puñeno. No procedieron, no le hicieron caso. Ahora, hay en la puna de Atacama, tres áreas naturales protegidas por el Estado: Laguna Pozuelos, el parque Nacional Los Cardones y la reserva de Laguna Blanca, en las provincias de Jujuy, Salta y Catamarca respectivamente, entre las cuales se repartió, en 1943, el antiguo Territorio de los Andes. A Moreno lo recuerda el más famoso glaciar del orbe, monumentos, una tumba bellísima en la isla Centinela, en la inmensidad azul del lago que tanto amó, el Nahuel Haupí, y eso es justo. A don Brígido, apenas lo recuerda alguna calle polvorienta y nada más. Zavaleta dixit. Zavaleta sigue:

“Sabe, Quiroga, no sé qué será la patria para ellos pero le aseguro que si se enterasen de todo el viento que hay por estos lados, de todo el frío que arrecia, de toda la soledad que abunda, de todos los padecimientos que traen la distancia, el que aúlla y el que azota, y semejante desolación que apena fuerte a todo aquel que habita estos parajes y más aún aquel que se anime por estos lados; si ellos supieran Quiroga de tanto padecer, le digo con franqueza: no sé si ellos creyesen que esto también es la patria”.

Confieso, treinta años después de haber copiado, letra a letra, estas palabras, que me embarga la misma emoción que sentí esa mañana gloriosa, sonriente, que viví en ese Susques, bajo la atenta mirada de don Anastasio. Ese día, esa vez, Susques dejó de ser un mito para instalarse, glorioso y gozoso, en el centro de mi corazón. Sigo con la carta de Zavaleta, dice así:

“Patria para ellos, Quiroga, son los banquetes que se dan a nombre de ella, de la patria, más ahora con el famoso centenario; patria son los perfumes que derraman sobre sus putas, franceses ellos y francesas ellas, claro; patria es la cama donde se las montan, creyéndose muy argentinos y muy machos. A ver, digamé, pero digamé con el corazón en la mano, usted que vio lo que es esto, usted que anduvo estos eriales del diablo, usted que no se corrió cuando le dije vaya usted, vaya usted hasta Arizaro y lo trae al loco ese, ¿se acuerda? Y usted fue y lo trajo y lo salvó, y bien salvado, porque si usted no lo traía, se moría, se moría de frío y de angustia, se moría el loco de mierda ese… digamé, Quiroga: ¿usted cree que ellos saben que esto también es la patria, que Arizaro es la patria, que Susques es la patria? Yo digo una cosa, Quiroga, y a ver si me entiende: yo digo que esta patria no es de ellos, esta patria de viento y piedra y arena no es la de ellos, esta patria es nuestra, esta patria…”.

El texto se volvió ilegible. Mis notas terminaron ahí. Recuerdo que –esto es obvio-, me intrigó la historia de ese loco, según Zavaleta, el loco de la carta que Quiroga, el tal Quiroga, había rescatado de Arizaro, el salar de Arizaro. Lo consulté a mi guía, mi benefactor, mi amigo de Susques, don Anastasio.

¿El loco? –me escudriñaba. El loco de la carta debía ser otro loco como vos que quería llegar a Chile, y se jodió en el camino y perdió la huella y lo agarró el viento blanco y si no fuera por Quiroga, por ese Quiroga, el amigo del gobernador, se jodía así nomás, y se hubiera quedado tieso, puro pellejo reseco, entre los volcanes y el viento de la pampa…

Esa misma noche –aquí no importa cómo- dimos con Chile, llegamos a San Pedro de Atacama, otra arena, otro pisco, el mismo sueño: el mar y un muelle, como una carta, donde llegas o te vas pero jamás, jamás de los jamases, te puedes quedar.

Río Abajo, 22 de mayo de 2016


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Fotografía: Rosario de Susques, Jujuy

Saturday, May 21, 2016

Un pueblo cara conocida

GUILLERMO MARIACA

Demasiados parecen creer, o directamente creen, que la causa de esa lepra que nos impide tocarnos, que nos carcome esa solidaridad que formaba parte de nuestra sangre, es el cinismo del poder. Ahora somos un pueblo de leprosos que no nos tocamos para no contaminarnos, que no nos tocamos para que el poder no nos descubra solidarios. Con los discapacitados, con el Tipnis, con los perseguidos, con los periodistas independientes, con los que denuncian, con los que se atreven a protestar, con los que votan No y lo dicen.

 Por supuesto que el poder se ha vuelto cínico. Era abusivo desde siempre, desde el 2005, o antes. Se inventó que la coca es sagrada. Que Evo era el último inka reloaded. Que Álvaro era el profeta del leninismo siglo XXI.

Ahora que ya no hay manera de disimular que toda la coca del Chapare y parte de la coca yungueña son para el narcotráfico, la coca ya no es sagrada, pero no importa. La coca, los cocaleros y su secretario ejecutivo perpetuo son los cínicos de la coca.

Ahora que Álvaro se revela un calculador y no un matemático, que no sabía del contrato de BOA ni del título que nunca tuvo, pero lo ostentaba, el Vicepresidente es el cínico del sol que no saldrá pero sale. Ahora que todos los ministros se dedican a encubrir las maniobras del eterno y que todos sus diputados se encargan de encubrir los tráficos millonarios y que todos sus senadores juran que sus mentiras, y sus corruptelas y sus abusos son anécdotas, ministros y representantes son los cínicos falderos.

Ahora que el Fondo Indígena es el fondo de los nuevos ricos, los indígenas y los campesinos se callan. Ahora que asesinan en El Alto, El Alto, dizque de pie nunca de rodillas, se calla. Ahora que ciertas empresas públicas quiebran y por allá el Estado las maquilla, y por acá el Estado bota a 800 trabajadores, la COB se calla. Los movimientos sociales, los que eran la reserva moral de la nación, se callan. 

El poder en Bolivia tiene ahora como estrategia de reproducción al cinismo. Pero eso es posible porque gran parte del pueblo se ha convertido en cómplice de ese cinismo. Ni siquiera el espejo de nuestra historia, que lo refleja leproso y cobarde, es capaz de obligarlo a recuperar la memoria de su rebeldía. Aquellos que hasta ahora eran los peores de todos, aquellos que nos dijeron que andáramos con el testamento bajo el brazo, supieron inmediatamente que no íbamos a caminar con el testamento bajo el brazo.

Hoy éstos, que son definitivamente peores que aquellos, nos dicen que no nos han estafado, que no nos han robado, que no nos han agredido, que no nos han asesinado. Y casi todo el pueblo, aunque a escondidas vote No, agacha la cabeza y les amarra públicamente los huatos. Por eso este poder se sostiene. Porque la mayoría del pueblo admite ser llamado cara conocida. Y no se cabrea.

No formo parte de los que creen que es sobre todo el abuso de poder el que nos ha vuelto cobardes, mudos, caras conocidas, amarrahuatos. Por supuesto que este poder canalla ha hecho todo para que nos resignemos, para que hagamos de la impotencia nuestra nueva vocación nacional. Pero la causa de esa mutación de rebeldes a cómplices no es sólo el abuso de poder; este gobierno canalla es el pretexto, no la causa profunda. 

La causa es que habíamos sido fáciles de comprar, que somos baratos. Que nos enorgullecemos con el autotransformer nuevo, con la tele basura de contrabando que llega a nuestra antena parabólica, con las telas acrílicas de colores en cuanta entrada podemos lucirlas, con la hija bachiller que no sabe leer pero es  bachiller. 

Nos enorgullecemos ostentando que hemos sido estafados y ahora exhibimos nuestras piedritas de colores con que han comprado nuestra epopeya y la hemos convertido en baratija. Éramos un pueblo rebelde y ya no lo somos. Ahora somos un pueblo de cómplices y de consumidores de piedritas de colores.

Excepto unos cuantos indígenas del Tipnis. Excepto unos cuantos discapacitados. Excepto unos muy pocos periodistas. Excepto unos muy pocos intelectuales. Excepto casi ningún político. Excepto un par de anarquistas. Y algunos miles de ciudadanos comunes que todavía conservan el fuego de la tea que dejó encendida la indomable rebeldía de nuestra historia.

Guillermo Mariaca Iturri es ensayista.

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De PÁGINA SIETE (La Paz), 20/05/2016

Thursday, May 19, 2016

Onibaba

KUROI YUME

Ahora que el cine de terror oriental está siendo expoliado por los USA, ahora que empiezan a acabarse esos esquemas de terror tan originales que hace unos años nos sorprendieron gratamente a todos, ahora es cuando más merece la pena volver a los orígenes de ese cine, y desde los fundamentos y tópicos primigenios, hacer una síntesis y un voto de renuncia a la bazofia que nos intentan hacer tragar.


Hace un tiempo hablé de esa obra maestra del cine japonés que es “Kwaidan, El Más Allá”. En ella, siguiendo ese gusto tan japonés que es autoversionarse, rehacer, y recrear, vemos cuatro de las leyendas de terror clásicas de esa cultura tan peculiar. Podemos decir que casi todo el terror japonés-coreano-chino actual viene de esas historias de fantasmas (“kwaidan”), que no son más que cuentos y leyendas pseudorealistas que fueron recogidas infinidad de veces en antologías del terror. De esas historias nace la mujer como elemento secundario, sumisa e instrumento sexual habitual de una sociedad machista, pero que alcanza todo su poder castrador de ira y venganza una vez muerta (no os suena a Sádako, o a muchas otras). Mujer como instrumento del mal, totalmente despersonificada de facetas humanas (ese largo cabello negro sobre las facciones), pero con todo el poder de los elementos a sus espaldas, habitualmente el agua, elemento de respeto, veneración y terror para una población isleña que cree que el agua estancada está llena de espíritus malvados y que por eso apenas sabe nadar (aunque también encontramos otros elementos como la nieve, el viento, etc…).

Si a la mujer como elemento habitual, le juntamos su politeísmo y las personificaciones antropomórficas radicadas en el sintoísmo, nos encontramos extrañas historias en las que animales y dioses (habitualmente astutas zorras o taimados tejones) se enamoran de humanos y acaban siendo castigados por su osadía.

En este nivel encontramos un personaje de leyenda habitual, uno de los “Oni” (ogros o demonios) más conocidos de Japón, que ha pasado al teatro de máscaras Noh y de marionetas Bunraku: el demonio femenino “Hannya”.

Personificada habitualmente con una horrible máscara, las historias habituales la presentan como una bellísima mujer que para su desgracia se enamora de un joven monje. Debido a ese amor prohibido y al castigo recibido, ella acaba convirtiéndose en un terrible “oni“, imagen de la ira y de la venganza. Asume así el rol del demonio más terrorífico, capaz de asustar tanto al resto de demonios como de enemigos.

Esa es la causa de que su imagen fuera usada como amuleto por los grandes guerreros, ansiosos por atemorizar a los contrincantes. Así, pasó a convertirse en un extraño amuleto de buena suerte, a costa de atemorizar a cualquier persona que intente cualquier mal al portador.

En varias de las historias que se cuentan sobre Hannya, es la entidad unida a Roshomon, una de las “puertas” (en el sentido nipón de la palabra, algún día lo explicaré) de Kyoto. Entidad que perseguía a cualquiera que se atreviera a cruzar dicha puerta.

Con todo esto, es fácil entender más profundamente el argumento de “Onibaba” (menudo rodeo he dado, ¿¡eh, chicos?!), clásico indiscutible del fantástico japonés, y una indudable obra maestra del Séptimo Arte.


En Onibaba, encontramos una historia sobre las guerras civiles de la edad media japonesa, pero vista desde el lado de los pobres. No seguimos a grandes y heroicos samuráis, sino a dos paupérrimas mujeres que se ganan la vida asesinando a traición a los desdichados desertores y vendiendo sus armaduras y armas.

Toda la película transcurre cerca de Kyoto, en el mismo campo de altísimas hierbas, asfixiantes tanto por su densidad como por la maravillosa iluminación del blanco y negro en el que está rodada la película. Una ambientación brillante, luminosa; que en las escenas nocturnas otorga un brillo espectral a ese campo que se convierte en un personaje más. Pero no en el sentido más tópico, si no como catalizador de las desdichas, pretexto y símbolo de la corrupción humana.

Estas dos mujeres, esperan la vuelta de un hombre, su hijo y esposo, un hombre que nunca llega para salvarlas de esa situación. Y es debido a su muerte en plena deserción y a la vuelta de un vecino, que se ven envueltas en una cruel pantomima de miedo, fantasmas, hannya y maldiciones.
 

Celos, Sexo, Muerte, Miedo y una máscara de hannya que se convierte en símbolo de la más oscura y profunda depravación moral humana.

Aquí juega de nuevo un espectacular papel ese blanco y negro, en ocasiones forzado y espectral, foco que ilumina como si fuera un escenario teatral (o una viñeta de cómic) esas partes, caras u objetos que deben quedar resaltadas (al más puro estilo cine negro clásico).

Y el Sexo, figura inseparable de la Muerte en el género de terror, cobra aquí tintes de escándalo tratándose de una película de los 60, y la profusión de desnudos altísima. Y más si tenemos en cuenta las fieras leyes en cuanto a exhibición del sexo en el país del sol naciente.

Y la aparición de Hannya, dándole un toque realista al basarse en la tradición del guerrero enmascarado, es especialmente impactante: angustia, dolor, terror, odio y venganza reflejados en el rictus de esa máscara especialmente remarcada por los llantos de miedo y por esa banda sonora tan brutal, básica y rica en matices.

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De TIERRAS DE CINEFAGIA, 2006 

Imagen: Afiche alemán del filme