Una carta es un
muelle. O llegas o te vas. Jamás te puedes quedar.
Aparecimos por
Susques de casualidad, de puro azar, de soberano pedo. Aventurarse en la puna a
pata, sin más tracción que tus pies y más armas que tu voluntad, es una
temeridad. Pero esos años, si no la ensayas con vehemencia, subrayando el lado
absurdo de las circunstancias, apostando hondo a la convicción que vas a llegar
a algún lado y que si ese sitio no aparece, surgirá otro y que si no vas ni
vienes a ninguna parte, bien también, dime: ¿cuándo la emprendes?
Estábamos en San
Antonio de los Cobres, los borceguíes baqueteados, la salvadora mochila al
hombro y el más puro deseo de irnos de allí. Ni soga para ahorcarse había,
menos mote, comida, charque; menos que menos un sorbo de algo para calentar el
espíritu. Lo único que sí había y mucho, demasiado, en cantidades abrumantes,
eran frío y viento.
Había tanto
viento que si te trenzabas bonito y te despeñabas, a lo mejor salías volando.
Había tanto frío que dos chamarras del duvet más fino apenas te calentaban el
cuero. Eran las cinco de la tarde cuando un lugareño ensilló su camioneta roja
y dijo que si así lo deseábamos, subiéramos. Era una decisión casi crepuscular
y, una cosa lleva a la otra, el destino al cual nos conduciría era otra
correspondencia: una encrucijada.
El hombre, un
buen hombre al fin y al cabo que auxiliaba a unos forasteros sin rumbo, sin
dinero y sin nada más que el ansia de recorrer esas distancias, enrumbaría
hacia Lipán, hacia Purmamarca, hacia la ruta 9, la Santa Carretera
Panamericana.
Nosotros vamos
para el otro lado, le aseguré, como quien sabe que bajará por un ascensor,
abrirá una puerta, llegará hasta la esquina y en un kiosko bien iluminado y
mejor surtido comprará cigarrillos marca Camel. Ese otro lado, fui más
específico, se llama Chile.
El hombre, un
buen hombre te insisto, aclaró que Chile efectivamente quedaba para ese lado
–ese lado era el oeste, un infinito naranja y azul elusivos y donde el sol
quería comenzar a perderse, a dormirse, sumergiéndose en el océano- pero para
llegar hasta Chile, acotó, había que atravesar tres desiertos, tres salares,
dos cordilleras y quién sabe qué más habrá por ahí, por esos arenales del
demonio, ya nadie va, ni mi abuelo se acuerda, mi amigo, ¿por qué no se vienen
conmigo y yo les invito empanadas y vino donde mi comadre Estefi, allá en Purmamarca?
No, mi hermano,
proseguí con la vana seguridad del que va a proveerse de cigarros: muchas
gracias por el vino y por las empanadas pero nosotros queremos llegar al mar,
vos no te preocupes, nosotros vamos a llegar, por favor nos llevás hasta ese encrucijada
de caminos que decís y nosotros, vemos. Bueno, concedió. Bueno, fuimos. Nos
apeamos en la bendita encrucijada (hacia el este, el camino a Lipán; hacia el
oeste, cien metros cien de una prueba de asfalto; hacia el sur, Cobres, de
dónde veníamos; hacia el norte, más desierto, acaso Susques, Bolivia,
etc., ¿acaso importaba?), y serenados por la correspondencia crepuscular
baudelariana, respiramos fuerte, y cuando la camioneta se perdió en la lejanía,
la única certeza que teníamos era que estábamos solos en el medio de la puna,
solos -casi de noche- en el medio de la nada.
De la nada, no:
en el medio de todo el frío y de todo el viento que te puedas imaginar.
Debería anotar,
abundando en los detalles: daba miedo. Pero faltaría a la verdad y por eso lo
dejo ahí, al miedo, en algún lugar entre San Antonio de los Cobres y Susques,
ahí quedó el muy obstinado, ahí quedó curtiéndose eternamente entre el frío
feroz y el viento desalmado que asolaba la puna.
Susques: pueblo
mítico.
Susques: nuestra
estúpida manía de ver al mundo desde la seguridad sin redención de las
ciudades, dicta que eso que llamamos así, simplemente Susques, es un poblacho
situado entre el olvido y más allá del olvido. Allí queda, para todos nosotros,
Susques. Sin embargo, la historia siempre desmiente a esa modernidad de neones
que asesinan la sensibilidad.
No hay memoria ni
tampoco recuerdos, sólo testimonios que concede la arqueología y la imaginación
amarrada a algunos libros, pocos, casi ninguno, si los lees, si tienes el
empecinamiento de leerlos, claro.
En esos textos,
que leí de niño, cuando la lectura provoca eso que en etología se llama primera
impresión –una foca bebé, huérfana, mira a los ojos, siente el olor, de un
pescador ebrio y noruego que la alzó con ternura en una playa de ripios y
abandonada de Groenlandia y, de forma instantánea y mágica, la foca wawa lo
considera su padre y su madre, eso es imprinting o impronta-,
en esas ávidas primeras páginas leídas en la niñez acerca de osados
aventureros, arqueólogos o arrieros o ingenieros constructores de
ferrocarriles, sentí, como un imán, que alguna vez debía llegar a Susques, el
pueblo mágico en el corazón de la puna de Jujuy.
Y siguiendo al
impulso y la fiebre que desata la literatura en tanto vivencia e invención,
recorriendo el instinto que electriza tus huesos y catapulta tu sangre y te
arroja más allá del libro, dejando que mi piel fluya de la lectura infantil
hasta el más recóndito e imposible de los parajes, de la geografía, del delirio
y la gloria, de la inmensidad abrasadora del ser que busca, el zen y el blues
de los caminos que se alargan y estiran como arroyos o volcanes en tu alma,
llegué, llegamos a Susques.
Era noche
cerrada. Era ese mismo día de los crepúsculos y las encrucijadas o ya era otro
día: nunca lo sabré. Lo único que sé es que pedí, imploré, clamé, por algo
caliente y me dieron en mano propia y con esa elegancia que sólo sobrevive en
el fin del mundo, un té que hervía como los geiseres del Tatio y que me hirvió
en las manos y me devolvió la fe no sólo por ese pequeño y grandioso gesto de
fraternidad humana –¿Así que tenés frío, amiguito? Rubio: tomate un té- sino
que calentó el fervor que también y en buena hora acunaba por la puna, por esa
supuesta distancia que se desnudaba y se mostraba estéril, por los extremos
delirantes del viaje, cualquier viaje, y además y de yapa, por ese mundo que
amanecía, ese mundo que, sorbo a sorbo, se inoculaba en mi alma.
La puna, más allá
de nuestras (putas) ideas sobre la puna. La puna, en medio de la noche cómplice,
más acá y más cerca que todas tus (putas, putísimas) ideas sobre el mundo,
sobre el mundo que rodea a la puna y la carga de hostilidad.
Rastros de una
historia, astillas de una carta. Hablamos con los gendarmes –dos- y con una
autoridad del pueblo sobre la vida, el destino y nuestra presencia en ese
Susques olvidado, más allá del olvido. Acudió la botella que nunca falta cuando
la conversa se enciende: los de estos lados del mundo, somos así. Somos
fiesteros, celebradores permanentes de la vida, de la única que conocemos.
Trago va, trago
viene, me lanzo y les cuento: amo a Susques, compañeros. Amo a Susques porque
amo la historia. Amo a Susques porque amo la historia desde que era un niño,
allá enjaulado entre los edificios grises de Buenos Aires. Y Susques baila como
duende dentro de esa historia que es mi historia, ¿me siguen? Sí, me responde
grave don Anastasio, uno de los mandamases del pueblo. Sí, me asegura con un
destello de pasión inocultable don Anastasio, autoridad político-administrativa
de esa comarca de la lejana y tan presente República Argentina.
Ya amaneció y una
doñita –amada ella- trae pan, recién horneado, recién sagrado, como para
matizar una amanecida a puro mate, aguardiente y confesiones de la travesía.
Mientras comemos, mientras masticamos bocado a bocado el cuerpo de Jesús –en
estos lugares tan desolados, Él siempre está, irremediablemente-, Anastasio me
lanza un dardo de amor al medio de mi ansiedad histórica, me devela el tesoro.
Siempre hay un tesoro escondido en cualquier rincón perdido de los Andes.
Siempre.
Anastasio me
apura, ferviente: sabe, Pablo, tenemos unos papeles, unos papeles antiguos, que
usted debería ver, si es que se queda con nosotros y no se va pa Chile, como
dijo que iba. ¿Chile? ¿Quién dijo que voy a Chile? Anastasio: si vos me vas a
mostrar papeles viejos, yo me quedo. Todos reímos.
Para el buscador
de historias, no hay nada más atrapante que un manojo de papeles amarillentos,
carcomidos por el tiempo, abrillantados por el olvido. Para el nativo, para el
oriundo, para el lugareño, no hay nada más grato que alguien que llega desde
otra galaxia, le importen esos papeles.
Eso sí, no son
gratis, es poniendo: te los brindan si previamente has develado tu alma, has
demostrado que no sos uno que busca su tesis o prestigio o vainas. Que no sos
un miserable conquistador, disfrazado de palabras difíciles, dentro de esa
modernidad que flagela la comunión y se devora todo rito, para empezar el
encuentro, la fertilidad de los encuentros, entre vos que venís vagabundeando desde
Saturno o de Buenos Aires, da lo mismo, y ellos, los de Susques, los que se
están en ese rincón olvidado que los mapas y las estadísticas sólo lo tratan
así: como un lugar perdido en medio de una geografía hostil y donde nunca pasa
nada más que el frío y el viento y un proyecto de carretera interoceánica que
viene desde ningún lugar y va hasta ninguna parte. Por esos lados, se llama
Jama.
No voy a dorar la
píldora en un texto tan de tripas abiertas como éste, ¿para qué? Fuimos con
Anastasio, mañana radiante, cielo puneño a full, alegría compartida, a buscar
los papeles. Estaban en un baúl que alguna mula habrá cargado para traer
congrio desde Antofagasta o vaya uno a saber qué cargó esa petaca de cuero
-¿violines franciscanos para los indios musiqueros del Chaco?, ¿seda y añil de
Manila?, ¿periódicos de Londres para saber si elevó la cotización del salitre?,
¿latas de sardinas para matar el hambre de los mineros de Pirquitas?-, lo real
es que el baúl estaba ahí, olvidado como estaba Susques. Anastasio, solemne, me
ordenó con cariño entrañable: Abrilo vos. Y leé. ¿De verdad?, le dije. Sí, me
contestó: leé todo lo que vos quieras.
Lo que sigue son
extractos que transcribí en mi bitácora, de puño y letra apasionada, de una
carta que –supongo- olvidó enviar el que fuera gobernador del Territorio
Nacional de los Andes, don Brígido Zavaleta –el mismo apellido que el René, el
mismo apellido que mi hermano Álvaro Zavaleta Reyles-, fechada en San Antonio
de los Cobres –vamos y venimos sobre los mismos caminos, vamos y venimos y
volvemos sobre las mismas heridas-, el tan lejano 3 de abril de 1910. Su
destinatario: un tal Quiroga, que vaya Dios a saber quién será, aunque por el
tono de la misiva, sabría ser un amigo del señor Zavaleta. Copio de mi libreta
de apuntes, en homenaje a ese viaje, cualquier viaje, todos los viajes:
“La verdad es que
en Buenos Aires no sólo no se enteran, ni siquiera se imaginan lo que son estas
soledades despobladas que tenemos también, a bien, llamarlas patria. Pregúntese
Quiroga: ¿La puna de Atacama es patria? ¿San Antonio de los Cobres es la
patria? ¿Patria de quién? ¿De ellos? ¿De los porteños que creen que Catamarca
es una provincia del Perú? ¿De esos afiebrados por la electricidad y por el
cinematógrafo? ¿De estos carcamanes que me mandan y que cómodamente se pasean
en sus carromatos por la ciudad y el puerto sin saber que aquí, sucede, a veces
hay tanto viento que no se puede ni caminar, ni siquiera doblar la esquina?”.
Zavaleta gobernó
los Andes casi una década. Fue un milico decidido. Supo hacer. Un autor lo
comparó con Pericles, el símbolo de la gloria griega. Las comparaciones suelen
ser peligrosas. Leyéndolo a Zavaleta uno puede sentir que el hombre sentía
compromiso por su trabajo y por la región. Que era genuino. En esa
clarificación, y en esos años tan tempranos, propuso la creación de un parque
para la defensa de la fauna puneña. En 1904, el Perito Moreno donó una
superficie de tierra para que sirviera de base a la creación del que después
sería el primer parque nacional argentino, el Parque Nacional Nahuel Huapí, en
la cordillera patagónica. Este hecho recién se verificó en 1934. En el medio,
Brígido Zavaleta instó al gobierno nacional la creación de un parque nacional
puñeno. No procedieron, no le hicieron caso. Ahora, hay en la puna de Atacama,
tres áreas naturales protegidas por el Estado: Laguna Pozuelos, el parque
Nacional Los Cardones y la reserva de Laguna Blanca, en las provincias de
Jujuy, Salta y Catamarca respectivamente, entre las cuales se repartió, en
1943, el antiguo Territorio de los Andes. A Moreno lo recuerda el más famoso
glaciar del orbe, monumentos, una tumba bellísima en la isla Centinela, en la
inmensidad azul del lago que tanto amó, el Nahuel Haupí, y eso es justo. A don
Brígido, apenas lo recuerda alguna calle polvorienta y nada más. Zavaleta
dixit. Zavaleta sigue:
“Sabe, Quiroga,
no sé qué será la patria para ellos pero le aseguro que si se enterasen de todo
el viento que hay por estos lados, de todo el frío que arrecia, de toda la
soledad que abunda, de todos los padecimientos que traen la distancia, el que
aúlla y el que azota, y semejante desolación que apena fuerte a todo aquel que
habita estos parajes y más aún aquel que se anime por estos lados; si ellos
supieran Quiroga de tanto padecer, le digo con franqueza: no sé si ellos
creyesen que esto también es la patria”.
Confieso, treinta
años después de haber copiado, letra a letra, estas palabras, que me embarga la
misma emoción que sentí esa mañana gloriosa, sonriente, que viví en ese
Susques, bajo la atenta mirada de don Anastasio. Ese día, esa vez, Susques dejó
de ser un mito para instalarse, glorioso y gozoso, en el centro de mi corazón.
Sigo con la carta de Zavaleta, dice así:
“Patria para
ellos, Quiroga, son los banquetes que se dan a nombre de ella, de la patria,
más ahora con el famoso centenario; patria son los perfumes que derraman sobre
sus putas, franceses ellos y francesas ellas, claro; patria es la cama donde se
las montan, creyéndose muy argentinos y muy machos. A ver, digamé, pero digamé
con el corazón en la mano, usted que vio lo que es esto, usted que anduvo estos
eriales del diablo, usted que no se corrió cuando le dije vaya usted, vaya
usted hasta Arizaro y lo trae al loco ese, ¿se acuerda? Y usted fue y lo trajo
y lo salvó, y bien salvado, porque si usted no lo traía, se moría, se moría de
frío y de angustia, se moría el loco de mierda ese… digamé, Quiroga: ¿usted
cree que ellos saben que esto también es la patria, que Arizaro es la patria,
que Susques es la patria? Yo digo una cosa, Quiroga, y a ver si me entiende: yo
digo que esta patria no es de ellos, esta patria de viento y piedra y arena no
es la de ellos, esta patria es nuestra, esta patria…”.
El texto se volvió
ilegible. Mis notas terminaron ahí. Recuerdo que –esto es obvio-, me intrigó la
historia de ese loco, según Zavaleta, el loco de la carta que Quiroga, el tal
Quiroga, había rescatado de Arizaro, el salar de Arizaro. Lo consulté a mi
guía, mi benefactor, mi amigo de Susques, don Anastasio.
¿El loco? –me
escudriñaba. El loco de la carta debía ser otro loco como vos que quería llegar
a Chile, y se jodió en el camino y perdió la huella y lo agarró el viento
blanco y si no fuera por Quiroga, por ese Quiroga, el amigo del gobernador, se
jodía así nomás, y se hubiera quedado tieso, puro pellejo reseco, entre los
volcanes y el viento de la pampa…
Esa misma noche
–aquí no importa cómo- dimos con Chile, llegamos a San Pedro de Atacama, otra
arena, otro pisco, el mismo sueño: el mar y un muelle, como una carta, donde
llegas o te vas pero jamás, jamás de los jamases, te puedes quedar.
Río Abajo, 22 de
mayo de 2016
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Fotografía: Rosario de Susques, Jujuy