Thursday, June 30, 2016

Vender acorazados

JORGE MUZAM

Florecen los aromos en las lomas bajas del Malalcura. Manchones amarillo pálido se extienden por el valle, bordean el camino, impregnan el aire. Los durazneros auguran su inminente estallido rosáceo. Los blancos albaricoques resisten la ventisca agostina. Ya no es oficialmente invierno. Lo ha decretado el color, los días más claros, las camelias payasas.

Se atrincheran nubes en las quebradas. Dejan al descubierto arrayanes muertos y serranías habitualmente inconsultas. Balan corderos recién nacidos, cacarean gallinas de huevos grandes, cantan gallos sexópatas. El resto es silencio, rigor de lectores, mate con sabor a menta.

Diseccionamos el mundo creativo de José Donoso. Avanzamos hacia la categoría de expertos. El conflictuado Donoso crece ante nuestros ojos, su perfeccionismo, su guerrilla creativa, su silencio, su antifaz. Pronto escribiremos un ensayo algo distinto a todo lo publicado.

Doy un salto personal hacia otras miradas sobre Chile. Extranjeros que arribaron a la buena y a la mala a estas inhóspitas tierras, que sufrieron desdenes y disfrutaron agasajos de parte de mis complicados compatriotas. Augusto Monterroso relata en Llorar orillas del río Mapocho (1983):

"En 1954 llegué exiliado a Santiago de Chile procedente de Bolivia, en donde había sido durante un tiempo secretario de la embajada y cónsul de mi país (oficio ocasional del que por fortuna lo relevan a uno las revoluciones o cuartelazos), Guatemala. Al darse cuenta de mi pobreza extrema, cuanta persona encontraba me invitaba a cenar para hacerme ver las posibilidades de desempeñar algún oficio, cualquier oficio...

El mejor consejo me lo dio José Santos González Vera, con la aprobación de Manuel Rojas y el posterior apoyo sonriente de Pablo Neruda:

-Mire-me dijo un día, quizá el siguiente de mi llegada-; yo nunca doy consejos, pero por ser usted le voy a dar uno. Si para ganarse la vida tiene ahora que vender algo, no se vaya a dedicar a vender cosas pequeñas, como escobas o planchas. Eso da mucho trabajo, deja poco dinero y por lo general la gente ya tiene una escoba o una plancha. Venda acorazados. Con uno que venda tiene resuelto el problema suyo y de su esposa para toda la vida".

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De CUADERNOS DE LA IRA (blog del autor), 23/08/2015


Tempus fugit

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

Tantos duques excelentes,
tantos marqueses e condes
y varones
como vimos tan potentes,
di, Muerte, ¿dó los escondes,
e traspones?

Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de su padre. Me acordé de ellas esta tarde en el cementerio de Sabaou, de Biarritz, en ese panteón medio abandonado, en cuya cripta están los restos de algunos aristócratas de la Belle Époque, linajes desaparecidos, blasones repintados, apellidos esfumados, olvido... y mármol de precio. Me acordé de Jorge Manrique y me acordé de cómo el tiempo se lleva por delante agravios, dignidades de cartón piedra y mandangas diversas, todo el guiñol de la bufa Danza de la Muerte que se escurre por el fondo del escenario.

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De VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 25/06/2016


Tuesday, June 28, 2016

Guerrillas homéricas

RAFAEL ROJAS

En un pasaje de la novela póstuma de Carlos Fuentes, Aquiles o El Guerrillero y el asesino (2016), se asocia la epopeya del M-19 en Colombia con las antiguas guerras griegas y a los líderes guerrilleros con los héroes de la Ilíada y la Odisea de Homero. Desde que leí esas páginas sentí que en algún otro lugar había escuchado o leído algo parecido. Finalmente he podido identificar dónde: en Estrella distante (1996), la noveleta de Roberto Bolaño, que Fuentes seguramente leyó cuando comenzaba a escribir su relato colombiano. En el capítulo dedicado a Juan Stein, el militante de la izquierda chilena, que presumiblemente se había sumado a la guerrilla del FMLN en El Salvador, hace Bolaño un apunte irónico, que desafía tanta equivocada interpretación solemne de esta y otras ficciones del chileno en los estudios culturales académicos:

"Se hacía llamar comandante Aquiles o comandante Ulises y sé que poco después de hablar con la televisión lo mataron. Según Bibiano todos los comandantes de aquella ofensiva desesperada llevaban nombres de héroes y semidioses griegos. ¿Cuál sería el de Stein, comandante Patroclo, comandante Héctor, comandante Paris? No lo sé. Eneas seguro no. Ulises tampoco. Al final de la batalla, en la recogida de cadáveres, apareció un tipo rubio y alto. En los archivos de la policía se consigna una descripción somera: cicatrices en brazos y piernas, viejas heridas, un tatuaje en el brazo derecho, un león rampante. La calidad del tatuaje es buena. Un trabajo de artesano, verdad de Dios, de los que no se hacen en El Salvador. En la Dirección de Información de la policía el desconocido rubio figura con el nombre de Jacobo Sabotinski, ciudadano argentino, antiguo miembro del ERP".

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De LIBROS DEL CREPÚSCULO (blog del autor), 28/06/2016


Diez maneras de olvidarse de Lionel

PABLO CINGOLANI

1. Acordarse de Houseman, de René Orlando Houseman, un villero que se volvió futbolista, un futbolista que se volvió gladiador, un gladiador que bailaba vals y cumbia en la cancha y se convirtió, el mismo, su piel, lastimada de pobreza, en un poema a la destreza, a la astucia, la picardía y la sensibilidad humanas.

2. Acordarse de Carrascosa, que también era capitán –el “gran capitán” le decían- de la selección argentina, y renunció a la capitanía, la gloria y al fútbol mismo, porque no quiso mancharse con la sangre del pueblo de su patria que los militares de la dictadura de Videla estaban derramando por todos los rincones de la Argentina, la misma Argentina, por si acaso.

3. Escuchar cualquier disco de Pappo´s Blues a todo volumen, pero especialmente escuchar el tema Desconfío de la vida, y no llorar, aguantárselo. Rebotar esos sones, esos blues, con la versión solista de Gimme Shelter –Dame refugio- de Keith Richards. El riff, ese riff, levanta muertos, convicciones, pueblos. Ese riff, me lo regaló mi hermano Ricardo Labanca, Q.E.P.D., y que, yo sé, está puteando desde el cielo.

4. Invitar a los amigos a comerse un asado –con mucha achura, mucho chimichurri, ajo, ají- y tomar suficiente vino (si querés: Malbec, bien del Sur) y luego como postre, obviamente (en mi caso, al menos), cantar a voz en cuello, y todos juntos, la Marcha de los Muchachos Peronistas, esa que inmortalizó Hugo del Carril y millones de gargantas de siete generaciones.

5. Apagar la tele para dejar de escuchar las babosadas del tipo “todos quieren que M. vuelva”, babosadas babasónicas que repiten babosos como Macri o como Tinelli: por mí, que renuncien todos, que se vayan todos, no ganamos nada y construimos menos con tanto lloriqueo mediático y gubernamental. Sinceros siempre fuimos nosotros, no ellos.

6. Reconocer, che, que Chile nos ganó el partido, que no ganó la copa por sorteo o por bula papal. Nosotros, perdimos. ¡Salud, mis hermanos y vivan Lautaro y Caupolicán (y Salvador Allende, claro)!

7. Viajar, física o mentalmente, hasta el medio de la puna, o más cerca: hasta el mar, hasta San Clemente del Tuyú, y gritar, gritar bien fuerte: Diegooooooooooooo!!!! (No sé porqué pero me puse a llorar, escribiendo el nombre de El Más Grande)

8. Acordarse de Obama, de la Merkel, de Hollande, de Rajoy, de Putin, de los chinos. De todos los capitalistas que fogonean el fútbol para que te reviente el hígado y ellos abulten chequeras con mundiales en Qatar o en la luna, si fuera el caso. Acordarse, especialmente, de Kissinger, que vino a la final del mundial 78 a la Argentina, y que mientras Kempes metía sus golcitos, los milicos amenazaban con fusilar a los compañeros militantes montoneros. Como anexo sensible, leer el cuento de Osvaldo Soriano titulado El hijo de Butch Cassidy, que empieza así: “El Mundial de 1942 no figura en ningún libro de historia pero se jugó en la Patagonia argentina sin sponsors ni periodistas y en la final ocurrieron cosas tan extrañas como que se jugó sin descanso durante un día y una noche, los arcos y la pelota desaparecieron y el temerario hijo de Butch Cassidy despojó a Italia de todos sus títulos”. ¡Cómo te extraño, Osvaldo!

9.  Recordar que cuando nos echaron en el mundial 74, en la RFA, la extinta República Federal de Alemania, los muchachos dijeron que perdieron porque los afectó la muerte de Perón (al menos, argumentativamente, era algo más convincente que la nada de hoy día, ¿o no?)

10. Si todo lo anterior no te funciona, Santa Maradona, mi hermano, Santa Maradona. Manu Chao, la tenía clara y vos, perdóname, vos sos un pelotudo (que volverías a votar por Macri, además) y a seguir creyendo que el Steve Jobs de la pelota, nos va a salvar de la esterilidad, la brutalidad, la inconsistencia inhumana del sistema. El futbol se automatizó. Nietzsche diría: el futbol ha muerto, ¡viva el súper Diego! (que si no nació aún, ya nacerá, porque como dice la cueca del Nilo: no hay mal que dure cien años/ni pueblo que lo resista!)


Río Abajo, 28 de junio de 2016

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Fotografía: René Houseman con la camiseta de la selección argentina


Islandia

PABLO CINGOLANI

Borges, el inmortal Borges, amaba a Islandia.

En su ensayo sobre las kenningar de la poesía islandesa, se refiere a ellas como “el primer deliberado goce verbal” de una literatura que él consideraba instintiva, es decir: nutriente, raigal, fecunda, nacida del roce de la piel con el viento gélido de la isla y del coraje de esa piel puesta a vencer o morir en el campo de batalla. Eso sí: siempre con honor, como el General Quiroga, que va al muere en coche y con la misma dignidad, tal y como lo escribió en uno de sus poemas-brújula.  

Para don Borges, Islandia podía sintetizarse en tres líneas:

El héroe mató al hijo de Mak;
Hubo tempestad de espadas y
            Alimento de cuervos.

Sustituyamos a Mak por Albión, a las espadas por los goles y a los cuervos por los millones de seres humanos de todo el mundo que celebraron la victoria del equipo de fútbol islandés contra su similar inglés en la antesala de los cuartos de final de la copa de Europa, y listo: la vida se recrea, la vida continua y la saga sigue: la saga siempre sigue.

Borges, el inmortal Borges, detestaba el futbol aunque, secretamente, hubiera disfrutado de la desdicha británica, rememorando que los actuales atletas de Islandia son los descendientes del infalible e implacable Thor, el aniquilador de la prole de los gigantes, y que así los vencieron, con el ardor intacto y la fe arraigada en los antiguos dioses, esos que salvaban o condenaban sin remedio. Los ingleses, ya se han olvidado de ellos y así les va.

Borges, el inmortal Borges, despidió así al General Quiroga, a Facundo, y vale la pena anotarlo, aprendérselo de memoria:

Yo, que he sobrevivido a millares de tardes
y cuyo nombre pone retemblor en las lanzas,
no he de soltar la vida por estos pedregales.
¿Muere acaso el pampero, se mueren las espadas?

Las espadas nunca mueren; lo que cesa, lo que nos conmueve cuando se apaga y nos hace temblar de nostalgia, es el valor del hombre al empuñarlas.

Ahora que está tan de moda eso de la motivación, del coaching y demás pajas, sería bueno que los entrenadores de balompié le lean (completo) este poema de Borges a sus jugadores,  especialmente a sus propios compatriotas, esos muchachos que ganan, sin pudor, millones de dólares y luego van y pierden, van y renuncian, van y lloran.


Río Abajo, 28 de junio de 2016
Las citas islandeses están tomadas de Historia de la eternidad, una que editó Emecé casi cincuentenaria y que traje conmigo a Bolivia desde Argentina. El poema a Facundo lo tomé de internet.



El Brexit, el Messit, el Papa Francisco y la globalización: elementos para un ensayo que jamás escribiré

PABLO CINGOLANI 

1. El Brexit es la salida vía referéndum de Gran Bretaña de la Unión Europea. El Brexit es un terremoto de escala mundial. Es comparable con la implosión y caída de la URSS, el coloso socialista. La diferencia es que el Brexit es un cataclismo de magma y perspectiva derechista. ¿El tsunami que traerá aparejado durará días o décadas?

2. El Brexit es el primer gran grito del pueblo contra la globalización. Es casi como volver a 1215 y la Carta Magna. Pero es un grito –se insiste- desde la derecha, así sea un clamor desde las provincias contra la capital, desde los pobres contra los ricos. Ese pueblo infeliz que reclama cambios porque su vida es desdichada pero que, frente al vacío de consistencia de la izquierda, escucha a los fachos, a los profetas del odio, a los que buscan enemigos entre los musulmanes o los mexicanos, a los Trump.

3. La victoria de Donald Trump será consecuente y consistente con el Brexit, y su gran y fastuosa proyección política. Es mentira que Trump es imprevisible, lo mismo decían de Reagan y Reagan hizo lo que debía –resucitar el nacionalismo norteamericano- y hoy es santo y héroe de esa derecha popular norteamericana que votará masivamente por Trump, más cuando más de la mitad de los descendientes de Ricardo Corazón de León votaron por el aislacionismo y no por  Churchill. Trump es U.S.A. propiamente dicha, U.S.A. racistas, proteccionistas y hegemónicos. Bernie también es el pueblo contra la globalización pero desde la izquierda pero no le alcanzó contra la maquinaria de Hillary que es la globalización por la globalización; y otro fin del mundo es posible.

4. El Brexit es un rechazo a la globalización desde el no me toqués, desde el no te quiero y andate de aquí, desde el te detesto porque sos gay-latino-marroquí pero también es un rechazo a este mundo desquiciado manejado por los bancos y las corporaciones, incluyendo las mediáticas, y un rechazo a los nuevos socios del mercado global: los rusos pero especialmente los chinos. ¿Volverá la Guerra del Opio? ¿Volverá la Cortina de Hierro? (en eso sí, están de acuerdo con don Winston-me-fumo-un-puro-Churchill) ¿Habrá súper crisis financiera? ¿Cuánto se redefinirá el nuevo mapa internacional? ¿Llegaran las inversiones a la Argentina que prometió Macri? (esto último es un chiste pero sirve para bajarme hasta el sur del mundo)

5. El Messit es la salida del “mejor jugador del mundo” de la selección argentina. Este hecho, se verificó de manera informal aunque sensible, luego de la derrota argentina frente a la selección de Chile en la final de la Copa América. El Messit es complementario con el Brexit. La renuncia del futbolista es otro síntoma más del fracaso y el malestar que provoca la globalización que padecemos.

6. Ese padecimiento es doble para los argentinos. Por un lado, padecemos, como todos en el planeta, el daño que provoca la globalización en la vida cotidiana, el daño que provocan los bancos, el daño que provoca Monsanto. Por el otro, dramáticamente, ese padecer es doble porque padecemos, a la vez, por contar entre nuestras filas futboleras, con el mejor abanderado de la globalización, de esa misma globalización, pero en el ámbito del balompié. Messi es el símbolo perfecto del futbol globalizado. Messi es otro símbolo de esa globalización a secas que le jode la vida a la gente en todo el mundo. Messi es el astro mayor del futbol privatizado, hiper monetarizado, archi mediatizado, que es uno de los opios –a lo Marx- predilectos de los mandamases globalizadores. Cuando viste los colores de la selección argentina, Messi parece sufrir su propio padecimiento: el horror al vacío de jugar por la camiseta, por la patria, como hacía su contra-cara histórica: Diego Armando Maradona. ¡De pie, señores!

7. Maradona representó, en su momento vital de jugador y en el momento histórico de la humanidad que le tocó influir, una evidente resistencia contra la globalización, también desde el pueblo (como el Brexit) pero esta vez desde la izquierda y, a diferencia de los que votarán por Trump, a escala mundial.

8. Maradona contra todos. Messi ni siquiera dijo esta boca no es mía cuando el escándalo de corrupción de la FIFA (que prosigue, que es la historia sin fin, que sólo terminará cuando este mundo globalizado se vaya al carajo, si acaso). Maradona no sólo se enfrentó a la FIFA, proponiendo incluso la creación de un sindicato mundial de jugadores. Maradona también se enfrentó al imperialismo (apoyando a Cuba), se enfrentó a la división y las desigualdades Norte-Sur, defendiendo al Tercer Mundo –por eso lo amaban en Bangladesh o en Etiopía [aquí incluir la historia de la hinchada de Bangladesh con las banderas argentinas y el nombre de Diego, y la historia del Equipo de Antropología Forense argentino cuando fue a Etiopía-Eritrea a identificar restos humanos en fosas comunes producto de la guerra entre ambos países y salvaron su propia vida en la aldea “No hay comida” gracias a la presencia mítica de Maradona en el medio de los desiertos de África, una historia digna de Kapuściński], incluso, en la misma lógica, se enfrentó a los italianos del Norte defendiendo a los italianos del Sur (esto lo contaba, de manera muy emotiva y con evidente orgullo, el inmortal Osvaldo Soriano), se enfrentó hasta con el Vaticano (cuando dijo qué porqué no vendían el oro de San Pedro y así le dábamos comida a los pobres). Se enfrentó en un combate singular –digno de Aquiles- a los ingleses en ese partido inolvidable de la cita mundial del futbol en México, 1986. Los enfrentó cuando dedicó ese triunfo a los ex soldados combatientes de la Guerra de las Malvinas. Maradona era un líder inspirador (la Universidad de Oxford lo declaró así, Maestro Inspirador de los Soñadores) y tenía huevos, Messi es sólo una pieza –una pieza única, la más valiosa, la más rentable- de un sistema corrupto y envilecedor, negador de identidades y de ilusiones. ¿Vieron la película de Kusturica sobre Maradona? ¿Se imaginan otra película?

9. Ese lugar que ocupó Maradona hoy lo ocupa el Papa Francisco. Todo el idealismo del mundo, sopla hoy en su dirección.

10. La resistencia mundial a la globalización, desde abajo y desde adentro (decir que el Papa es de izquierda, es insultarlo), hoy tiene en Francisco a su primer abanderado. Los mensajes, las señales y las acciones de Francisco tienen escasa comparación en el mundo contemporáneo. Tal vez, la figura del Che (estoy argentinizando mucho la cosa) en los sesenta.

11. Francisco y los desplazados árabes (si hay algo que hoy conmueve al mundo, es la defensa del Papa de estas víctimas de las guerras capitalistas). Francisco y la encíclica Laudato Sí (las pautas programáticas para la construcción de un nuevo mundo, el documento político más importante del siglo XXI). Francisco, entendido en su participación activa en un mundo sin lideres (como Mao, en su momento) y sin rumbo (por lo ya referido). Entender su liderazgo moral. Entenderlo sin mezclarlo con los rencores y los resentimientos hacia la Iglesia (las deudas históricas de la Iglesia seguirán allí y hay que limarlas y resolverlas, el punto es que hacemos con Francisco).

12. Francisco y su búsqueda de globalizar la espiritualidad y que esa globalización espiritual y mística sea la que enfrente a la globalización financiera y excluyente, que descarta –como el mismo afirma- países y pueblos. Entenderlo desde allí, desde ese liderazgo y esa búsqueda. Globalizar el amor al prójimo, globalizar la solidaridad y el amor entre los seres humanos. Eso mismo quería Jesús (el amigo de mi amigo Julio Barragán, Q.E.P.D.)

13. Dos apuntes más, muy personales, muy íntimos. Uno, los pueblos originarios. Ellos son los portadores históricos de los mensajes de Francisco, de su sentido y significado. Salvar a los últimos pueblos indígenas aislados (la carta de Sydney Possuelo, nuestro intento –fracasado- de vinculación con la REPAM, la Red Eclesial PanAmazónica, y un largo etcétera que hay que detallar, valorar, insistir, continuar). Dos, a modo de final: Patti Smith, y su amistad y su amor por el Papa Francisco. Esto inspira también, tanto como los indígenas (el río, que siempre fluye: mi amigo Mateo del Pueblo Siona, de la actual Amazonía ecuatoriana). «No soy católica, pero reconozco lo bueno y lo justo de un gran líder como el Papa Francisco», dijo la Smith antes de cantar en el mismísimo Vaticano en la navidad de 2014. Escribió, con relación a eso: «Si tienes un lado espiritual lo llevas a todas las cosas que haces, incluido el rock: cuando cortas el pan, cuidas a tus hijos, escribes una poesía o cantas una canción». Agregó: «Rezaré con el rock por el Papa». Gran síntesis, gran final. El Diego, Patti Smith y Francisco: gran final, de verdad. ¿Acaso no lo ves, acaso no lo sentís?

14. No escribiré este ensayo porque, simplemente, no es tiempo de escribir ensayos. Es tiempo de acción. El que quiera entender, ya lo entendió. Por la humanidad, con los que se atrevan, hay que seguir peleando, demostrando que ellos no nos ganaron. No nos pueden ganar. No tienen moral, no tienen ideas, no tienen nada. Sólo dinero.

Río Abajo, 27 de junio de 2016


Monday, June 27, 2016

INTERVIEW WITH A REVOLUTIONARY: A SURVIVOR OF A BOLIVIAN MASSACRE TELLS (ALMOST) ALL

CHELLIS GLENDINNING

COCHABAMBA, BOLIVIA — When I first arrived in Bolivia in 2006, I found it easy to meet political activists. At the cantina Co-Café Arte, amid posters of Frida Kahlo's monkey and Picasso's Guernica panorama, I fell naturally into the sea of debates. Caracol was another hotbed. Filled with the smoke of Cuban Habanos and the songs of Mercedes Sosa, its tiny rooms were vibrating with urgency.

I happened upon Jorge Bayro Corrochano at the Caracol in 2012. When I walked in, I spotted Fernando 'Boxer' Machicao nursing a drink at the bar. Boxer was one of the most committed urban supporters of the indígenas who were fighting the government's global-economic plan to cut a superhighway through their constitutionally-protected territory, the traditional lands where they still practiced hunting-gathering; also home to the nation's richest biodiversity. Boxer had made both three-month protest marches from Trinidad to La Paz and was forever traveling from the reserve to the city to raise funds, sell videos, and speak on the radio. He stood up and, with his old compañero Jorge Bayro, moved us to a table in the back. Bayro immediately launched into a rap on the significance of insurgency. He was one of the few survivors of the now-largely-forgotten guerrilla revolt known as Teoponte.   

Teoponte was conceived as proof to the world that the anti-totalitarian movements in Bolivia had not been crushed just because Che and his band of rebeldes had been gunned down. It was 1969-70, and this new guerrilla — the Ejército de Liberación Nacional (ELN) — was made up of some 70+ budding fighters referred to as 'the sons of Che.' They were Christians, Communists, and Trotskyites: the majority middle class, many students, while a few were obreros or campesinos [workers or peasant farmers]. With heroism pumping through their veins, on 18 July 1970 they took their boots, jungle fatigues, and Uzis to the selva [jungle] not far from La Higuera where Che had been shot dead in a schoolhouse and then transported by helicopter to Vallegrande.

Just as with Che's army, though, there were not enough of them, they didn't have enough armaments, and they didn't know the terrain. But perhaps the most significant factor in what happened was the cocky self-importance of Bolivia's bellicose jefes [folks] due to their recent triumph in doing away with the most notorious revolutionary in the world. The military was gung-ho to squelch this nascent uprising; their orders were, “Not one wounded, not one prisoner, all dead.” The first to be captured were forced to dig their own graves before being machine-gunned into the holes. Near the end the army mounted more than 1000 soldiers against the dwindling cadre of starving rebels, using internationally prohibited napalm. By 1 November they had perpetrated the deciding massacres — with only nine survivors escaping the carnage.

To talk about Teoponte, Bayro and I met on the patio of one of Cochabamba's old hotels in February 2016. Over ice tea he revealed details about his life that he had never before divulged.

JORGE BAYRO    Back in the 1960s, Cochabamba was a small town where everyone knew each other. Our friends belonged to upper middle-class families, and we didn't have any kind of real relationships with those below our class. Then something happened. Through music and books new ideas arose. "There's more to life than this!” chimed the new voices. We started to challenge the establishment. It may seem ridiculous nowadays, but it was serious then: letting your hair grow long. It wouldn't matter if you were a good student or led a conventional life, some policeman would show up and drag you to a barber shop! Can you imagine that?

The experience of Che's battle and the rising of Latin American literature by authors like Gabriel Garcia Marquez, Jorge Luis Borges, and Julio Cortázar influenced us. Early in the '60s, my eight brothers and I were entering adolescence. It was a hard time in Bolivia. We had grown up with our family's memories, inherited from our parents and grandparents who had lived through the Revolution of 1952. Most of them held a negative view of that achievement; they were its enemies because their land, farms, houses, and indígenas were taken away.

CHELLIS GLENDINNING    They owned people?

JB    Sure they did. The system was called pongo. We rebelled, saying “It doesn't have to be like this.” We were a bunch of kids searching for truth. We distrusted just about everything. We read history, but now with a critical eye. You've got to keep in mind we were not in touch with miners, factory workers, or farmers, yet we were catching a glimpse — in our hearts. Even though the conversion mainly happened though books, we got to understand their struggles, what they were going through, like persecution and massacres.

Something similar was happening in politics. Newly organized parties made their appearance like the Communist Party (CP), while the earlier leftist parties were decaying. The CP grew, and Trotskyite participation was strong. We started questioning religion — in the sense of its role as a partner in crime with injustice. Small youth groups blossomed at universities, as well as those organized by rebel Dominicans, Augustinians, and priests from the Company of Jesus. They would say, “One's got to rebel. The Church is wrong.”

CG    Liberation Theology?

JB    That would arrive later in 1968-69 when some important groups made their appearance. The most popular, I think, was FRUC.

CG    What does FRUC stand for?

JB    Frente Revolucionario Universitario Cristiano. It was organized by priests. A more potent group was Partido Demócrata Cristiano, a social-democracy party that continues today. My brothers and I started traveling during holidays, but it wasn't the old journey into nature to have fun anymore. I went to the mines. This began when my parents passed away.

CG   When was that?

JB   In 1960 and 1961. That's when my brothers and I began to rebel. We decided to live alone — without adults. It was a scandal! Everyone looked down on us and whispered, “This can't bring any good.” But we did it anyway. Ours was a libertarian home. We had respect for the culture we were crafting. We put away the fancy, classical furniture and made our own out of wooden crates that we got for free. The older siblings would take care of the youngest. The house was spick-and-span. Whenever one entered, one had to take his or her shoes off. It didn´t matter who you were. At the front door was a small piece of furniture that we built. Guests would take their shoes off there like the Japanese do because we cared about the labor of the person whose job that week was to clean the floor. It was a matter of values and respect.

CG   Anarchy?

JB   Yes. And a time came when 40-50 people a day would drop by the Bayro household. Do the math: nine brothers times five friends. The house was like a cauldron where something was always brewing.

CG   One brother, José, is now a well-known painter and sculptor in Mexico.

JB   Carlos was a promising artist, too. By the age of 14, he already painted well, and his work brought art into the house, not classical religious art but a broader culture of art. Before he was hunted down, tortured, and murdered, he was also a dirigente [leader] in the Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR). We had a library. Marxism, Leninism, el Che, Latin authors. All of it forbidden stuff. I remember reading For Whom the Bell Tolls when I was 12. An old lady asked “What do you read?” and so I showed her the book. She started yelling “Shame on you!” and called a priest to explain how serious the matter was.

CG   I imagine that these experiences laid the ground for becoming a guerrillero . . .

JB   For sure! The great strategist Inti Peredo returned to Bolivia from Cuba in 1969 to re-organize Che's war which, as we all know, came to an abrupt end in 1967. The Cubans didn't agree with this new plan, but helped us anyway. A wing of the Liberación Nacional (LN) party of Chile, of which Salvador Allende was a member alongside some of Che's militants, also sent support. By 1969 we were well-equipped, our storage houses full of ammo and armaments, our logistics fine-tuned. We had boots, bags, up-to-date weapons and communication equipment. We could launch a long-term resistance, and when the urban repression started, we fought back.

CG   So there was armed warfare not just in the mountains, but in the cities?

JB   That's right. Especially in La Paz, Cochabamba, Oruro, also in Santa Cruz. We lost our storage houses. And Inti was murdered. Our leader! Dead!

CG   In the city?

JB   Inti fell at a safe house. He was defending himself when a grenade thrown through the window blew him to shreds. Despite all the obstacles, the ELN made the decision to continue, a decision that is criticized in retrospect. Yet we were under pressure regarding our responsibility to Che, Inti, the organization's history, and what was going on throughout Latin America. It was a time when dictatorships were taking over governments everywhere, and that alone justified taking action. To my mind it was a mistake. But we gathered all sorts of ammo and weapons from those who were helping us. Like, for example, imagine you were there, Chellis, you would have helped us. Nobody would know, but you'd be committed to the cause and along with you, some of your more radical and trusted friends.

CG   So then . . .

JB   I got my first gun in 1969 — a .45. I was already being hunted. A “MOST WANTED” poster even featured my mug! I didn't live with family anymore; I was in hiding. My orders were to stay in the city so I had to say farewell to my comrades on their way to the mountains. I remember I handed my .45 to a friend because he would need it more than I did, and he said, “But you can't go around unarmed.” So he gave me a grenade. Picture me carrying around a grenade!

CG   What was your job?

JB   We were organized in a vertical fashion like the military, but clandestine because we were being pursued. It was for that reason that you didn´t necessarily know who the others were. Each team had its specific tasks. Our first-and-always comandantes were Che Guevara and Inti Peredo. About five people were on the central team, some of whom were well-trained personnel who had been involved in the planning and organization of Che's activities at Ñancahuazú. Then there were the squads. Below them came the new recruits undergoing training. Those who were experienced would have their own gun; the others went unarmed. Different degrees of enrollment existed. Those tasks of greatest risk were assigned to the inner-most circle.

CG   Are there any survivors of that central group?

JB   Yes, but they are too few, and it's hard to get to see them. Maybe I could arrange that you meet one of them. But you need to know: the personal stories of those who survived are tragic. I mean, it was war, and wars leave deep scars. Also, some people change over time; those closest to you can harm you. It's not easy to survive, or be a survivor.

CG   What was your role in the structure?

JB   When I entered the ELN, I was 18. I had been trained already. I had studied at a university in Chile.

CG   What did you study?

JB   I studied footwear at the Tech Institute Bata. It's a shoe brand called Manaco in Bolivia. They still have that institute in Chile, next to the factory. I had left home in search of expanding my boundaries. Cochabamba had become a small world. In Chile my revolutionary, anti-imperialist commitment became clear. I was becoming aware of reality, and I was dedicated to building a socialist world, as was the slogan back then. I met friends from Cochabamba who also studied at Chilean universities. Some studied social sciences, mostly sociology. I hung out with them. At the time Chile was Latin America's most democratic model. A lot of healthy debate went on. And demonstrations. Inti Peredo showed up on his way from Cuba to Bolivia and invited us to re-initiate revolutionary activities. One by one, we started coming back. Chileans from LN were sent to join us, too. Others came from abroad.

We organized ourselves in small groups. The most urgent matter was formation. I was the youngest so the elders put their efforts into educating me. I distinguished myself with my commitment, decision-making, and combat skills. I became an explosives expert. A gun expert too, as one thing leads to another. Along with two comrades — both of whom died in Teoponte — we crafted all the explosives to be used in the mountains, and we made more for our urban troops. The place looked like a gun store where you could find all sorts of armaments, guns, grenades, and anti-personnel weapons. We crafted everything guided by Vietnamese craftsmanship, and we made it all with recycled trash, tin cans and the like. When our depots were eventually taken down, we started to make sleeping bags, hammocks, raincoats, everything that would be needed.

CG   I guess your Bata studies paid off.

JB   Even more important were my studies at Saint Augustine School in Cochabamba. There they taught not just math, languages, and philosophy but also handcraft skills like woodwork. All that helped. Besides crafting all that would be needed, actions were taken. Like stealing money.

CG   What do you mean?

JB   We referred to it as “expropriation.” Stores, banks — this is a common method among Latin American revolutionary movements. The Tupamaros* would kidnap in order to get rescue money. To build safe houses, one person would play-act “normal” to rent a place. The neighbors would see him coming and going, leading a regular life, while we inside were toiling away, building armaments, training, hiding the pursued.

CG   How many people were working in the cities?

JB   I might guess 200-500. By the time of the Teoponte massacres, I calculate that we were 500 in the city and in the field.

CG   The end of the struggle happened in 1970. What did you do then?

JB   I left Bolivia. Most of my comrades were dead or disappeared. Others fled. The largest group remaining went to Allende's Chile. I have never requested political asylum or been a political exile. I've just carried on fighting. My contacts in the highest rungs of the government offered me Chilean nationality, scholarships, a job. I rejected all that in order to keep fighting. The Junta de Coordinación Revolucionaria was just being founded, including Uruguay's Tupamaros, el Ejército Revolucionario del Pueblo Argentino, Chile's MIR, Bolivia´s ELN. I joined the junta. I fought in Argentina. I went to Peru representing the junta. I traveled to places as an international soldier and did many things. But I don't think this interview needs that sort of information; it's wiser to keep certain things unsaid.

CG   Point taken, my friend.

JB   In 1976 my orders were to return to Bolivia. Our people were being jailed or killed again. I went to the mines in Llallagua, and there I chose not to hide out, but rather to become a miner. Wearing my helmet and boots, carrying a lantern, I was disguised. I'd walk from my rented room to get water, and I'd eat in single-men dining halls. Everyone knew me. Such is one way for self-preservation, not hiding out in a pit waiting for the enemy. Hell, no.

I found an unusual willingness to join the movement there. I managed a column of miners called Juana Azurduy de Padilla. We got arms and performed combat maneuvers. Then real combat. The police would search sky and earth for us, yet in our miner's clothes we'd be right under their noses. They couldn't figure out who were the ones they hunted. Meanwhile, the ELN decayed. They destroyed us, killing comrades, jailing others. There was nothing for us to do but start over. But by the time democracy made its way into Bolivian elections in 1983-4, we were too few.

By now, decades have passed. These new generations don't pledge themselves to the revolutionary call, and it has been silenced with the entrance of globalization's unlimited access to internet information. People have stopped reading, they've stopped thinking. If there is a wonderful 500-page book, they read a ten-page summary. I have stopped believing in hope for a human way of life. We have fallen into oblivion. Our very history is forgotten. But people can't exist without history.

CG   I can't thank you enough for telling me your history.

JB   Until my last day I will be a living testimonial to my comrades. I no longer give talks at conferences or participate in demonstrations. I go unarmed. But I do my work mindfully. I discuss, I fight. Ha! Just like a loco.

* A member of a Uruguayan Marxist urban guerrilla group of the 1960s and 1970s.

JORGE BAYRO is still recognized on the streets of Cochabamba and called by his revolutionary handle "Ramiro." He has worked in hotel management, community organizing, and election monitoring and was principle researcher for Gustavo Rodriguez Ostria´s Teoponte: La otra guerrilla guevarista en Bolivia. He still watches his back. 

CHELLIS GLENDINNING is a psychotherapist specializing in recovery from trauma and the author of seven books. These include My Name Is Chellis and I’m in Recovery from Western Civilization and Chiva: A Village Takes on the Global Heroin Trade. The latter won the (US) National Federation of Press Women book award for nonfiction. Her latest is the book-blog, luddite.com. Chellis' website is chellisglendinning.org.

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De THE JOURNAL OF WILD CULTURE (Reino Unido), 25/06/2016

Fotografías:
1 Che Guevara in Bolivia, 1967, not long before he was assassinated.
2 Inti Peredo's funeral, 1970.







Sunday, June 26, 2016

Stories of the Somme

DANIEL TODMAN

The brick arches of the Thiepval Memorial to the Missing rise high above the battlefield of the Somme. Inscribed on the 16 supporting piers below are the names of more than 72,000 British and South African servicemen who were killed in the surrounding area and who have no known grave.

With its echo of an ancient triumphal arch, its celebration of the Anglo-French alliance (equal numbers of French and Commonwealth soldiers are buried to each side) and its central, Kipling-chosen promise that “Their Name Liveth for Evermore”, Thiepval is ultimately a victor’s monument. It is also one built around absence. The great arch frames empty sky. The names of the dead are all around, but at the heart of the memorial is the gap they left behind.

A hundred years on from July 1 1916, the first day on the Somme remains an iconic moment in British history. Recently, there was much newspaper outrage when a National Army Museum survey suggested that 43 per cent of respondents could not identify in which war, or in which country, the battle had taken place. Another way to read the same statistics is that a narrow majority of people could do both, which probably puts it ahead of Gallipoli, El Alamein and Kohima, as well Waterloo and possibly Hastings too.

The Somme’s continuing notoriety is built on the calamity that befell the attacking British infantry on 1 July. Their losses — almost 20,000 killed, nearly another 40,000 wounded — were the worst ever suffered in a single day by the British army. This was only the beginning of a campaign that would last for another 140 days. By the time the fighting drew to a close in November, the British had suffered nearly 420,000 casualties, the French more than 200,000 and the Germans at least 400,000. Yet Britain’s new mass army and munitions industries had started to come of age, and the long-service professional core of the German army had been terribly eroded in the slogging battle of materiel.

Both in its scale and duration, the Somme was different to anything the British had done before. With wartime volunteers involved en masse in the most intense combat for the first time, the impact of the battle was felt throughout the Empire. The second world war saw combat that was just as horrific — and a global slaughter that was much worse — but Britain avoided the same enormous and prolonged commitment of its army to the task of breaking the strength of a great power opponent on land. The scar tissue left by the Somme was not concealed by subsequent suffering. As time went on, its mythology became more parochial. After the Great War’s more awful sequel, later generations reified the battle not just as a distinctly British tragedy, but also as a moment when the illusions of the pre-1914 order were shaken to their core.

More recently, historians have cast the Somme in a different light. Seven years ago, William Philpott’s monumental Bloody Victory brilliantly widened the perspective, to portray the Somme as a key point at which the balance tilted against Germany in an international war. Bloody Victory is still the book you should read if you want really to understand what was happening — to the world as well as to Britain — on the gently rolling hills around Thiepval.

With a new batch of books rolling off the presses for the centenary of the battle, one can only admire and sympathise with any author who chooses to take on the Somme. The rhythm of the battle makes its story difficult to tell. Inevitably, the first day takes up a lot of space; but the fighting has barely begun. Orchestrating the different layers of historical analysis — the politicians in their cabinet meetings, the generals in their châteaux, the troops on the front line, the grieving relatives at home — risks bathos or overload. The long summer of smaller British offensives and German counter-attacks gets repetitious. As the campaign drags on into the autumn, and just as tactical and technical innovations emerge on both sides that would shape the fighting in 1917, the dangers of exhaustion grow. Like Siegfried Sassoon in his poem “Attack”, author and reader can both find themselves appealing to the heavens: “O Jesus, make it stop!”.

In Somme: Into the Breach, Hugh Sebag-Montefiore puts the focus squarely on the soldiers. These include both well-known eyewitnesses, such as the academic turned New Army NCO RH Tawney, and less familiar participants who have emerged from the author’s researches in British, German and Australian archives. As in his previous book, Dunkirk (2006), one of Sebag-Montefiore’s talents as a historian is never to lose sight of the variety of individual experience. In among the gothic of rotting bodies trampled underfoot are glimpses of a hinterland beyond the battle — including a striking description of a trip to a French strip club in summer 1916. Once the fighting is under way, Sebag-Montefiore repeatedly returns to the relatives waiting anxiously at home, and the length of time that it took to confirm the fate of missing men. It is impossible to read this book without being struck afresh by the ripples of mourning and anxiety spreading out from the battlefield in France.

The intangibility of some of his presumptions about senior officers’ motivation is sometimes apparent in a rush of ifs and maybes, but Sebag-Montefiore is also clear about why the first day went so wrong. The initial bombardment was spread over too wide a frontage of trench. He lays the fault for this squarely at the door of Douglas Haig, and his insistence on broadening the scope and objectives of the offensive beyond what it was actually within his army’s capability to achieve.

In the detailed description of the fighting that followed, the arguments that Sebag-Montefiore says he wants to put forth — that the Somme was a necessary battle, that the British improved and that the Germans were worn down — are made very much sotto voce. Readers will probably finish the book with a stronger memory of the condemnation of British generals for not caring enough about the welfare of their men, and particularly of Haig for wasting the newly invented tank and never really getting to grips with the attritional nature of the war.

These are not new criticisms. What is underplayed — particularly as summer turns to autumn 1916 — are the implications that the battle had for France and Germany, and the range of problems that the British, including Haig, had to overcome: the lack of experienced staff officers in a massively expanded army, the difficulties of logistics (this is very much a front-line history), and the need to combine new tactics, mass-produced munitions and new technology. There is a good argument to be made that the “breach” into which the British were moving was the gap between a war of men and one of machines. Here, Sebag-Montefiore might have taken more explicit advantage of the adapted Shakespeare of his title.

In Breakdown: The Crisis of Shell Shock on the Somme, 1916, Taylor Downing brings together the military and psychiatric histories of the battle. He plots the emergence of “shell shock” as a term to describe the range of symptoms presented by men exposed to the trauma of combat, the responses of the medical community and British society at large to this apparently new phenomenon, and the reaction to the explosion of cases as the military commitment escalated in 1916. Again, this will be to some readers a familiar story: shell shock is the iconic condition of the Great War. It is, however, one that needs retelling, particularly given the frequency with which the labels attached to psychological damage caused by extreme experiences — shell shock, combat fatigue, post-traumatic stress disorder — are conflated without regard to the differences between the ways in which they were constructed by society over time.

What is innovative about Downing’s approach is the interleaving of “the crisis of shell shock” with the military history of the Somme. He tells both histories concisely and with good balance: you finish the book with a sense of the battle not just as an extraordinary moment in the war, but also in the mental health of the nation. Downing is too clever a historian to rehearse clichés about things never being the same again. As he shows, depressingly, lessons about the power of modern war to destroy combatants’ minds had to be repeatedly relearned in later conflicts. Estimates of the number of those actually shell shocked on the Somme and an account of the diagnoses that preceded shell shock — including the “soldiers’ heart” of the Boer war, are relegated to appendices. Both are so good that they might have been better integrated into the main body of the book.

Significantly, for all their titles’ talk of “breach” and “breakdown”, neither Sebag-Montefiore or Downing grapples with what is surely the key fact of Britain’s Somme: that neither the disastrous losses of the first day nor the months of ensuing struggle led to a widespread popular rejection of the war. Instead, all the suffering upped the political ante: only victory could validate the pouring out of so much blood. The belief that sacrifice must be redeemed kept the great nations of Europe at war past any reason; a point that is important to bear in mind amid the parroted rhetoric of remembrance at the centennial commemorations.

If writing new histories of the Somme is hard, writing new poetry about it is even more difficult. Simon Armitage’s Still — the book form of an earlier exhibition — is a brilliant work of art. It combines photographs taken during and after the fighting — including aerial shots and an astonishing panorama of the battlefield — with Armitage’s translation of selected passages from Virgil’s Georgics: a massive “suite” of poems about life in an ancient countryside through which armies march, winds and rain howl, and men wonder about the fate that will befall those who come after. The connection between the classical and modern worlds is the straight line of the Albert-Bapaume road. Roman-built but shell-battered, it bisects the Somme battlefield and cuts through many of the pictures in this book.

The effect of juxtaposed text and image is deeply moving. Armitage repositions the Somme as a profoundly human event, and one located in a much wider canvas. Significantly, the photographs are not in chronological order: the battle’s details lost in the tide of history. Opposite an aerial oblique of the smashed village of Courcelette in October 1916, Armitage puts his version of Virgil:

A time will certainly come in these rich vales 
When a ploughman slicing open the soil

Will crunch through rusting spears, or strike
A headless iron helmet with his spade, 
Or stare, wordless, at the harvest of raw bones
He exhumes from the earth’s unmarked grave.

More than anything else published so far this year, Still is a book to make you contemplate anew the true meaning of the Somme. I cannot recommend it highly enough.

Somme: Into the Breach, by Hugh Sebag-Montefiore, Viking, RRP£25, 656 pages

Breakdown: The Crisis of Shell Shock on the Somme, by Taylor Downing,Little, Brown, RRP£25, 416 pages

Still: A Poetic Response to Photographs of the Somme Battlefield, by Simon Armitage, Enitharmon Press, RRP25, 80 pages


Daniel Todman teaches history at Queen Mary University of London and is author of ‘Britain’s War: Into Battle, 1937-1941’ (Allen Lane)
All photographs from Simon Armitage’s ‘Still: A Poetic Response to Photographs of the Somme Battlefield’ (Enitharmon Press £25)

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De FINANCIAL TIMES, 25-26/06/2016

Fotografías:
British reinforcements moving up towards Martinpuich, September 1916. From Simon Armitage’s ‘Still: A Poetic Response to Photographs of the Somme Battlefield’ (Enitharmon Press)
34th Division attack on La Boisselle, with men in the foreground taking cover, 1 July 1916
Smashed German trenches at Ovillers looking towards Albert, July 1916
Destruction around Pozières, 20 September 1916
Aerial oblique above the village of Courcelette, 19 October 1916 


Friday, June 24, 2016

Kierkegaard contra el público

JAIME FERNÁNDEZ

En la entrada anterior del blog recordaba unas declaraciones a la prensa de Woody Allen en las que confesaba que lo único que da sentido a su vida es distraer al público, hacer que durante una hora olvide sus malos humores y la muerte contándoles historias de personajes que son infieles a sus parejas o que se matan entre ellos. En suma, explicar a los espectadores que la vida es positiva, aunque para ello haya que engañarlos, un propósito que no le parece fácil.

Este planteamiento recuerda al argumento de la novela de Unamuno San Manuel Bueno, mártir (1931), y a su protagonista, el párroco Don Manuel Bueno, quien, pese a haber perdido la fe religiosa, procura transmitírsela a sus feligreses, repartiendo el consuelo que no puede darse a sí mismo.  En una entrevista concedida al escritor griego Nikos Kazantzakis poco tiempo después de publicar la obra, Unamuno reconocía que “el rostro de la verdad es terrible” y que “nuestro deber es ocultar la verdad al pueblo”.

“Hay que engañar al pueblo para que el miserable tenga la fuerza y el gusto de vivir. Si supiera la verdad, ya no querría, ya no podría vivir. El pueblo tiene necesidad de mitos, de ilusiones; el pueblo tiene necesidad de ser engañado. Esto es lo que lo sostiene en la vida”

En otro artículo, decía, citando la célebre frase atribuida a Petronio, Mundus vult decipi, que el mundo quiere ser engañado.

Aunque Unamuno alude al pueblo y Woody Allen al público, el enfoque de ambos es similar, si bien resulta más perceptible en el autor español. Al referirse al público-pueblo ambos sitúan en polos opuestos al creador, que es siempre uno –como Don Manuel Bueno, el cura excéntrico que se reserva el derecho de predicar lo contrario de lo que piensa-, y a los destinatarios de su obra, que son muchos y están agrupados en una masa informe y monocolor. El creador, el artista, se permite la licencia de engañar al público, engatusándolo con una obra que le oculta la verdad, a cambio de ilusionarlo con historias verosímiles pero irreales. De este propósito se deduce que mientras las escribe no tiene en mente a un espectador o lector concreto, sino al público. Demasiada gente en la cabeza.

Suponiendo que esto sea cierto, ¿qué idea tiene el artista cuando sólo piensa en el público? Y ahora la pregunta de rigor: ¿Quién es el público? Quién, no qué. Unamuno y Woody Allen coincidirían en sus respuestas: gente que acude a ver una película, una obra de teatro (o a escuchar el sermón dominical de un predicador persuasivo como Don Manuel Bueno) para dejarse acunar por historias, leyendas, fábulas y parábolas y olvidar las penalidades, el miedo a cualquier desgracia y la incertidumbre. No importa que en esas historias los personajes se muestren tan frágiles como nosotros. A fin de cuentas sus penalidades no son nuestras y podemos gozar del privilegio de observarlas sin necesidad de padecerlas.

Usted y yo somos público cuando presenciamos algún espectáculo. Y también lo fue Miguel de Unamuno, y lo ha sido Woody Allen, espectador atento de tantas películas que han influido en su cine. Pero seguro que a ninguno de nosotros nos agrada mucho la idea de que nos cataloguen de “público” y que se nos trate como tal. Además, no creo que alguien acuda al cine a sabiendas de que es público, del que a lo sumo formará parte a efectos estadísticos o sociológicos.

Es verdad que hay variedad de públicos, al menos tanta como la oferta de espectáculos. El mismo Woody Allen ha comentado alguna vez que sus películas tienen mejor acogida en Europa que en Estados Unidos y, al menos durante años, éstas atrajeron a un tipo de público que esperaba con interés sus estrenos, quizá porque buena parte de los espectadores sentía cierta afinidad con las historias que cuenta en sus películas, con las situaciones y hasta con algunos de sus personajes. Seguro que, además de la común predilección por las películas de Woody Allen, les unían muchas filias y fobias. Conformaban un público.

Pero aun así, unas características generales no permiten determinar el perfil de un espectador concreto. El público, como el pueblo, carece de rostro, o sus rasgos son tan difusos que recuerdan a máscaras iguales. Público y pueblo son abstracciones, o sea, todo lo contrario de la concreción que baraja el creador mientras elabora su obra.

Kierkegaard, que se pasó toda su vida defendiendo la individualidad contra todo tipo de abstracciones y generalidades, dijo que en el “público”, “y cosas por el estilo”, el individuo como tal no es nada:

“No hay ningún individuo singular, lo numérico es lo constituyente y la ley para una generatio aequivoca; separado del “público” el individuo aislado no es nada, y dentro del público tampoco es, entendido de manera más profunda, propiamente nada”.

Pero lo que reprochaba al público -y Kierkegaard tenía en mente a los lectores anónimos de la prensa- es que no fuese ni una nación, ni una generación, ni una comunidad, ni una asociación, y menos todavía, por supuesto, unas personas determinadas, “pues todos ellos son lo que son gracias a la concreción” y ninguno de los que pertenecen a un público “se encuentra realmente vinculado a algo”. El público, ese fantasma que sólo podía surgir en una época desapasionada, destructora de todo lo concreto, huérfana de heroísmo, de héroes y de acción, es “el verdadero maestro de la nivelación”.

No resulta extraño que, desde este punto de vista, el filósofo danés se jactase de no haber buscado un público para su obra, sino que “alegremente” se había conformado con “aquel individuo” y, como resultado de esta restricción, se había vuelto “casi proverbial”.

En su definición del público, Kierkegaard se adelantaba a uno de los grandes problemas de nuestro tiempo: la pasividad del individuo que, viendo y escuchando, impulsado únicamente por la avidez de novedades que le ofrecen los numerosos canales de información, no hace nada, bien por una impotencia objetiva, o cegado por su inveterada costumbre de ejercer de espectador. Entonces ya sólo se limita a hablar de lo que hacen y dicen otros, convirtiéndose así en carne de masa y de público.

También el crítico literario William Hazlitt acusaba a la prensa, en tanto que fabricante de opiniones, de fomentar la pasividad del público lector y de cada lector en particular, cada vez más incapaz de juzgar por sí mismo, según su propio criterio, mientras, empujado por la comodidad del no pensar, subordina sus opiniones falsamente personales a las formuladas por terceros –los llamados líderes de opinión- en los medios públicos.

Hazlitt sostenía que al público le espanta tanto su propia opinión que nunca se atreve a formular ninguna, pendiente del rumor ocioso para actualizar sus juicios, propagándolos “hasta quedarse sordo” con el sonido de su propia voz. “Tiene la boca de un león y el corazón de una liebre, y con las orejas erguidas y los ojos desvelados”, siempre está “sopesando sus temores”.

“La idea de lo que el público pensará impide al público pensar en absoluto, y obra una suerte de conjuro respecto a la práctica del juicio privado”.

Envidioso e ingrato, ignorante, estúpido y tímido, “lee, admira, ensalza, sólo porque tal es la moda, no por amor alguno al asunto o al hombre. Te aclama o te abandona por mero capricho y levedad”.

En una carta a su amigo Alexei Suvorin, Anton Chejov se preguntaba para quién escribía. “¿Para el público? Pues yo no lo veo, y creo en él todavía menos que en el domovoi [en el folklore ruso, genio familiar que preside los destinos de la casa]”. Decía no verlo, pero a renglón seguido lo tachaba de ignorante y de ser mal alumno. Tenía la decepcionante certeza de que no comprendía todo cuanto de nuevo y esencial aportaba en sus obras. Luego trataba de ponerle cara, lamentando que “sus mejores elementos” carecieran “de conciencia y de sinceridad para conmigo”. Hasta que en ese esfuerzo de concreción se detenía en un espectador, y no en uno cualquiera, sino en el más especializado de todos, el crítico. Resulta que todo el mundo había elogiado su obra Crisis, pero sólo el crítico Grigoróvich reparó en la descripción de las primeras nieves.

El éxito que cosechaban las representaciones de sus piezas teatrales no le cegó nunca. Tampoco creía merecerlo. No pensaba que escribiese para que lo alabaran, sino porque no podía hacer otra cosa, por el impulso irreprimible de crear.

Quien se dirige a todos no se dirige a nadie, anotó Paul Valéry, para quien el mayor don del escritor es representarse a alguien que puede dar “el tono del lenguaje, la extensión de las explicaciones” y medir “la atención que podemos pedir”. Más aún, estaba seguro de que cuanto más claramente apuntase a alguien, mejor sería el trabajo y el rendimiento de su trabajo.

En la misma línea que Valéry, el escritor alemán Hugo Ball, figura clave en la fundación del dadaísmo y alma mater del Cabaret Voltaire, escribió en su Diario que no se podía seguir produciendo sin saber a quién se dirige uno. Carecía de sentido escribir, componer poesía o música para un público imaginario.

El auge del mercado en el ámbito de las bellas artes le llevó a preguntar en voz alta si los artistas sólo creaban para quienes comerciaban con sus obras. Su opinión era abiertamente pesimista:

“El comercio con obras de arte se ha convertido en un negocio bursátil por cuenta propia, un negocio que comercia con papel impreso y lienzos pintados”.

Unos valores para los que el receptor apenas entra en consideración.

No es lo mismo que el comerciante diga que se debe a su cliente, que el cineasta o dramaturgo diga que se debe a su público. Al cliente se le ofrecen productos acabados, de máxima calidad, para que los disfrute y vuelva a la tienda a comprar. Ese regreso será la mejor respuesta que el comerciante puede recibir de sus clientes, quienes esperan encontrar en la tienda productos igual de acabados que los que encontraron la vez anterior.

Pero deberse al público no significa ofrecerle obras acabadas, que encierren respuestas concluyentes, ni tampoco de esas que tanto abundan últimamente, que hacen olvidar al espectador los problemas reales a cambio de atontarlo con historias insulsas, adobadas con melodías sentimentales, algún que otro efecto especial, y todo a un volumen muy alto, para evitar que se duerma. Porque no es lo mismo acudir al cine o al teatro para olvidar los problemas reales, a menudo tediosos y desagradables, que olvidar la historia que hemos presenciado en cuanto abandonamos la sala.

Las mejores películas, como las mejores historias que hemos leído, son aquellas que no olvidamos y a las que volvemos porque más que respuestas, nos suscitaron preguntas. Y es a esas preguntas a las que en realidad regresamos cuando volvemos a ver una película o releemos un libro.

Goethe pensaba que la mayor muestra de aprecio que un autor puede darle a su público es la de no brindarle nunca aquello que se espera, sino lo que él mismo en cada etapa de la propia y ajena evolución considera legítimo y provechoso. En su propósito de renovar el teatro burgués, Federico García Lorca no dudó en criticar al público que asiste a las obras teatrales para matar el aburrimiento, sin esperar nada de la obra. Un público “intermedio”.

“Lo grave es que las gentes que van al teatro no quieren que se le haga pensar sobre ningún tema moral. Además, van al teatro como a disgusto. Llegan tarde, se van antes de que termine la obra, entran y salen sin respeto alguno”.

El dramaturgo español Juan Mayorga es partidario incluso de desobedecer al espectador y de no ofrecerle aquello que busca. De lo contrario se le tratará como a un consumidor. “El teatro es un arte de conflicto –hay quien dice que es un arte de consenso-, y el conflicto más importante es el que se da entre el escenario y el patio de butacas”. Mayorga entiende el teatro como un medio idóneo para suscitar una conversación.

Se trata de que la obra no acabe en el escenario, que traspase las puertas del teatro y que el espectador, desgajado del borroso público, salte por encima de su sombra.

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De EN LENGUA PROPIA (blog del autor), 16/06/2015

Imágenes: Søren Kierkegaard 


Thursday, June 23, 2016

De Keith Haring a los Onas

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

Esta imagen de Keith Haring, me lleva a esta otra, no sé si del antropólogo y religioso Martin Gusinde, el defensor de los indios fueguinos y denunciador, en balde, de su exterminio llevado a cabo por uniformados, estancieros y matones a sueldo, por cazadores de indios, como el rumano Popper, un genocidio que duró hasta finales de los años veinte del siglo pasado y del que se habla lo menos posible. A los estancieros que se reunían cada noche en la Taberna del Club de la Unión, plaza Muñoz Gamero, de Punta Arenas, no les fueras con historias. Hablar del pasado, sí, pero del suyo con olor a libras esterlinas y a dólares americanos y a alambradas y a miles de cabezas.  A Gusinde le llamaron Mankazen, cazador de sombras... No sé si no es en eso en lo que nos convertimos los husmeadores de la memoria, compulsivos fotógrafos de lo fugaz y de lo efímero.

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De VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 11/03/2015

La utopía de Saer

ÁLVARO MATUS

Leer a Beatriz Sarlo es una de las experiencias intelectuales más estimulantes que se pueda tener hoy día. Escriba del empobrecimiento de la discusión pública, de la cultura del zapping o de la segregación urbana en las grandes capitales, sus textos siempre invitan a mirar en los pliegues de la realidad y a detenerse en aquello que el discurso dominante pasa por alto. Es quizá una de las últimas intelectuales públicas de América Latina y en el campo literario, específicamente, no tiene parangón. Ha escrito con rigor y generosidad sobre casi todos los escritores argentinos relevantes, y si ahora redacto estos improvisados apuntes es porque acabo de terminar Zona Saer y me encuentro bajo su influjo, deslumbrado, con esa sensación que provocan los grandes textos de crítica: que mi percepción ha cambiado, que las ideas o intuiciones que estaban envueltas en la bruma ahora han sido despejadas, que soy otro.

Juan José Saer murió el 2005, a los 68 años, y representa uno de los casos más anómalos, de mayor injusticia, cuando hablamos de reconocimiento literario. Beatriz Sarlo, una de las primeras en jugarse por su obra, desentraña los factores que explican esa marginalidad. Para empezar, sus libros se hayan en las antípodas del boom: ni un continente exótico ni fantástico, ni tesis sociológicas sobre las dictaduras y la pobreza. El autor de El limonero real parecía decidido a escribir a contracorriente de su época y de sus contemporáneos. En una época en que todo empezaba a ser fragmentario e incompleto, cuando incluso se empieza a hablar de la muerte del autor, Saer apuesta por un proyecto unitario, donde existe un grupo de amigos que va y viene de un libro a otro (Tomatis, Barco, Leto, los hermanos Garay), y un espacio muy acotado, la ciudad de Santa Fe y sus alrededores, una zona cruzada por ríos, de mucho calor y humedad.

Saer, además, viene de la poesía. Mejor, incorpora la poesía a su prosa. Entonces prefiere concentrarse en las descripciones minuciosas de los espacios antes que en la acción del relato. Plasmar el tiempo, la riqueza de las percepciones, está por sobre las nociones de trama y velocidad.

Como ha dicho Sarlo de manera insuperable, la gran pregunta que subyace a toda la obra de Saer es: “¿Qué hacer cuando no se hace nada?”. Y la respuesta que dan los cuentos y novelas es muy simple, y también fascinante: comer un asado, tomarse unos tragos y conversar de todo lo imaginable: de los viajes, las promesas, las infidelidades, el dinero, las noticias, los libros, los muertos y, cómo no, del árbol que los protege del calor, del hielo que se derrite en el vaso de vino blanco, del aroma que expide la tierra húmeda tras la rápida llovizna, de si hay que ir a comprar más cigarros, de la jugosidad de la carne, del vientecillo que por suerte algo refresca. La amistad como utopía para resistir a las fuerzas que amenazan con desestabilizar la vida (la política en primerísimo lugar). No imperan allí las leyes de parentesco ni de dominación, sino los acuerdos tácitos que imponen las afinidades y el afecto.

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Del blog de Álvaro Matus en LA TERCERA, 23/06/2016


Imagen. Juan José Saer