Supe de la
existencia de un autor llamado Pablo Cerezal por una reseña que éste había
hecho de una novela de Vicente Muñoz Álvarez. En aquel tiempo, yo gestionaba un
espacio en la red junto a otros tres compinches, un espacio dedicado a dar un
espacio en el mar bravío de la red, a autores, pintores y músicos del océano
mediático que nunca habían gozado de un espacio para enseñar sus trabajos.
Vicente Muñoz Álvarez había accedido, dada su inefable humildad, a compartir con
nosotros algunos fragmentos de su poesía, lo que nos llenó de orgullo y
optimismo. Todo este contacto se gestionó a través de una red social que ya
todos sabéis cual es. Hurgando un poco, precisamente en esta red social, un
buen día me encontré con esa reseña que había hecho Cerezal de “El merodeador”, una
novela que iba poco a poco captando cada vez más mi atención cuando algún que
otro fragmento se publicaba en la susodicha red social. Y fue así como llegué,
un día cualquiera, a aquella bellísima reseña del libro de Muñoz Álvarez.
Aquellas palabras, como los fragmentos del autor de El Merodeador, calaron muy
hondo en mi alma. Hacía años que no leía a autores contemporáneos. No sabría
decir por qué. Y las palabras tan sinceras, tan desprovistas de artificios, directamente
clavadas en el corazón de un solitario hablando de las vicisitudes de tantos
anónimos, me emocionaron hasta las lágrimas. Así, finalmente, acabé leyendo
aquella obra de aquel buen hombre, tan desconocido para el gran púbico. Un
ilustre desconocido más. Algo había cambiado en mi interior, y había cambiado
para siempre.
El libro de
Vicente y las palabras acerca de aquella novela que Cerezal tan bien había
entendido me llevaron a mi primera Juventud, a mis primeras lecturas, cuando
con ansiedad abría esas obras que abrieron unas puertas que jamás volvieron a
cerrarse. Con casi cuarenta tacos a mis espaldas y un par de infiernos vividos
y sufridos, supe que ya no estaba solo. Una vez más, y veintipico de años
después, supe que ya no estaba solo. Como en aquellas primeras lecturas, como
cuando leí por primera vez aquel maravilloso capítulo de la novela de Ernesto
Sábato “querido y remoto muchacho” volví, de manera despiadada, sin anestesia
que es realmente de la manera que se aborda una lectura de estas
características a leer compulsivamente, pero ahora a autores contemporáneos.
Luego, tuve la
oportunidad de intercambiar unas palabras con ambos en un local de Madrid, en
el aniversario de un fanzine en el que uno colaboraba y otro era uno de sus
fundadores. Tener enfrente a un par de tipos que han conseguido emocionarte de
tal manera nunca es tarea fácil a la hora de entablar una conversación, de
manera que nuestra breve conversación quedó (como suele pasar) en un par de
lugares comunes. Sin embargo, algo había pasado en mi interior. Las cosas
importantes siempre se debaten en el interior y lo que vemos es tan solo una
costra.
Pasó cerca de un
año y yo estaba muy ocupado en uno de los libros que a duras penas, conseguí
publicar en las plataformas de autoedición: yo también tenía mucho que decir.
Entonces supe que Pablo iba a publicar un nuevo libro. Breve historia del circo
era el nombre. En esos días yo estaba sumergido en Manhattan Transfer, de John
Dos Passos. Quise alternar ambas lecturas hasta que, en el libro de Cerezal,
leí lo siguiente:
Las nubes
ronronean
Un torpe maullido
de humedad
Y la tierra
crepita libido
Con tonada de
tormenta inminente
Que ansía devorar
Los puestos
callejeros
Toman nota de los
cielos
Y comienza su
agria danza
De pan de ayer y
de fruta fea
Y mercadería en
desbandada
Amas de casa
recuerdan
Haber olvidado
En la quietud
sospechosa de la cocina
La nota que les
recordaría cuantos tomates precisa
El guiso que al
día siguiente alimente a la familia
Un cancionero culpable
De brazos
esclavos de bolsas
Demandan
abolición de taxis
Desdibujando
sombras a la orilla
De caminos calles
y calzadas
Boliches
peluquerías colmados
Inician naufragio
en perfiles
Que no quieren
dar la cara
A la meteorología
fiera
De nubes que han de
sembrar rastro
Yo añoro el caldo
de nube
Que me aderece la
calma
Con que paseo las
calles
De la ciudad y la
nada
Entonces abandoné
al gran Dos Passos. Las palabras de Cerezal me transportaron a mi propia vida.
A mis casi dos años en el país andino vecino en el que Pablo sitúa sus
tribulaciones con la cincelada de la poesía desprovista de artificios. La prosa
poética de Pablo, sin esperármelo puesto que hasta el momento yo sabía muy poco
de la materia que erguía su libro, despertaron los fantasmas de los recuerdos
de mi vida en aquel otro país, aquella otra tierra a la que me había embarcado
con tantos proyectos, con tanta ilusión, con tantas ganas de pelear por algo
distinto. Lloré largo y tendido al acabar el libro, aunque ahora, ya no sabría
decir si fue por el gran retrato anímico de Cerezal o por mis propias
tribulaciones. Pero acaso nada de eso importe. Lo que realmente era vital, es
algo tan simple como redundante si se quiere: creía haber leído a un autor y en
realidad estaba frente a un escritor. Pero tampoco era esto.
Pablo Cerezal no
era un autor ni un escritor ni un poeta. Era mi hermano, y tuve que leerlo para
tener conciencia de ello. Cerezal era uno de los grandes sin que ni él mismo lo
supiera, como suele suceder con los escritores a diferencia de los autores de
género que persiguen la aprobación y el éxito. Se trata de algo tan íntimo, que
ni siquiera el propio escritor llega a saberlo. Y esto es lo que lo engrandece.
¿Qué puedo añadir
después de esto? Muy poco y mucho al mismo tiempo. Puede que sea más bien un
deseo: que alguien pueda experimentar lo que yo al leer esta gran obra de este
autor vallecano que (¿afortunadamente?) no goza de los mimos de la prensa
mediática.
PD: Que no pase
mucho tiempo más hasta tu próximo descubrimiento.
Hasta siempre,
comandante.
Ernesto Cobos,
en Crónica de un hombre invernal.
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De CULTURAMAS
BLOGS, 07/01/2018
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