El primer
recuerdo que conservo de Mauro Núñez Cáceres está constituido por la imagen
sonora y multicolor, captada desde la altura de los corredores superiores de la
Escuela Adolfo Siles, una mañana despejada del mes de marzo del año 1969, a su
ingreso al escenario, el patio del edificio escolar, vestido de indígena,
rodeado de su conjunto musical, sus zapateadoras y flameando dos wiphalas
premonitorias del resurgimiento y consolidación de los valores culturales
esenciales de la nación boliviana. En la intimidad de mi conciencia infantil
aquella escena me reencontró con los recuerdos más gratos de mi más tierna
infancia, cuando, párvulo todavía, desarmaba los paquetes de las cajas de
fósforos de la despensa doméstica para alinearlas sobre la mesa, con el mejor
orden estético, de tal modo que me fuera posible contemplar las pequeñas
litografías impresas en las etiquetas hasta alcanzar un estado de abstracción,
casi onírico, al que concurrían los suris, quena-quenas, morenos, diablos,
chunchos, macheteros, auqui-auquis y otros seres del imaginario indígena,
mestizo e hispánico de nuestro pueblo, para establecer una realidad que sólo
fue tangible cuando mi conciencia, mis sentidos y mi espíritu se encontraron
con él aquella mañana.
Inmediatamente
después, motivado por este encuentro y quizá sin la plena comprensión de la
convicción que se encendía en mi espíritu, comenzó la incesante búsqueda de la
quena, de sus secretos sonoros, de su esencia cultural, su técnica y su
estética. Por ello, armado con un cuchillo hurtado de la cocina de mi madre, me
escabullía en las inmediaciones de la quinta de El Guereo para cortar los
tallos de las cañas huecas que crecían en los humedales de la quebrada. Con
ellas acometía la febril tarea de construir las quenas más rústicas y desafinadas
jamás fabricadas que, a decir verdad, la única virtud que poseían eran las
muescas que me enseñaron a arrancarle sonido a aquellos brotes de la
naturaleza. Luego, en el tiempo inmediatamente anterior a mi encuentro con el
Maestro, conocí un par de aerófonos afinados: primero, un silbato de plástico
con la apariencia de barquito, con tres orificios a modo de chimeneas, que me
permitió esbozar un par de melodías infantiles y, segundo, una quena de verdad,
una flauta fabricada por los qallawayas[i], pentatónica, comprada por mi padre en una de las
tiendas de las q’pachacas[ii] como recompensa a mi perseverancia y con la
que alborotaba día y noche los confines de mi casa, los espacios de la calle y
con la que me atreví a participar en los programas radiales infantiles
interpretando melodías incomprensibles.
La amistad entre
mi padre, el coronel Julio Loayza Sanz, y don Mauro Núñez Cáceres me posibilitó
el acceso a los cursos de educación musical que se impartían en la Escuela
Nacional de Música Simeón Roncal. Como en la clase que él regentaba se enseñaba
sólo la interpretación del charango mi registro, al iniciarse el año escolar de
1972, se estableció para el aprendizaje de aquel instrumento.
A pesar de su
bondad y su innata vocación para la difusión de sus conocimientos musicales,
artísticos y artesanales don Mauro se empeñaba en demostrar, practicar y
enseñar la disciplina y la perseverancia que le permitieron alcanzar el
reconocimiento internacional hacia su personalidad y su obra artística. Todos los
días, a la hora establecida para el inicio de clases, ingresaba al aula con el
charango que había construido para la Escuela Simeón Roncal y un cuaderno de
registro con tapas de madera en las que había grabado en alto relieve el escudo
nacional, en la portada, y su perfil, en la contratapa. Contrariamente a su
predilección por utilizar el atuendo indígena en sus presentaciones musicales
concurría a las clases vestido con la elegancia y formalidad vigentes en la
época: traje oscuro o dos piezas, camisa de cuello duro y corbata. Mauro Núñez
era ligeramente más pequeño que la estatura del boliviano medio y sus rasgos
físicos correspondían al mestizo con proporcionalidad de concurrencia de
caracteres genéticos indígenas e hispanos.
Sus recursos
didácticos estaban asociados a la enseñanza personalizada del instrumento, de
tal modo que los alumnos, replegados en los pupitres del fondo del aula,
repasábamos las lecciones que nos correspondían, mientras él, sentado en el
escritorio del docente, impartía y recibía las lecciones apuntando el grado de
desarrollo de las destrezas en su registro diario. La primera lección consistía
en la afinación del instrumento, luego el aprendizaje discernía a través de la
interpretación de melodías completas, primero canciones sencillas y después, de
acuerdo al empeño y talento del alumno, a canciones en tonalidades, tablaturas
y escalas de rasgueo y punteado más complejas. Cuando un alumno, a pesar de su
perseverancia, no lograba superar la primera lección de afinación del instrumento
don Mauro sentenciaba: “Hijito ya no traigas tu charango, existen otras
actividades científicas, artísticas y deportivas en las que puedes destacarte”.
Entonces el alumno, generalmente un niño o adolescente, sin ningún asombro ni
resentimiento, quizá porque su concurrencia dependía más de la insistencia de
sus padres o la incitación de sus amigos; guardaba el charango en su estuche y
abandonaba el aula y la escuela de música. Por ello, quienes asistíamos a sus
clases de charango como a un auto sacramental vivíamos con la pesadilla de
escuchar aquella sentencia alguna vez en nuestras vidas.
Cierta vez,
cuando tenía vencidas las primeras lecciones de charango, don Mauro se presentó
en el aula con una quena que dejó como abandonada, junto al estuche de su charango,
en algún lugar de su escritorio. Entonces, apercibido por la maravilla que se
descubría ante mis ojos no logré reprimir la tentación de tomar el instrumento
entre mis manos, me acerqué lentamente y burlando la atención del Maestro
insuflé en ella arrancándole la más importante sucesión de notas de mi vida
artística. Don Mauro, en el silencio sepulcral que se apoderó del aula,
interrumpiendo el desarrollo de la lección que impartía, me dijo sin
mirarme: “Chico, dejá en su sitio esa quena y andá a repasar tu
lección”. Transcurrido el tiempo hasta la lección del último alumno el
maestro me invitó a sentarme al frente de su escritorio y con voz queda, sin
mirarme, pulsando algún compás de una melodía que acababa de componer me
dijo: “Hijito ya no traigas tu charango”. Yo sentí que la tierra se
despedazaba milímetro a milímetro bajo mis pies sepultando todas mis
aspiraciones musicales, que mi vida de artista se reduciría a unos pocos días
de existencia sublime y que mi futuro me condenaría por siempre a pelar papas
en la cocina de mi madre, por ello, cuando me preguntó si tenía una quena y me
propuso ser su alumno para la interpretación de aquel instrumento, mi espíritu,
exaltado por la felicidad que aquella oportunidad me otorgaba, se desplegó
hasta alcanzar la plenitud de la conciencia estética que los viejos quenistas y
txistularis[iii] habían desarrollado desde inmemoriales tiempos
y lugares.
Pocos días
después don Mauro me entregó una quena construida en tallo de tacuara, se
advertía en ella los recientes trazos de la gubia que había labrado sus
orificios y embocadura, conservaba la bravura del olor de los bosques
orientales, estaba carente aún del aliento humano que educa su timbre y amansa
su resonancia y llevaba entre los orificios de escape del aire y el de la nota
sol su nombre: Mauro Nuñéz, con la é de su apellido acentuada, tal como
acostumbraba escribir su nombre artístico, y la fecha de construcción del
instrumento: mayo de 1972. Me explicó que la había construido para la Escuela
de Música Simeón Roncal y que me la confiaba para que practicara mis lecciones,
desarrollara las técnicas de insuflación, digitación, respiración y educara mí
oído con su calibrado excepcionalmente exacto.
Con esta quena,
que conservo intacta después de treinta y cuatro años como testimonio de
gratitud y respeto al padre del folklore boliviano, aprendí, entre otras
melodías, todas las canciones por él compuestas para este instrumento
americano: Serranito, un huayño dedicado a la tierra en la que
abrió los ojos a la vida; Pukara, una tonada inspirada en los
cerros inexpugnables donde los pueblos indígenas construyeron sus
fortalezas; Fantasía para quenas, una alegoría en cuatro
movimientos breves: a) el llamado o convocatoria a la revelación y la unidad
nacional, b) el lento y penoso proceso histórico para lograrlas, c) la
felicidad y alegría por haberlas concretado y d) la marcha ascendente hacia su
expansión total; Canción y huayño, un tema en dos movimientos
breves compuesto en sus andanzas, junto a Ima Sumaj en el Perú
de los años treinta, como culminación de sus aportes al desarrollo de la quena
a través de la utilización de nuevos materiales, el perfeccionamiento de su
afinación y de su canal de insuflación y, especialmente, a través del séptimo
orificio que insertó en su morfología acústica y a la novedosa técnica de
insuflación no superada ni aprovechada a plenitud en la hora presente; y, finalmente,
un chuntunqui[iv] que fue componiendo y limando sus asperezas
mientras me trasmitía los secretos de la ejecución del instrumento, que no
tiene nombre conocido porque al poco tiempo de haberlo concluido la muerte
doblegó sus esfuerzos físicos y sus afanes creativos y es el único que
evidencia su talento como quenista porque aparece interpretándolo en la
película Pueblo chico, dirigida por Antonio Eguino.
En el transcurrir
de ese tiempo relativamente breve pero inconmensurablemente fecundo, la
relación que sostuve con el maestro no se limitó sólo al arte y a la música,
todo lo contrario, mi inquietud e interés en el dominio de la quena posibilitó
que aquel hombre maduro, forjado en los éxitos y fracasos de la vida, me
relatara, sin ninguna otra intención que el deseo de comunicación entre dos
sinceros amigos, los momentos culminantes de su experiencia personal y
artística.
De ese modo
conocí que nació en Chapas, un paraje rural cercano al pueblo de Villa Serrano,
provincia Belisario Boeto del departamento de Chuquisaca; que sus travesuras
infantiles consistían en burlar la vigilancia y prohibición materna para
escabullirse en las carpinterías de Villa Serrano; que de niño, entre los
diez y los doce años, pintaba paisajes naturalistas en los muros de las casas
particulares; que incursionó en la cerámica con los alfareros campesinos que
fabricaban teja y ladrillo en los yacimientos y hornos de las inmediaciones de
aquella población y que construyó un pequeño charango que su madre destrozó
cuando descubrió su vocación musical. También conocí por sus íntimas
confidencias que la orfandad le obligó a vivir su adolescencia en la Escuela de
Artes y Oficios de la ciudad de Sucre, regentada por los padres salesianos,
donde perfeccionó sus conocimientos y destrezas en ebanistería; que luego, en
los primeros años de su juventud, vivió en la calle Camargo, en la casa de
Carlos Palacios, conocido como el “Loquito Palacios”, un lugar de confluencia
de pintores, artesanos y músicos donde perfeccionó su talento artístico y
sustentó sus necesidades pintando murales, carteles cinematográficos, decorados
para las actuaciones teatrales y fabricando las muñecas de la buena suerte,
conocidas en Sucre con el nombre de “maricas”. Fue en esta ciudad, me dijo, que
se relacionó con la familia Míguez, una importante familia de fabricantes de
guitarras que le abrió las puertas de la bohemia sucrense, especialmente a
aquella que frecuentaba la “Calixto calle”, donde tocó charango junto a los
quenistas Ramón Chumacero y Bernabé y Juan Calderón, a los guitarristas
Santelices y Bleicheñer y donde confluían los integrantes del Club Atlantes,
donde jugaba fútbol, en el puesto de defensor, con el Papa Khamuy,
Eduardo Torres, padre del connotado charanguista Jaime Torres; los hermanos
Gorostiaga y Renato Saínz, entre otros.
Después le
escuché decir que se integró a la Compañía Teatral “Tiwanacu”, una compañía de
variedades donde pintaba decorados, tocaba el charango, realizaba actuaciones
de relleno y con la que viajó en gira artística al Perú, circunstancia que, al
desintegrarse la compañía, le permitió radicarse ocho años en Lima, donde
trabajó para una tienda de artesanías esculpiendo pequeñas estatuillas de
madera para su venta como souvenirs. Allí organizó su grupo musical
con Vivanco y la soprano Ima Sumaj, artistas vinculados a las actividades de
cartel. Actuaban en teatros, en festivales y fiestas en los pueblos Allí
construyó sus primeros charangos con iconografías prehispánicas y con motivos
de hechicería y brujería. En algún momento, para procurarse medios económicos,
trabajó en el circo tocando “charango acrobático” con los dientes, con los
pies, en la espalda o con una sola mano. Después de su estadía en el Perú pasó
a la Argentina con un grupo musical con el que realizó actuaciones en locales
nocturnos y teatros de Buenos Aires, La Plata, Salta, Corrientes y otras
provincias, incluida Tierra del Fuego. Fue en esta época, década de los años
cuarenta, que decidió utilizar la vestimenta indígena en sus actuaciones y en
la que estableció un vínculo de preferencial amistad con el general Juan
Domingo Perón, con Ariel Ramírez, con quien formó un dúo de piano y charango
para interpretar cuecas, bailecitos, huayños, taquiraris y algunas
composiciones de estudio, fusionando melodías andinas, bolivianas, con otros
géneros de la música universal; y donde se iniciaron y perfeccionaron sus
inquietudes coreográficas con bailarinas argentinas y bolivianas.
Vencido por la
añoranza y la nostalgia invocadas por la naturaleza estética y temática de su
obra artística retornó a Bolivia el año 1957, con la sola intensión de visitar
Villa Serrano, pero, convencido de que la sociedad boliviana precisaba su
presencia y los resultados de su obra cultural y artística decidió radicarse en
la ciudad de Sucre. Para concretar aquel objetivo, el año 1958, solicitó el
auspicio de la Alcaldía y de la Universidad para interpretar su música y su charango
en el Paraninfo o en el Teatro 3 de Febrero, pero, debido a las limitaciones
estéticas que circunscribían el gusto musical de la época a ciertos cánones de
arte mayor aquella solicitud fue negada. Sin embargo, como la fuerza cultural
que acicateaba su espíritu no conocía desmayos ni debilidades don Mauro buscó
la oportunidad precisa para abrirse camino. Aquella oportunidad se presentó el
mismo año de 1958, cuando varios pianistas nacionales, entre ellos Humberto
Iporre Salinas, se reunieron en Potosí para difundir su obra. Iporre, que
conocía el trabajo que había realizado con Ramírez en la Argentina, lo invitó a
participar en el ciclo de conciertos que se habían organizado. Mauro Núñez
concurrió a aquella primera cita artística en Bolivia, en el teatro Cuarto
Centenario, con unos zampoñeros apodados “Los Crecencios”, dirigidos por
Crecencio Durán y su hijo Jorge. Poco tiempo después, sobre la base del éxito
alcanzado en Potosí, el Rotary Club de Sucre le organizó una actuación en la
pileta de natación del Parque Bolívar. Desde entonces Mauro Núñez, solo, con el
conjunto San José, en dúo con Juan Manuel Thorrez o con su conjunto, integrado
inicialmente por Gerardo Pareja, Marcio Lambertín, Renato Vega, Gonzalo de la
Riva, Marcelo Thorrez y Walther Montero fue escuchado y aplaudido en audiciones
radiales, teatros y festivales.
Sin embargo, debo
hacer hincapié en la circunstancia que aquel diálogo no se circunscribía al
sencillo expediente de una relación presuntuosa y anecdótica, todo lo
contrario, cada acontecimiento, todos los hechos y la generalidad de los actos
humanos por él narrados culminaban en la expresión de un axioma que
generalizaba una actitud ética, cuyo contenido me permito rescatar a través de
las siguientes expresiones: “El escenario lo define el artista y nadie
mejor que él conoce que aquel se encuentra donde éste ejerce
circunstancialmente su arte”; “Los músicos, si se reputan tales, se
reunirán principalmente para concretar su arte y, si como personas pueden ser
amigos, bohemios, deportistas o políticos, deben, en cuanto tiene relación con
la música, abstenerse de realizar otras actividades asociativas que los aparten
de su misión artística”; “A pesar que la música existe para el
deleite del oído y debe transmitirse al público con la conciencia y el
sentimiento, no debe perderse de vista que el músico en el escenario es, ante
todo, un artista”. Este tipo de sentencias constituían la sublimación de la
realidad estética y natural en su obra y en su espíritu: talló la mano más
grande del mundo, esculpió el busto de Bolívar más gigantesco de la tierra y
construyó un bombo de proporciones jamás imaginadas para arrancar del corazón
de los bolivianos sus complejos de inferioridad, sus sentimientos de derrota y
su vocación de intolerable sumisión; construyó una familia de charangos:
soprano, contralto, tenor y bajo para demostrar al mundo que sus posibilidades
estéticas, melódicas, armónicas y técnicas no se constreñían a un localismo
exótico e indigenista; agregó a la quena un séptimo orificio para posibilitarle
su integración a todo ensamble instrumental y todos los géneros musicales de la
cultura universal; inventó la qara tinya[v], un instrumento híbrido consistente en una cuerda
anclada en el parche curtido de un bombo, cuya caja amplifica las pulsaciones
ejercidas sobre la cuerda estableciendo un soporte armónico ausente hasta
entonces en la música boliviana para cuerdas; ideó las muyu-muyu qaras[vi], unos instrumentos de percusión carentes de caja,
con los parches de cuero curtido tensados en sólidas circunferencias metálicas,
cuyos diámetros progresivamente establecidos de mayor a menor tamaño permiten
combinar redobles y golpes en pulsos naturales y sincopados ofreciendo un
soporte rítmico y armónico, innovador y sincrético, apto para géneros musicales
de arte mayor y menor; rescató de los albores de la música primitiva el
chasquido de las sonajas para sublimarlo en un sencillo instrumento que
denominó chajchas[vii], que consiste en un par de ideófonos, uno para
cada mano, elaborados con pezuñas de cabra y de cerdo, respectivamente, con los
que se completa el soporte rítmico y se asegura el pulso en una interpretación
musical; incluso, la elemental relación de coexistencia entre el músico y su
instrumento le inspiró envidiables propósitos, delicados razonamientos y
expresivas sentencias: “El instrumento musical tiene una existencia
independiente del músico que lo ejecuta, en cambio, el músico sin el
instrumento difícilmente puede superar su primordial condición humana ¡No es
nada!”.
De esta última
afirmación emergía también una singular característica de su conducta: nadie
más prolijo que él para conservar y cuidar sus instrumentos musicales y para
inculcar similar actitud en sus colegas de oficio y sus pupilos. Esto lo
recuerdo vívidamente por experiencia propia, cuando por entregarme desmedida y
alocadamente a los juegos infantiles en boga en aquella época rajé con dos fisuras
la quena que primorosamente había construido para confiármela para mis
prácticas. Todavía está presente en mi memoria la noche que concurrí a la clase
con el instrumento deteriorado. Esperé, en una espera tediosa que parecía no
acabarse nunca, a que los alumnos de charango rindieran su lección cotidiana,
entonces, cuando me encontré frente al Maestro no tuve otra alternativa que
entregarle en silencio la quena rajada. Él, después de revisar en silencio la
intensidad del daño se limitó a decirme: “Esta noche no habrá lección
de quena” y, después de guardar en el estuche su charango, sin
devolverme la quena abandonó el aula sin decir ni una palabra. Yo salí cerrando
sus pasos, mustio, con la vergüenza expuesta en el rostro y el nudo de la
tristeza atravesado en la garganta. La noche siguiente, templado por la
decisión que nace de la confianza que otorgan los espíritus nobles, ingresé al
aula y encontré a don Mauro Núñez con un semblante que denotaba plena alegría,
como si pensara: “Ah, este niño tiene el firme propósito de hacerse
quenista”. Después de recriminarme con bondad y sabiduría y de explicarme
en qué consiste la relación del músico con su instrumento, me reveló qué
técnica había aplicado para colar las fisuras y, especialmente, me enseñó la
manera de amarrar las cuerdas de plástico que sirven de retenes cuando una
quena se raja.
Al finalizar el
año escolar de 1972 don Mauro me pidió que le entregara la quena para realizar
algunos arreglos. Cuando me la devolvió estaba convertida en una obra de arte,
al estilo de todos los instrumentos que él fabricaba: la había pintado de rojo,
las letras de su nombre estaban resaltadas con un tinte blanco, el área que
circunda el orificio de salida del aire ofrecía a la vista un bello espectáculo
de colores en contrapunto y del retén más próximo al canal de insuflación
pendían tres borlas de lana: una roja, otra amarilla y una tercera verde. Con
esta quena primorosamente exornada me integré al conjunto infantil que
don Mauro preparó para la última clase general, era un ensamble constituido por
Mario Loayza Miranda, charango; Willy Valda Cuellar, guitarra; José Luís
Rodríguez, bombo; y Joaquín Loayza Valda, quena; y con dos canciones por
repertorio: Pukara y Canción y huayño. Realizada la presentación, que alcanzó el
éxito que el Maestro había deseado, me pidió que le devolviera la quena, que
ingresara al salón de actos y permaneciera sentado. Como sólo restaba para
concluir la clase general el reconocimiento y premiación a los mejores alumnos
de todas las clases la espera fue breve. Al finalizar el turno de la premiación
de la clase de charango sucedió uno de las momentos más gratos de mi
existencia, el gran Mauro Nuñéz, exhibiendo la quena en una de sus manos, se
dirigió al público para destacar mi talento, manifestar su satisfacción por
haber contribuido a la formación de un segundo quenista, el primero fue Walter
Montero, y para hacer públicas las mejores albricias para mi futuro artístico.
Dicho esto me convocó al escenario y después de un abrazo cuya calidez conservo
en todos sus detalles me obsequió la quena que tanto había soñado poseer.
El año siguiente,
el 11 de octubre de 1973, don Mauro Núñez falleció como consecuencia de una
afección respiratoria. Las honras fúnebres que se organizaron en su honor
alcanzaron la grandeza y connotación que él supo otorgarle a su obra artística.
Gran parte de la sociedad chuquisaqueña concurrió a la capilla ardiente
instalada en el salón de actos de la Escuela de Música Simeón Roncal y a la
misa de cuerpo presente celebrada en la iglesia de Santo Domingo. Por ello, el
último recuerdo que conservo de Mauro Núñez Cáceres está constituido por el
tributo que se le otorgó en su última despedida de la ciudad de Sucre, por la
multitud compungida congregada en la calle Calvo y la esquina de El Guereo, por
sus canciones que evocaban su fructífero transcurrir por la historia de la
cultura boliviana y por un par de lágrimas que brotaron sinceras e inspiradas
desde mi corazón a la plenitud de mi conciencia.
Sucre, 17 de
agosto de 2006.
Este texto se
publicó, con la autorización del autor, Joaquín Loayza Valda, en el libro: Mauro
Núñez para el mundo. Sucre. Norberto Benjamín Torres, editor y compilador.
pp. 205-218.
[i] Grupo étnico asentado en las provincias
Bautista Saavedra, Muñecas, Caupolicán y Larecaja del departamento de La Paz.
Su pasado y su presente se destacan por el desarrollo de sus conocimientos
sobre herbolaria, medicina natural, construcción de instrumentos musicales
autóctonos, composición musical y por la difusión itinerante de aquellos
conocimientos y destrezas por el territorio de Bolivia y América.
[ii] Q’apachaqa. s. Especia. Lara, Jesús.
Diccionario qheshwa-castellano/castellano-kheshwa. La Paz-Cochabamba. Los
Amigos del Libro. 2001. p. 206.
En el español
coloquial se utiliza el plural q’pachacas para referirse a las
personas que comercian con especias medicinales. En Sucre este comercio se
realizaba en tiendas que se ubicaban en la acera oeste de la calle Junín, entre
Ayacucho y Olañeta, en las que se podían encontrar hierbas medicinales, fetos
de llama, incienso, hierbas y otros elementos para sahumerios a la pachamama,
tocuyo y telas de la tierra, sombreros e instrumentos musicales autóctonos.
[iii] Este aerófono es natural de Euskadi, País
Vasco, España. Tiene tres agujeros y se denomina en castellano chistu o chiflo,
que equivale a silbar. Es una flauta recta, de madera, en cuya parte baja se
sujeta con el dedo anular a un anillo, dejando el dedo meñique para cerrar el
extremo del tubo. Tiene una boquilla y el bloque de metal. Existen dos
variantes del txistu: la txirula, más pequeña, y el silbote, de mayor tamaño.
Sus ejecutantes se denominan txistularis. La importante cantidad de conquistadores
vascongados en Charcas y la enorme afición de los indígenas por tañer sus
flautas, especialmente la quena, plantea la hipótesis de un sobrecogedor y
enriquecedor encuentro cultural que propició la difusión y desarrollo de la
quena y la manera de ejecutarla y construirla.
[iv] Chuntunqui: composición musical de arte
menor de Bolivia, compuesta para la festividad de Navidad. La evidencia
antropológica de la zona de donde procede, Villa Serrano, y la semejanza de sus
compases y tiempo con otras formas etnomusicales del sudeste boliviano, hace
presumir su origen sincrético arawak, chané; y guaraní, chiriguano.
[v] Del quechua qara, s. cuero,
pellejo, corteza, cáscara, hollejo y tinya, s. especie de timbal,
es decir: timbal de cuero. Lara, Jesús. Diccionario
qheshwa-castellano/castellano-kheshwa. La Paz-Cochabamba. Los Amigos del Libro.
2001. p.p. 197, 251.
[vi] Del quechua muyu, adj. redondo,
circular y qara, s. cuero, pellejo, corteza, cáscara, hollejo, es
decir: cueros redondos. Lara, Jesús. Diccionario
qheshwa-castellano/castellano-kheshwa. La Paz-Cochabamba. Los Amigos del
Libro. 2001. p.p. 162,197.
[vii] Del quechua chajcha, s. brinco,
retozadura. Lara, Jesús. Diccionario qheshwa-castellano/castellano-kheshwa. La
Paz-Cochabamba. Los Amigos del Libro. 2001. p. 71. En este caso la palabra
chajcha alude a los brincos de los animales de cuyas pezuñas está fabricado el
instrumento y a los brincos de estas cuando el instrumento es ejecutado.
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De CULTURA
CHARCAS SIGLO XXI, 12/10/2016
Bellísimo relato, felicidades
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