LUIS LANDEIRA
De manera que
usted, joven insensato, aspira a ingresar en nuestra humilde comunidad
monástica. Bueno. De entrada, le felicito: no abundan los individuos que, en
tiempos tan nihilistas, se deciden a abandonar la acción y abrazar la
contemplación. Pero antes de abordar los oportunos formalismos, permítame
tratar de disuadirle, como es costumbre entre nosotros antes de aceptar la
solicitud de un novicio.
Si nos hacemos
llamar los Guerreros del Desierto es porque, en el plano espiritual, luchamos
contra nuestros propios egos, para matarlos y transmutar nuestro espíritu en un
desierto lleno de esa gran nada llamada Dios; pero también porque en el plano
físico vivimos en el corazón de un desierto.
Seguro que piensa
usted que sabe lo que es un desierto, pero yo sé que no es así porque muy pocos
lo saben. Pero descuide, que yo se lo explico. Esta será la primera enseñanza
que recibirá de mí, el más anciano de los Guerreros del Taklamakán.
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En el libro In
den Wüsten dieser Erde [En los desiertos de la Tierra], el
documentalista y escritor alemán Uwe George considera el
desierto como el estado natural de nuestro planeta, y el mundo contemporáneo,
animado con plantas y animales, como un corto entreacto. Por el momento, que yo
sepa, nadie ha rebatido tan arriesgada afirmación. Lo que sí sé a ciencia
cierta, porque incluso a estos andurriales llega el demonio de internet, es
que, cada día, el desierto universal se expande más y más. Según un informe del
Programa de la ONU para el Medio Ambiente titulado La perspectiva
global de los desiertos, «casi una cuarta parte de la superficie terrestre
de la Tierra —unos 33,7 millones de kilómetros cuadrados— se ha definido como
desierto». Pese a que en esos lugares inhóspitos, especialmente en sus oasis,
viven más de quinientos millones de personas, amén de incontables animales y
plantas, hay vastas zonas deshabitadas. Y cada vez más: el espacio yermo avanza
de forma implacable año tras año. Tan solo en el país del que usted procede,
España, el 80% del territorio está en riesgo de convertirse en desierto. Y con
la inestimable ayuda de ese gran agente desertizador que es el
ser humano, llegará un momento en el que el mundo vuelva a ser tal como era
antes de la creación: un redondo secarral deshabitado dando vueltas tontamente
alrededor de un sol cansado de brillar.
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Para habituarse a
ese estado desértico que, dada la velocidad implacable del progreso, llegará
más pronto que tarde, la persona singular puede tomar varias medidas. La
primera es meditar para profundizar en el silencio espiritual, en el desierto
interior, algo que está latente en nosotros, pues es nuestra condición normal
antes del nacimiento y después de la muerte.
El doctor Luis
Montiel, profesor de Historia de la Medicina en la Universidad Complutense
de Madrid, afirma que «la vida es la negación transitoria de la eternidad, la
anomalía en medio de la única norma casi perfecta; solo ‘casi’ por culpa,
precisamente, de la vida». ¿Lo pilla? Bien. Pues nosotros, los místicos,
construimos puentes entre la vida y la eternidad. Nosotros, los místicos, nos
adentramos en nuestros espacios interiores porque son profundos e ilimitados y
llenos de estrellas brillantes y también de tinieblas: ahí dentro todo es
posible, todo horror y toda gloria.
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El desierto
interior también podría buscarse en la gran urbe de asfalto: incluso en una
ciudad moderna es posible «implosionar», volver al origen, a la esencia, más
allá del útero materno: atisbar el rostro que teníamos antes del nacimiento de
nuestros padres. Pero con todo y con eso, hay muchas más dificultades para el
buscador de la Verdad en una metrópolis, pues esta se halla oculta bajo asfalto
y hormigón. ¿Recuerda aquella frase de Juri Camisasca cantada
por Battiato? «Forastero que buscas la dimensión insondable, la
encontrarás fuera de la ciudad, al final de tu camino». Y, sin duda, todos los
caminos llevan al desierto.
Los jardines zen
que se esconden en ciertas ciudades son oasis de arena y piedra, trocitos de
desierto ocultos en plena aglomeración. Del mismo modo, en el Carmelo
Teresiano, el término «desierto» tiene un significado espiritual, aunque esté
en una urbe: hace referencia a un espacio tranquilo y silencioso donde
encontrarse con uno mismo, con otros hombres y con Dios, para comprender que,
aunque suene a herejía, las tres cosas (yo, ellos y Él) son la misma cosa.
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Los profetas
bíblicos, para desmontar las religiones agrarias de una fecundidad vital que
enlazaba con lo orgiástico, no cesaban de presentar su religión como la más
pura de Israel «cuando vivía en el desierto». Y, no en vano, Cristo fue
conducido por el Espíritu de Dios al desierto para ser «tentado por el diablo»,
tal como nos transmitió el evangelista Mateo en el Nuevo Testamento. Es ese el
Cristo al que nosotros amamos e imitamos: el que pasó cuarenta días en el
desierto meditando, ahogado en un mar de dudas: así es como lo retrató el
pintor ruso Iván Kramskói en su revelador cuadro Cristo
en el desierto (1872). Para nosotros, solo existe ese Cristo
eternamente dubitativo, sentado y cabizbajo con rostro avinagrado, mientras la
claridad del amanecer amenaza sus espaldas. Por eso nuestra comunidad monástica
no es reconocida por la Iglesia, porque en su galopante heterodoxia no desdeña
la duda: se abraza a ella hasta deshacer su nudo, cabalga sobre su trágica
incertidumbre hasta comprender que todo es impermanente y, al mismo tiempo,
eterno.
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En su Diccionario
de símbolos, el poeta y crítico de arte Juan Eduardo Cirlot subraya
el valor específico del desierto como «lugar propicio a la revelación divina,
por lo cual se ha escrito que “el monoteísmo es la religión del desierto”. Ello
es a causa de que, en cuanto paisaje en cierto modo negativo, el desierto es el
“dominio de la abstracción”, que se halla fuera del campo vital y existencial,
abierto solo a la trascendencia». Para Cirlot el desierto es un reino solar, y
no porque el astro rey desencadene corrientes energéticas sobre la tierra, sino
porque constituye el supremo fulgor celeste, cuya contemplación ilumina pero
también ciega.
Desde el prisma
climático, la aridez del desierto es el caldo de cultivo ideal para una
espiritualidad pura y ascética, frente a la fertilidad física y la disolución
moral que caracterizan a las zonas húmedas y tropicales. Aquí, jovencito, su
próstata se encogerá y se secará hasta tener el tamaño y la textura de una pipa
de calabaza. Y como su próstata, menguará ese deseo ardiente y juvenil del que
brotan pensamientos y actos impuros, y su espíritu no se tambaleará ante las
tentaciones, como le ocurría al Simón de Buñuel sobre su
endeble columna. A la postre, la sequedad ardiente es el clima que más facilita
la consunción del cuerpo para la salvación del alma. He aquí el lado sagrado de
la desertización: convertir este condenado planeta en un entorno propicio para
el nacimiento de una luminosa civilización de santos ajena a la oscuridad
inherente al Homo sapiens.
La cultura
popular, que es la que predomina y la que se consume masivamente en nuestros
días, al menos en los núcleos urbanos occidentales, ha usado los parajes yermos
y arenosos del desierto para transmitir valores muy opuestos a los de la
santidad que nos interesa, y que tan bien han transmitido libros casi sagrados
como Eremitas de Isidro J. Palacios, El
solitario del desierto de Edward Abbey, El amigo del
desierto de Pablo d’Ors, La voz del desierto de José
Martorell, o Peregrino del desierto, donde el naturalista y
explorador Théodore Monod escribe: «Tuve la suerte de
encontrar el desierto, ese filtro, ese revelador. Me ha moldeado, me ha
enseñado la existencia. Es hermoso, no miente, es limpio. Por eso debe
abordarse con respeto».
Y, ciertamente,
el cine no suele abordar el desierto con respeto. Cintas como Mad
Max (George Miller, 1979), Las colinas tienen
ojos (Wes Craven, 1977), El tiroteo (Monte
Hellman, 1966), Dune (David Lynch, 1984), Paris-Texas
(Wim Wenders, 1984) o Carretera al infierno (Robert Harmon,
1986) se limitan a trasladar al individuo moderno a zonas desérticas, como para
subrayar su deriva existencial y su vacío espiritual. Pero, aunque en estos
filmes predomine la acción sobre la contemplación, en ellos se refleja el duro
trance de sobrevivir en el desierto, que no es poco.
Lo mismo ocurre
en una de las obras menos citadas del novelista J. G. Ballard, La
sequía, donde el escritor británico nos pinta un mundo sin lluvia en el que
las demenciales montañas de sal producidas por las plantas dan lugar a un
paisaje desértico, aderezado por los marchitos vestigios de una tecnología que
es culpable de la sequía: fueron los excesivos vertidos tóxicos los que
formaron una impermeable película sobre el mar que impidió que el agua se
evaporase y diera lugar a las nubes de la lluvia.
En el fondo, los
surrealistas personajes de Ballard, insectos desesperados que corretean sin rumbo
por ardientes arenales, no están tan lejos de la caricaturesca deriva de
Facundo, Anacleto y otros monigotes de Bruguera, extinta editorial de tebeos
española que a buen seguro conocerá. Creo que fue Manuel Vázquez,
el anárquico padre de las Hermanas Gilda, quien dijo que, como la censura no le
permitía meter sexo en sus historietas, enviaba a sus personajes al desierto
para que se desfogaran con largas caminatas a menudo interrumpidas por
tragicómicos tropezones y espejismos bufos. No iba desencaminado, el tal
Vázquez, pues el desierto es también una sublimación deshidratada de la libido.
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Pero la mejor
forma de familiarizarse con ese desierto que nos invadirá tarde o temprano es
residir en uno de ellos. Este interminable arenal de dunas que tiene ante sus
ojos, y que si Dios quiere y usted se lanza será a partir de ahora su casa, se
llama, como ya sabrá, Taklamakán, pero también puede escribirse Takla Makan o,
en chino tradicional, 塔克拉瑪干沙漠. Se trata del segundo desierto de arena más grande del mundo, solo
superado por el Rub al-Jali árabe.
El Taklamakán es
una extensión de 270.000 kilómetros cuadrados donde abundan bellísimas dunas de
más de trescientos metros de altitud. El nombre de Taklamakán no significa
«entra y nunca saldrás» ni «mar de la muerte», como dicen por ahí, sino «lugar
del abandono», porque aquí lo abandonará todo, empezando por su propia vida, y
resucitará como Lázaro de Betania. Mas no habrá ninguna Marta esperando su
regreso. Solo esa arena sorda, ciega y muda. Y el inefable ojo de Dios que nos
vigila desde el interior del sol.
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El Taklamakán se
encuentra en la Región Autónoma Uigur de Sinkiang, en la República Popular
China, en plena Cuenca del Tarim, en el corazón de Eurasia. La vida aquí no
debe ser muy diferente a la que se vive en el infierno, pues se
alternan días de sol abrasador con noches gélidas y continuos vendavales.
En invierno, las temperaturas caen por debajo de los 20 grados bajo cero, el
desierto se cubre de nieve y sus dunas blancas se asemejan a montañas de la
Antártida.
A pesar de las
inclemencias meteorológicas, no somos los únicos habitantes de este lugar. Por
aquí pululan tribus como los uigures, los kazajos o los han, amén de una buena
cantidad de bicharracos. ¿Que cómo sobreviven? Pues gracias a la nieve que, al
derretirse y correr entre las altas montañas, da lugar a cuatro ríos de agua
purísima, llamados Hotan, Keriya, Niya y Andir, que fluyen a través del
desierto hasta morir devorados por la arena.
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Nosotros, los
Guerreros del Desierto, despreciamos los oasis, fuentes de pecado y hedonismo,
y vivimos en la zona más seca e inhumana del Taklamakán, en cuyo interminable
horizonte, como puede ver, solo hay cielo y arena. Peregrinando sin rumbo por
este laberinto de dunas, nos sentimos pequeños como escarabajos de Namibia.
Rumiando ad nauseam nuestras plegarias con las lenguas secas,
la frase «predicar en el desierto» adquiere una nueva dimensión. El religioso
vulgar sostiene que en la prédica es preciso contar con un público, y que sería
una tarea ridícula hacerlo en un lugar donde no hay nadie para escuchar: Isaías
llamó a Juan el Bautista «voz que clama en el desierto» cuando este predicó
apelando al arrepentimiento en las solitarias colinas de Judea. Mas los
cenobitas del desierto Taklamakán estamos lejos de preocuparnos por que
nuestras plegarias no lleguen a oído humano, pues sabemos que esas oraciones
son los pilares del mundo: seguimos rezando porque estamos convencidos de que
tenemos el más crítico y furibundo de los públicos: Dios.
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Si otro de los
significados que se le da al topónimo Taklamakán es «la vieja patria» es porque
en la Antigüedad brotaron de él numerosas civilizaciones. Según indican los
restos arqueológicos, ya el pueblo de los tocarios anduvo por aquí entre el
primer milenio antes de Cristo y el primer milenio de nuestra era: existen
momias con más de cuatro siglos de antigüedad y rasgos europeos que lo
demuestran. Después, llegarían los habitantes de origen euroasiático y,
finalmente, los chinos, que entraron en el desierto para controlar los oasis y
hacerse con la Ruta de la Seda. No siempre lo lograron: hubo épocas en las que
el monopolio les fue arrebatado por los mongoles o los tibetanos, que tampoco
son mancos.
Fueron los ríos
antes mencionados los que dieron lugar, en el siglo I antes de Cristo, a la
Ruta de la Seda, que solo pasaba por los bordes del desierto sin llegar a
internarse en su letal zona interior. La Ruta llegó a tener más de 70.000
kilómetros, y atravesaba el Asia Central para conectar la antigua civilización
china con la griega, la egipcia, la babilónica y la india. Gracias a estas
grandes culturas, el Taklamakán vio desarrollarse inventos, tecnologías,
religiones y toda suerte de sabiduría. Pero, como pronto comprobará en sus
propias carnes, este desierto es extremadamente cruel, los movimientos de sus
dunas y su meteorología son tan inescrutables como los designios divinos, así
que con tanta facilidad como benefició el crecimiento de dichas civilizaciones
las destruyó y las sepultó per omnia saeculam saeculorum.
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Desde el siglo
XIX, son los arqueólogos y los investigadores quienes más disfrutan del vasto e
inhóspito territorio de Taklamakán, descubriendo en sus tripas vestigios de
ciudades-Estado en su momento tan ricas y avanzadas como Luan o Miya. Aún hoy,
los más variopintos expertos continúan liándose el turbante a la cabeza y
adentrándose en tan inclemente territorio para profanar los misterios que se
ocultan bajo su arena. Buscan tesoros y hallazgos arqueológicos, pero reciben
además una dura lección de la historia: Shiva, dios indio de la creación y la
destrucción, no deja de dar vueltas a su inmenso reloj de arena, invirtiendo
periódicamente las relaciones ente el mundo superior y el inferior, entre el
caos y el orden, entre la civilización y la barbarie.
Aquí, entre
cambios extremos de temperatura y tormentas de arena, es más fácil asimilar que
el destino de nuestra civilización en particular y de la humanidad en general
pende de un hilo, y que basta un simple estornudo de Dios para que todo desaparezca
para siempre. Como dijo el escritor H. P. Lovecraft, «somos
microorganismos insignificantes que en cualquier momento podríamos ser borrados
de nuestro estúpido planeta». Será entonces cuando, como augura Uwe George,
nuestro estúpido planeta recupere su estado legítimo y natural: el desierto.
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Y ahora, si pese
a todas mis advertencias aún sigue empeñado en unirse a nuestra humilde
comunidad cenobítica, procederemos a rasurar su cabeza y a hacerle entrega del
hábito monástico, que es blanco porque aquí, en China, el blanco es el color de
la muerte: porque los cadáveres y los esqueletos son blancos y porque los
miembros de esta comunidad, de alguna manera, ya estamos muertos para el mundo,
ya somos polvo o, si quiere, granitos de arena perdidos en la inmensidad del
desierto.
[Fuente: www.jotdown.es]
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De SEPHATRAD
(blog de Isac Nunes), 14/01/2018
Imagen: Vista del
desierto de Taklamakán cerca de Yarkand. Fotografía: Colegota (CC)
un retroceso a los primeros siglos de la era cristiana.....hay aspectos interesantes
ReplyDeleteCierto que da esa impresión.
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