Si no creo en lo absoluto del tiempo, tengo, en
cambio, una inquebrantable fe en las fases que regulan la vida de la humanidad
según un ritmo, un decurso que escapa tanto a los filósofos metafísicos cuanto
a los dogmáticos de cualquier religión… esta sigue siendo la poesía de Montale, esta fue
la poesía de un siglo, la poesía del siglo corto, la poesía del siglo de un viaje al fin de la noche: todas las
violencias y todas las soledades del hombre… Remarque, Ungaretti y Celan.
Nadie hoy a
propósito de Huesos de sepia hace el
nombre de Paul Valèry, como algunos lo hicieron en los años veinte del siglo
pasado; el simbolismo y el hermetismo se limaron, se drenaron hasta la
deshidratación y se moldearon en la poesía de Eugenio Montale, para muchos el
poeta de la burguesía, para otros el poeta
central, normativo, integralmente del siglo XX, el que pudiera hacer escuela…
poeta que también según Montale faltó a la Italia del ‘800. Desde su Génova, la
ciudad que se ve solo desde el mar,
desde sus carruggi (estrechos callejones sombríos) hasta sus creuza de ma (callejón que lleva al
mar), perfume de limones, de hierbas silvestres, de plantas humildes, de todos
los gritos animales y de los cantos humanos, hace un jugo sabio y lo exprime
hasta la gota imposible, la última gota. Sudor y lágrima. La poesía de Montale.
No fue nuestro
Victor Hugo, madurando en toneles de finos robles, reposando virtudes y poesía,
fue silencio oportuno y decisión firme como su construida poesía (ya en su
lectura de Sbarbaro se prefiguran Huesos
de sepia: lo irremediablemente
obscuro… y en la lectura de Boine, la
dureza ejercida en la palabra, antes de confiarla a la página) alusión y
arabesco e ideograma en lucha permanente entre la palabra vista y la palabra
leída y pronunciada… ció che non siamo,
ció che non vogliamo.
Entre dos
guerras, en una tregua ronca, advierte el tremor de su tiempo y del que vendrá:
el arte no estará nunca más ahí adonde termina la realidad, advierte el
movimiento de la Historia, de la
acción de lo humano… La storia non é
poi/la devastante ruspa che si dice./Lascia sottopassaggi, cripte, buche/e
nascondigli. C’é chi sopravvive.
En la escuela
maestros insípidos nos recitaban il male
di vivere, pero nosotros nos
enamorábamos de Esterina, de ricciute donzelle, recorríamos a plena
luz, canícula permitiendo, huertas y zanjas, saltando charcos y riachuelos, y
en las primeras fugas nocturnas invadíamos campos de amapolas y sustrayendo
unas cerezas de un árbol y unos huevos de un gallinero, robábamos il gocciare del tempo inesorabile… era nuestro
Eugenio.
Huellas
indelebles de Dante y de Leopardi y luego Shelley y Keats, Baudelaire y
Browning, vive, ama y odia su tiempo y no puede que concentrarlo en un eterno
retorno nietzscheano… Potere/simili a
questi rami/ieri scarniti e nudi ed oggi pieni/di fremiti e di
linfe,/sentire/noi pur domani tra i profumi e i venti/un riaffluir di sogni, un
urger folle/di voci verso un esito; e nel sole/che v’investe,
riviere,/rifiorire!
Escuchamos en la televisión
que había ganado un premio con un nombre extranjero, todo era aún blanco y
negro, años después reconocí - y tal vez gracias a él lo sigo reconociendo -
que la poesía es aún posible. No es nuestro Victor Hugo, su poesía sigue
reposando y madurando en nuestro tiempo, el arte está ahí, la realidad quizás…
La vida es esto, una astilla de luz que termina en
la noche (Louis Ferdinand
Céline).
Enero 2018
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