PAZ MARTÍNEZ
Yo también fui
niña, lo juro por la eucaristía que mordí en silencio para que mi madre no se
enterase. Había muchas teorías sobre si morder era pecado o no, porque el
cuerpo de cristo, por lo visto, sí podía ser chupado pero no mordido. Debía ser
por la duración aunque aquello no aguantara ni un minuto en la boca. Un bluf,
vamos.
En casa, de un
total de 50 metros cuadrados, había algún que otro pequeño problema: papi era
ateo y republicano, mami franquista y más devota que la iglesia misma, y la
economía…, inexistente. Comenzaron a tener hijos e hijos sin tener muy claro
qué hacer con ellos, lo que hoy llamaríamos una paternidad irresponsable y
antes tenía el nombre de vivir al día. Comenzamos siendo seis pero quedamos 4,
los otros dos llegaron, respiraron y palmaron. No había demasiado oxígeno en
aquel lugar, tampoco camas. La cosa es que fui la tercera y única fémina del
cuadro. ¿Pecata minuta? bueno, creo que éso también me hizo ser como soy. Había
dos consignas: "No se habla de casa" y "Los secretos son
pecado" y así, en aquella contradicción, evolucionó mi infancia. No puedo
hablar de felicidad, tampoco de lo contrario, pero sí de desubicación. Jugaba
con niños, con cosas de niños, pero no pertenecía ni se me aceptaba como niño,
tenía bragas. Jugaba con niñas, con cosas de niñas, pero no pertenecía ni me
identificaba con ser mamá o hija obediente, jugaba a ser la hija que se iba de
casa y eso, me acarreaba algún que otro insulto. Era demasiado niño. Imagino
que me adapté pronto a la soledad, a la incomprensión, al rechazo de verme
igual entre distintos, al no tener con quien hablar y fue lo que puso la
semilla a una inquietud latente y sin nombre. Pese a todo, se podía decir de mí
que era "tranquila" aunque miedosa e insegura. Me daba terror la
oscuridad, el monstruo que vivía tras la puerta del portal y esperaba a salir
al bajar la basura, por eso corría al bajar y subía de tres en tres las
escaleras. No había tiempo para encender la luz, no era lo suficientemente
fuerte para enfrentarlo si se le ocurría salir antes de tocar el interruptor.
Quizás por todo ello o por lo que fuese, me encantaba la luna. La rutina
siempre era la misma: bajar a toda leche, tirar la bolsa para que cállese donde
cállese y pegar la espalda a la pared del edificio mientras hablaba con ella.
Sé que le contaba cosas, vocal o mentalmente, y ella sonreía. Iluminaba y
sonreía. A veces, incluso contestaba en aquella lengua nuestra que nadie
entendía y, cuando me calmaba, respiraba profundo y tiraba escaleras arriba
como si no hubiese un mañana. Luego, lavar las manos, poner el pijama y a la
cama. Recuerdo soñar con volar sobre el edificio, con caminar por el tejado
(cosa que hice años más tarde gracias a un hueco en la buhardilla), con correr,
escapar y no avanzar, con estar en clase y tener ganas de hacer pis, pero como
estaba tan oscuro no encontrar el baño y despertarme muerta de frío. Cuando
ocurría esto odiaba a mi madre y sus gritos. Odiaba a aquel dios acusica y
castigador que negaría mis peticiones a los Reyes Magos, pero no contaba con
que, en navidad, venían mis tías, las extranjeras (entonces, León o Asturias me
parecían lugares lejanísimos e inalcanzables). Eran rubias, enlacadas, bien
olientes, esponjosas, de caras brillantes y pocos hijos. Existía para mis tías,
me preguntaban, me escuchaban, me sonreían, me acariciaban y hasta respondían
"qué mona es". La felicidad llegaba en navidad, siempre por navidad,
la única época en que mi madre sonreía. Traían turrón, bombones, cosas ricas,
regalos, paquetes envueltos en papel de fuera, con objetos de fuera y debió ser
ahí cuando el tándem Fuera=Bueno, se instaló definitivamente.
Me gustaba el
colegio, los profesores me trataban bien y sacaba buenas notas. Aunque el
director fuese un maltratador de niños, conmigo era amable. Me hacía llamar, en
el mes de mayo, para cantar a la Virgen María por megafonía interna.
"Tienes una voz angelical", decía, pero el tiempo se vengó cambiando
al ángel por la oca. Era un energúmeno barbudo y gordo, altísimo y bien
posicionado socialmente (eso, lo supe después, claro) al que mi madre trataba
como a sus santos, rogándole. Por eso tuve clases particulares de inglés y
francés, clases avanzadas gratuitas que me impartían de 6 a 8. Me fastidiaba
quedarme cuando todos se iban a casa pero, como contraprestación, merendaba
rico y hablaba de lo que me gustaba. En la pared del despacho del director,
allí nos quedábamos, había un mapa mundi enorme. Thomas, que así se llamaba mi
profe de inglés, me hablaba de la colonización británica mientras ponía
chinchetitas de colores: Estados Unidos, Canadá, La India, Ghana, Botsbuana,
Lesoto, Kenia, Níger, Brunei, Birmania, Australia... mil lugares, alrededor del
mundo, donde poder hablar inglés. Lo mismo hacía Charo, la de francés, un amor
de mujer que me adoptó como hermana, al intuirme tan sola como ella. Preguntaba
mucho y escuchaba más. Me prestaba libros preciosos, me contaba sus viajes y su
vida en Francia y me decía que, aquellos lugares salvajes, eran para mí. Tenía
continentes completos para alejarme de hermanos, de padres, de familias,
convertirme en una tía extranjera y rubia para traer regalos por navidad.
Debía, quería, ansiaba tener un mapa de aquellos en casa y claro, vino de
Asturias la siguiente navidad.
Aprendí a querer a mi padre, mucho, en aquellas conversaciones secretas, por
sus confesiones y contradicciones, por su machismo, racismo y dolor que adiviné
años después, porque mostró que le importaba y puso un minúsculo granito de
arena cuando debió. Quise a mi padre cuando aquel "bullebulle" mío se
hizo insostenible y quitó la llave de una puerta encerrojada y empapelada de
santos. Lo odié después, durante la adolescencia, al abandonarme cuando
cualquier víbora todavía se me comía, cuando dejé de temer a la oscuridad,
aunque allí siguiese. Lo odié cuando no sabía por dónde tirar ni a quién
preguntar, cuando creyó que yo era poderosa. A ella, para mi suerte, le pasó lo
mismo que a mi infancia, fue desapareciendo y sustituida por cualquiera que
proporcionase un guiño, por minúsculo que fuese. Ahora, no es recordada ni con
afecto ni con odio, tan sólo es pasado.
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