Hace ya siglos, paseando las callejas de tenderete y soroche de La Paz, en
compañía de Miguel Sánchez-Ostiz, conversábamos conviniendo que lo
primordial para un escritor, la máxima cima que este puede alcanzar, es lograr
una voz propia. Para Miguel, que ha alcanzado los diversos ochomiles del arte
literario, tal afirmación era una obviedad, pero para mí era un sueño. Las
únicas cimas a mi alcance eran las de las viviendas que, como suspendidas del
vacío, desordenan las paredes de esa ciudad vertical que es la metrópoli
boliviana.
Todavía me quedan
lejos las cimas de lo literario, a pesar de mis dedos como garfios desgarrando
el teclado, a diario. Busco mi voz propia, con denuedo. Pero la literatura
sigue siendo una novicia a la que deseo violar, con mi sexo de gramática
errónea, contra el altar del pensamiento único (analmente, a ser posible, para
incrementar así el efecto políticamente incorrecto de la infamia). Al final,
todo queda en un ejercicio onanista de sílabas tartamudas y metáforas sin
gracia. Además, si algún día alcanzo esa cima de la voz propia, lo único que
contemplaré, desde tal altura, será mi soledad andina. Los lectores que no
tengo habrán quedado lejos, comiendo raviolis de lata en el campo base.
Pienso que si un
escritor necesita una voz propia, igual la necesita un músico... más, en el
caso de ser, además, cantante.
El pasado año
tuve la fortuna de asistir a un recital de Enrique Bunbury,
debidamente acompañado de "sus" Santos Inocentes. Llegaba
hasta Madrid, el aragonés errante, para presentar su nueva obra, Expectativas,
y lo hacía cargado con la maleta de lo imprevisible, como hace siempre el
artista que ha encontrado su voz propia. Porque, reincidiendo en lo literario,
creemos conocer bien a un autor, cuando amamos el amarillo costumbre de sus
páginas, sólo para que este nos sorprenda con un nuevo volumen en que se
reinventa de amarillo hiedra. Pero, entre líneas, seguimos escuchando el caudal
áureo de su voz inconfundible, como un regato de orín renovado y valiente.
Igual ocurre con los buenos músicos. Igual en el caso de Bunbury, que aparenta
cambiar de piel, en cada nuevo disco, cuando sólo desordena el ropero. También
en cada nueva gira.
Así lo hizo, de nuevo, en Madrid, el pasado 8 de enero (ya saben, escribo con retraso, por llevar la contraria a la urgencia de los días). Del nuevo disco sólo sonaron cinco temas. El resto que cumplimentaron las dos horas de show emergieron de otras épocas, de trabajos anteriores, como lo harían los buques del Triángulo de las Bermudas si algún día fuesen rescatados de las profundidades: vestida de alga sin relojes su armazón, sí, pero renovada en fabulosos brillos al contacto con la luz de un nuevo sol.
En escena, aquellas canciones perdieron el óxido del tiempo sonando infinitamente nuevas, distintas, extrañas incluso hasta el punto de confundir a parte del público. Pero sonaron magistrales, y fueron pespunteando las costuras de tempo y compás que, en un vuelo nada improvisado, descubría a los espectadores el elegante modelo de alta costura en que se convirtió el recital. Ni siquiera la acústica errónea del local pude deslucir aquella pasarela de prodigios.
Enrique Bunbury,
es obvio, ya ha alcanzado la cima de su propia voz, y su espectáculo con Los
Santos Inocentes, apuntalado en una milimétrica escenografía de luminotecnia
sobria y exacta, permitió al personal degustar en toda su amplitud la
literatura con que la prosa firme del grupo engarza la lírica de este poeta de
los escenarios que, vestido de blanco inmaculado, como de traje primera comunión
o de piel náufrago fronterizo, ejerce de chamán que acompaña, con su voz como
caudal de monedas sin cruz, las de quienes, entre el público, celebran un viaje
hacia las propias emociones tan revelador como el que se supone al de la
ayahuasca. Una especie de exilio voluntario, mínimo, pero necesario, como
todos, de tanto en tanto.
Bunbury añade
tonalidades a su paleta de sonidos, inventando un lienzo que reordena el
presente de sus himnos pretéritos con texturas de tiempo venidero. Croupier
desmedido y feroz, baraja su dicción de melodías con los arpegios hieratismo
frágil de Jordi Mena, el sutil galopar ritmos de Robert
Castellanos, los fulgores en que ciega timbres Santi del Campo y,
cómo no, la pasmosa vitalidad riff y elegancia de Álvaro
Suite. Bunbury pasea su vocalización por los horizontes atmósfera cero
de Jorge Rebenaque, y acuna su cuerpo al compás fronterizo de Quino
Béjar, mientras replica contra el público la musculatura con que redobla
métricas Ramón Gacías. Bunbury, el músico/artista, se rodea de una
banda de artistas/músicos a los que, en vez de hacer sombra, permite sean la
sombra que engrandezca su perfil de épica y amianto. Mucho más que un concierto
de rock: un viaje, un breve exilio... todo un espectáculo, o sea.
El músico ha
encontrado su voz propia, está claro, y yo me pregunto si no tendrá que ver con
su permanente exilio. Sí, eso es algo que no le comenté a Miguel, mientras
resudábamos las pendientes de La Paz, pero que siempre pensé: el exilio puede
que sea el primer paso para encontrar la voz propia, lejos de todos aquellos
que te la equivocan dándote la razón o llevándote la contraria... amigos,
familia, defensores, detractores y aledaños... eso que aún nos empeñamos en
llamar patria. Más allá de las voces que moldean nuestra sintaxis. Remotos de
ese griterío que nos enmudece la pronunciación. Así, tal vez le sea más fácil
encontrar la voz propia al poeta, el escritor, el músico, el artista. Y pienso
en el propio Miguel, tantas veces autoexiliado en Bolivia, o en Juan
Goytisolo que, en Marruecos, hizo del exilio patria. También, claro,
en Bunbury, vagabundo de exilios más o menos largos por tierras americanas.
Yo, hoy, extraño
ese exilio de dos horas que ofrecen Bunbury y Los Santos Inocentes en cada
nuevo concierto. Me siento frente al teclado, de nuevo, para equivocar
pensamientos, y añoro, de paso, mis exilios bolivianos, marroquíes... sus
noches de verbo fácil. Que por aquellas tierras escribía mejor, creo.
Pero, aun dudando
de estos dedos que equivocan la noche con su taconeo de teclas y tabaco, por si
acaso, escribo... escribo y sigo buscando mi voz propia.
Fotografía: ©Jose Girl
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De POSTALES DESDE
EL HAFA (blog del autor), 11/01/2018
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