PABLO MENDIETA PAZ
No es un libro,
ni mucho menos, pero tiene caras. Es, a veces, un panfleto, un opúsculo
agresivo, ciego y brutal que difama sin piedad. Habría sido preferible,
piensas, que fuera un tabloide, un tabloide tan sensacionalista e hipnotizador
que mantuviera inalterable la epidermis grisácea del animal que llevamos
dentro; aunque bien, con sagacidad y precaución, por no decir cautamente, el
epitelio que la forma pudiera transmutarla a ciertos colores básicos. Pero no.
Demasiada arte alquímica. De tanto pensar en lo que es, hacia el fin de la
jornada caes rendido al sueño. Apostado ahí, en involuntaria urdimbre de
imágenes inherentes a un kantiano arte poético, el inconsciente advierte, en
segundos amables, que aquello en lo que piensas, y de lo que se está hablando,
no es más que bagatelas en el aire, un lenitivo a las miserias de la vida, por
más que por debajo otro inconsciente convoque a un reluctante Mauriac, quien
sostiene que, por lo poco que cuesta, qué fácil es construir castillos en el
aire, pero ¡qué cara es su destrucción!; y su destrucción es, al despertar, la
realidad; una incómoda realidad al fin, y en otro tiempo de Mauriac, del tema
que te ocupa, que nos ocupa. Con los ojos ya bien abiertos, sigues soñando (no
te queda otra) en que se trata, también a veces, de un pasquín de noticias
invisibles y primeras planas de titulares en blanco. Ya no te engañes, no tiene
sentido. Es nomás aquel opúsculo fiero; pero ya que has hablado de pasquín, de
pronto te suena a que esto es lo más cercano a lo que puede ser todo ese
descomunal y opresivo panfleto, y entonces desfilan ante tus ojos, que ya
sufren la opacidad del cristalino, ilustraciones de mala calidad: esa variedad
de caras deformes, pedestres, y lo que es peor, aplastadas por supuestas
glorias autobiográficas. Sí, sonríen, celebran sus triunfos. Van los dueños de
esas caras, supuestamente de la mano de un condescendiente Nietzsche, y,
ufanos, proclaman a los cuatro vientos que mientras más escalan los peldaños de
la vida, más son perseguidos por ese perro llamado “ego”. Pero lo que más
duele, lo que más te duele, es que la mayor parte de ellos no escala, pero el
perro está ahí. Que gané tres premios, a cual más prevaleciente; que mi nombre
figura en la publicación italiana esa, un surge et ambula literario que me
permitirá atrapar la posteridad junto a nombres notables (en perceptible
sensación vibratoria le nace un momentáneo pudor y duda en citar a los
estelares, pero basta una fracción de segundo para que el recato se derrumbe
como torre inclinada y los nombra (bueno, acaricia al perro que no es suyo, sí
de Nietzsche, mientras sujeta entre sus manos unos lentes intelectuales estilo
Pessoa o Joyce). Y, en general (nunca deja de asomar la buena intención, el
buen gesto), todo es así, un universo de autobiografías que se codea con esa
alma panfletaria, belicosa y provocadora. Pero aquel universo es más llamativo
porque es brillante (dejas ya de ser discreto y te burlas), como un alba
bonanzosa, como faro al medio del impetuoso oleaje oscuro. Y entonces, en exhibición
de caras diversas, por ahora solo una limitada gama, convienes finalmente con
un Auden de otra dimensión, en que cada autobiografía se ocupa de dos
personajes: un Don Quijote, el ego, y el Sancho Panza, el yo (hay muchos dueños
de caras que poseen este último, piensas esta vez con sonrisa complaciente).
Cavilas sobre ello y tratas de apartar de tu mente el parloteo y murmuración
vagos, insensatos, raquíticos, pero peligrosos; alfa y omega de ese teatro
encuadrado en un plano difuso, anárquico. Y como eres persona concreta, sin
pedantería, y heroico, unes en uno los soberanos principios de la masa que
moldea a ese negro firmamento (la agresión y el escarnio, el arribismo y la
petulancia, el chisme y la necedad), y disciernes en parábola que para cuando
te llegue la hora suprema, sin mirar atrás comenzarás (lo que quede de ti) a
recorrer, con energía y valor, la vía larga y estrecha hacia la gloria de la
anónima última morada.
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De la página de FACEBOOK del autor, 05/01/2018
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