ÓSCAR ESCRIBANO
Es difícil
trabajar con la familia. A veces las cosas se dicen, los sentimientos se hieren
y se crean las grietas. Adolf
Dassler
Mientras Paulina hace la colada en el cobertizo
de casa, sus tres hijos despachan a domicilio la ropa recién lavada. En
Herzogenaurach a los hermanos Dassler todos
les conocen por «los chicos de la lavandería». Adi, el más pequeño y tozudo de
los tres, aún es capaz de arañar tiempo libre, y así talla ramas que le sirvan
como jabalinas, o pule piedras para lanzarlas como pesos. A orillas del río
Aurach la vida es mansa y ordenada, pero en cuanto se inicia la Gran Guerra
todo empieza a desmoronarse. Los hermanos mayores, Fritz y Rudolf,
pasarán los cuatro años siguientes enfangados en las trincheras belgas, y Adi,
que cuenta con tan solo diecisiete años, también combatirá ya en el epílogo de
los enfrentamientos. Y a pesar de que los tres regresaron sanos y salvos, los
estragos del frente curtieron para siempre el carácter, hasta entonces afable,
de los hermanos Dassler. Las estrecheces de la posguerra recortan los gastos
domésticos, ya nadie puede pagar para que le laven la ropa. La lavandería no
tenía ya razón de ser, pero donde cunde la miseria Adi ve una oportunidad, y
con las herramientas que recolecta de días enteros peinando los abandonados
campos de batalla junto a la máquina de coser diseñada a partir del cuadro y
los pedales de su vieja bicicleta fabricó, en el cobertizo de casa, la primera
de sus revolucionarias invenciones: las zapatillas de clavos para correr.
La firma del
tratado de Versalles sometía la gestión de los recursos alemanes a manos de los
vencedores; el momento para emprender es adverso. Como alivio a todas aquellas
tensiones, el deporte comenzaba a atraer a la gente. Su hermano Rudolf huele el
negocio, y se une al proyecto. Sus caracteres son antagónicos, pero se
ensamblan a la perfección: cuanto más introvertido es uno tanto más afable es
el otro. Así, mientras Adi se afana en el taller, Rudolf desarrolla sus hábiles
dotes comerciales. Nace así Gebrüder Dassler Schuhfabrik. Es 1926, la empresa
crece, por lo que se han de mudar a una fábrica más grande en la otra orilla
del Aurach. Además la industria, al igual que el país, resurgía. Como tantos
otros, los tres hermanos se afilian al Partido Nacionalsocialista en mayo de
1933. Los nazis ven en el deporte el galvanizador idóneo para esparcir
camaradería y disciplina. Cuando Hitler garabateaba
su imperio sobre un mapamundi, los hermanos Dassler levantaban el suyo desde un
cobertizo.
En el seno de
la familia olímpica rondan dudas más que razonables sobre la
celebración de los Juegos Olímpicos en Berlín, nido del emergente
nacionalsocialismo. Al mismo tiempo, en Barcelona, en un flagrante intento de
boicot político, se contraprogramó con la denominada Olimpiada Popular, donde
unos doscientos de aquellos deportistas, después de participar, se quedaron en
España para unirse a las milicias republicanas.
El éxito empieza
a asomarse cuando Josef Waitzer,
seleccionador nacional de atletismo, peregrina hasta Herzogenaurach en busca de
esos locos de las zapatillas de clavos. A raíz de aquella visita, y con los
años, se tejieron unos profundos vínculos de amistad y colaboración. En Berlín,
al socaire de Waitzer, Adi campa a sus anchas por la villa olímpica. Casi todos
los atletas nazis llevaban calzado Dassler, pero Adi centra su atención
en Jesse Owens.
Impresionado con el «Antílope de ébano», Adi le muestra furtivamente sus
zapatillas de clavos con gestos, ofreciéndole un par: «toma, pruébatelas».
Owens se las calzó, y con ellas ganó todo lo que se podía ganar. Los cuatro
oros obtenidos enmudecieron Berlín, aunque el zarpazo definitivo sucedió en la
final de salto de longitud. Jesse no solo batió el récord olímpico con un salto
de 8,06 metros por delante del ario Lutz Long, sino que el saltador alemán fue el primero en abrazarse
y felicitar a Owens. («Se podrían fundir todas las medallas que gané y no
valdrían nada frente a la amistad de 24 quilates que hice con Long»).
Berlín supone el
despegue internacional de los productos Dassler. Se amplían las naves, y al
lado se construye «la Villa», la mansión donde vivirá todo el clan. Pero
mientras construían una multinacional, a los Dassler se les derrumbaba una
familia. Adi se volvió más terco con el trabajo, y Rudolf cada vez más
descastado con los suyos. También se torna decisivo el papel desempeñado por
ambas esposas. La discreta Friedl,
la mujer de Rudolf, balancea el genio descarado de Käthe, la mujer de Adi. Friedl era el dique que contenía la furia
de su esposo, entretanto Käthe no hacía otra cosa que enconar la cizaña.
Existen dos
clases de conflictos que explicarían una civilización entera: los armados y los
de familia. Al tiempo que repunta el auge nazi, Rudolf disputa el liderazgo de
la compañía a su hermano Adi. Las malas lenguas, además, apuntan a un affaire entre
Rudolf y Käthe. Y a pesar de no existir confirmación alguna de aquello, solo
espurias versiones como la de la señora Welker —la primera contable de la
empresa, que lo aireó en una comida familiar— los rumores siempre emponzoñan
más que las certezas. El odio se redobló, y cada uno de los hermanos ya no
pararía hasta arrastrar al otro al infierno.
Mientras Europa
se suicida, Herzogenaurach logra mantenerse al margen. Por entonces Adi es
llamado a filas, pero a los tres meses fue declarado exento, ya que se le
consideró más útil en Gebrüder Dassler que en el frente. Entonces sí que la
guerra empezó a anegarlo todo, se raciona el esfuerzo industrial y Adi se ve
abocado a improvisar auténticos malabares para evitar el cierre la fábrica, desde
solicitar prisioneros rusos para completar la plantilla hasta ampliar la gama
con modelos como «Kampf» (Lucha) o «Blitz» (Relámpago).
El ensañamiento
se colma en febrero de 1943, con los primeros bombardeos nocturnos sobre
Herzogenaurach. Una de aquellas noches fúnebres Rudolf ya se encontraba en el
refugio antiaéreo junto a su familia cuando poco después acudió Adi en compañía
de la suya, quien, nada más entrar, no pudo por menos que rezongar un «ya están
aquí otra vez estos cabrones». Adi, por supuesto, se refería a los aviones.
Rudolf, lo tenía claro, asumió que iba por ellos.
La puntilla la da
Hitler llamando a la movilización de todo el pueblo alemán. Ahora es Rudolf el
reclutado por la Wehrmacht, siendo destinado a la lejana aduana de Tuszyn. La
paranoia y la distancia redoblaron la aversión cainita de Rudolf, quien no
cesaría hasta arrastrar a su hermano al infierno, como se lo hizo saber
mediante una carta: «No dudaré en pedir que cierren la fábrica para que tengas
que asumir una ocupación que te permita jugar a ser jefe». Goebbels llama a la Totaler
Krieg: las tropas entrarían en combate, los liberados trabajarían en las
factorías setenta horas semanales, y quedarían suspendidos todos los eventos
culturales y deportivos, así como las operaciones comerciales civiles. Quién
necesitaba zapatillas. Ahora Gebrüder Dassler fabricaría los Panzerschreck —«el
terror de los tanques»—, plagio nazi del bazooka estadounidense.
Cuando a principios de 1945 los tanques aliados cruzaron el Rin, y el Ejército
Rojo avanzaba hacia posiciones próximas a Tuszyn, Rudolf huyó de su puesto. La
Gestapo no tardó en detenerle, aquella deserción le costó dar con sus huesos en
la cárcel. La condena consistió, encadenado junto a otros veintiséis reos, en
caminar trescientos kilómetros hasta el campo de concentración de Dachau. La
orden era nítida: matar a los prisioneros durante la travesía, descerrajándoles
un disparo por la espalda. Pero Luwdig
Müller, el supervisor de la marcha, obvió la orden, dirigió el grupo
hacia el sur, y cerca de Pappenheim fue interceptado por un convoy de
americanos, lo que permitió la liberación de todos los prisioneros.
Derrengado y
exhausto, fue así como Rudolf logró regresar a Herzogenaurach. De poco o nada
le sirvió: es arrestado de nuevo, en esta ocasión por el bando aliado,
acusándole de tareas de espionaje y censura. Cuando es internado en el campo de
Hammelburg, Rudolf fue informado de que estaba allí porque alguien le había
denunciado. Y no tuvo dudas de quién pudo ser. Pero el atasco burocrático y la
prioritaria reconstrucción provocan retrasos que torpedeaban la resolución de
los casos, lo que provocó que muchos de los acusados prisioneros, los que no
fuesen amenaza, quedasen en libertad. Justo un año después Rudolf Dassler
vuelve a ser libre.
La lucha siguió
en la casa de los Dassler con interminables discusiones para aclarar qué pasó
durante la guerra. Rudolf se vuelve furioso contra Käthe, seguro de que fueron
ella y su marido quienes interpusieron la «denuncia de mala fe». Si el panorama
ya era insostenible justo dos semanas antes de la liberación de su hermano,
Adi, catalogado como «colaborador muy activo» del régimen nazi, tuvo que
defender su propio caso ante el comité de desnazificación. No pudo ocultar su
pasado de afiliación y pertenencia a las Juventudes Hitlerianas, por lo que se
vio abocado a recopilar apoyos para su defensa. Valentin Fröhlich, antiguo alcalde de Herzogenaurach, no dudó en
afirmar que Adolf era muy apreciado en la comunidad, a diferencia de sus
hermanos, y que de los sesenta empleados de la fábrica solo uno estaba afiliado
al partido. Decisivo fue también el testimonio de un veterano miembro comunista
del KPD: «Por lo que yo vi, el deporte era la única política que contaba para
él. No sabía nada de la política de los políticos».
El odio se iba
haciendo grande, desplazando a cada hermano a una de las orillas del río.
Rudolf recién liberado vuelve a casa con la tozuda intención de horadar más en
la culpa de su hermano, desterrarle en la ignominia, fabulando que la idea de
fabricar armas fue de Adi, que él no supo nunca de estos manejos. Käthe,
despechada y furibunda, no cejó hasta elevar un escrito al mismísimo comité de
desnazificación, exculpando a Adi de la emboscada de Rudolf: «Declaro que es
incierto. Mi marido hizo todo lo que pudo para exonerar a su hermano». También
desmontó que Adi arengara a los empleados con soflamas políticas («Los
discursos, tanto dentro como fuera de la fábrica, deben atribuirse a Rudolf
Dassler, como podrá confirmar cualquier empleado de la empresa»).
La declaración de
Käthe logró que el comité modificase el veredicto, por lo que Adi fue declarado
«Mitläufer», uno más de los millones de miembros del partido que, sin embargo,
no colaboraron activamente. Así es como pudo volver a reflotar la fábrica.
El retorno al
hogar estrangula definitivamente la convivencia. Las continuas tribulaciones
desembocan en la ruptura definitiva. Rudolf se instalará a una orilla del
Aurach. Las naves, patentes y maquinaria se repartirían a partes iguales. En lo
que concernía a la plantilla se improvisó un plebiscito para que los empleados
eligiesen con quién quería cada uno quedarse a trabajar. Los comerciales, con
Rudolf. Los operarios y técnicos, con Adi. Se crean dos marcas. Adi registra la
suya con el acrónimo de su nombre y su primer apellido: Adidas. Tres bandas
blancas serán su emblema. Rudolf quiere hacer lo mismo con su empresa, pero
«Ruda» suena poco atrayente. Su negocio se llamará «Puma». En 1948 se registra
el logo del felino veloz y fiero. La seña de identidad sería al principio una
única pieza blanca, terminando en el formstripe que hoy sigue.
El cisma seccionó
la ciudad en dos; el río Aurach sería la frontera. Los pumeraner contra
los adidassler. Herzogenaurach a partir de entonces será conocida
como «la ciudad de las cuellos encorvados»: antes que a los ojos se mira al
suelo. No para mostrar respeto, sino para escrutar el calzado del otro. Cada
orilla tiene sus propios gremios, hasta distintas escuelas. Incluso los equipos
locales se reparten el patrocinio: RSV para Adidas, FC Herzogenaurach para
Puma.
Fue Rudolf quien
lo tuvo todo para conquistar el mundo del calzado deportivo, pero lo brusco de
su carácter le hizo pelearse con el hombre equivocado: Sepp Herberger, seleccionador de
fútbol germano. Forjó Rudolf una recia amistad con Sepp, y él mismo la evaporó.
Rudolf no se consideraba bien tratado, con la deferencia debida, y no dudó en
recriminárselo a Herberger: «No eres más que un reyezuelo. Si no nos convienes,
escogeremos a otro». A raíz del encontronazo Herberger entabló relación con
Adi, de perfil más parecido al suyo. Aunque escuetos en el hablar, les bastaba
un simple gesto para descifrar lo que el uno esperaba del otro. Aquel silencio
cómplice terminó convirtiéndose con el tiempo en una estima casi litúrgica. Adi
pasó a ser habitual de Herberger y su entorno. Así, el joven zapatero terminó
en 1954 en el mismo autobús que llevó a «Die Mannschaft» a la final del Mundial
de fútbol de Suiza. Ese 4 de julio, en Berna, Alemania sufría aún un velo de
humillación que atenazaba a todo un país en derribo. Tras muchos altibajos se
llegó a la final contra Hungría de los Kocsis, Czibor y
el mismísimo Pancho Puskas,
«los magiares mágicos». Alemania por entonces no jugaba a nada, y a la pésima
noticia del sol reluciente se le unió el precedente contra Hungría, equipo
combinativo y preciosista que jugaba con el primer falso nueve de la
historia, Hidegkuti, y que
ya en la ronda preliminar les había endosado un humillante 8-3. Pero empezó a
llover, y se oyó a Sepp Herberger gritar: «Adi, atornilla los tacos». Botas de
fútbol con tacos intercambiables, la increíble última creación de Adi Dassler:
los más largos evitarían resbalarse en el barro, los más cortos se usarían si
el césped estaba seco. El 2-0 con el que se adelantó la favorita Hungría fue
neutralizado antes del descanso por los alemanes. Lo que hoy se conoce como el
milagro de Berna (Das Wunder von Bern) no llegó hasta que quedaban seis
minutos para el pitido final, cuando Helmut Rahn marcó el definitivo 3-2. Campeones del mundo. En
la foto del equipo alemán, por insistencia de Herberger, asoma la silueta del
zapatero, Adi.
Extraoficialmente
era el resurgimiento de Alemania, el fin de una infame devastación. La
inopinada victoria desborda la demanda de pedidos en Adidas. Las tres bandas
blancas se convirtieron en símbolo mundial. Adi seguiría siendo aquel jefe
modesto y sencillo que goza del aprecio de los empleados. Mientras, en la otra
orilla del Aurach, Rudolf dirigía más informalmente Puma, tenía tendencia a las
charlas informales, casi paternalistas, compartiendo incluso el almuerzo con
sus pumeraner. Pero mudaba rápidamente de humor, muy a menudo y de
repente, y eso también lo sufrían sus empleados.
Pasaron los años,
y ambas compañías empezaron a monopolizar los suministros de calzado y
equipaciones deportivas: Puma en los clubs alemanes, Adidas en las selecciones
nacionales de Europa y África. Y aunque olía a retiro dorado para los dos
fundadores —mientras en una orilla del Aurach los nietos de Adi jugaban
con Beckenbauer, sus primos
peloteaban al otro lado del río con Pelé— ninguno quiso capitular del todo: sus hijos se encargarían
de dirigir los respectivos imperios deportivos con idéntica tenacidad, y mayor
repulsa hacia el enemigo, si cabe, que sus propios padres.
Cuando Rudolf
falleció, el 6 de septiembre de 1976, desde Adidas se emitió una irónica, casi
vengativa, nota de condolencia: «Por razones de humana piedad, la familia de
Adolf Dassler no hará comentario alguno sobre la muerte de Rudolf Dassler».
Cuatro años después murió Adi. Tan separados en muerte como lo estuvieron en
vida, en el cementerio de Herzogenaurach los dos hermanos están enterrados lo
más alejado que se pudo el uno del otro. Como si la muerte tuviese
también dos orillas.
_____
De JOT DOWN, Julio 2016
Imágenes:
Zapatilla
utilizada por Jesse Owens en los Juegos Olímpicos de Berlín 1936. Fotografía:
Cordon Press
Jesse Owens y Lutz Long. Fotografía: Cordon Press
Totaler Krieg –
Kürzester Krieg. Fotografía: Bundesarchiv (CC)
Fotografía: imago sportfotodienst / Cordon Press
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