Parece casi una
paradoja, pero la novela histórica en Chile no ha logrado arraigarse en nuestra
conciencia histórica. Quienes leen en este país han sido más bien devotos de la
novela histórica de otras latitudes o han preferido sumergirse en la historia
pura para acercarse a épocas pretéritas. A la falta de lectores se ha sumado la
falta de una crítica sistemática al conjunto del género.
¿Pero qué es lo
que pretende el novelista histórico al tomarse tantas molestias? ¿Por qué no le
basta con la explicación puramente histórica? ¿Cuál es el afán de remover los
añosos adoquines, de imaginar otros olores, otros sueños y otras injusticias?
Ciertamente que hay muchísimos aspectos extraordinariamente subjetivos de la
vida pasada en los que el historiador común no se entromete demasiado, porque
no le ayudan en su incansable búsqueda de la explicación de los procesos. Es
allí donde viaja el novelista, a escarbar lo que nadie más escarba y a traerlo
de vuelta, resucitando miles de Lázaros para que tengan una segunda oportunidad
de ser comprendidos o denostados, perdonados o condenados, amados u odiados.
Hablar de novela histórica hoy me parece hasta inapropiado. La delimitación de
géneros fue una perversidad inútil que predominó durante más de dos siglos,
pero que ya ha quedado atrás, arrasada por el revisionismo conceptual y la
nueva epistemología. Hoy más bien hablamos de obras contaminadas, que pretenden
decir algo.
No creo usual que
un escritor escriba una novela sobre su contemporaneidad con un ánimo
estrictamente histórico. Pocas “Zeitroman” nacidas desde la conciencia del
autor han visto la luz en el último siglo. No obstante, cada autor,
independientemente de lo que escriba, contribuye con su pequeña pieza de
rompecabezas a ensamblar el gran prodigio del entendimiento. Pero, conservando
nuestro aprecio por las novelas que se autodefinen como históricas, podemos ir
también a un buen archivo y traer parte del pasado-presente al
presente-presente. Es aquí donde debemos faltarle el respeto severamente a las
clasificaciones genéricas y hacia quienes las defienden como artilugios
autónomos. La poesía épica, la crónica subjetiva, los laudatorios religiosos,
las relaciones históricas, los epistolarios, los códigos legales, los juicios,
los testamentos, la poesía moderna o la novela común debemos hacerlas confluir
en el género mayor del contexto originador.
Chile, tan
alejado del resto del mundo, ha atraído desde su descubrimiento a los más
arriesgados aventureros y grafómanos. Desde las Cartas de Pedro de Valdivia al
emperador Carlos V, que la actividad no se ha detenido. La temática de estos
escribanos del tiempo no variará en lo posterior sino en leves matices: siempre
habrá una exaltación del territorio y del esfuerzo humano para ganarle a la
naturaleza y la adversidad. La Histórica Relación del Reino de Chile, del
jesuita Alonso de Ovalle, y la Historia General del Reino de Chile, de Diego de
Rosales, serán los primeros grandes panegíricos basados en la observación
directa que retratarán el nacimiento de una nación. Posteriormente, la poesía
épica, a través de La Araucana, Arauco Domado, El Purén Indómito y El
Cautiverio Feliz, dejarán delineadas las características muy peculiares de este
rincón del mundo. El golpe más rotundo en la afirmación erudita de Chile y
América, y que no tendrá precedentes ni prosecutores a su altura, lo dará José
Toribio Medina con su monumental Historia Jeneral de Chile.
Si proseguimos en
nuestro intento por acercarnos al pasado-presente, encontraremos ejemplos
valiosos como la novela Don Guillermo, de José Victorino Lastarria, los loores
de personajes de Benjamín Vicuña Mackenna o los copiosos novelones de Alberto
Blest Gana, como Martín Rivas o El Ideal de un Calavera. Si bien allí nos
encontraremos necesariamente con multitud de descripciones plasmadas desde la
contemporaneidad del autor, nos percataremos además de que hoy siguen
funcionando como delicados cuadros de época, contribuyentes ineludibles en la
búsqueda de la gran comprensión histórica. Si persistimos en este apropiado
reduccionismo, podríamos llegar a afirmar que todas las novelas son al mismo
tiempo históricas. Leo a Dickens, a Vïctor Hugo o a Thackeray de la misma forma
que leo American Sicko, de Easton Ellis. Las obras siempre son una respuesta al
presente, pues quienes van al pasado, al futuro o a la metafísica lo hacen para
intentar apaciguar sus inquietudes actuales. Otro problema diferente, y que nos
emparenta con la filosofía y la física, es que el presente nunca es presente,
sino evocación. Todo lo apreciamos o sufrimos en pasado.
Pero volvamos a
este ejercicio arriesgado. Avancemos hasta Casa Grande, de Luis Orrego Luco,
Recuerdos del Pasado, de Vicente Pérez Rosales, y En el Viejo Almendral, de
Joaquín Edwards Bello. Quién no podría estar de acuerdo con que aquellas tres
notables obras constituyen una especie de alma o diccionario de la difícilmente
aprehensible identidad chilena.
Lo que viene después
es suficientemente conocido, salvo en lo que concierne a las obras que
intencionadamente se han adscrito al registro clásico de la novela histórica.
Encontramos así auténticas joyas literarias como La Monja Alférez, del escritor
nazi Carlos Keller; Supay el Cristiano, de Carlos Droguett; La Ley del
Gallinero, de Jorge Guzmán; La Ciudad de los Césares, de Manuel Rojas; Cosa
Mentale, de Antonio Gil; El Príncipe Rojo, de Manuel Balbontín; El Sueño de la
Historia, de Jorge Edwards; La Casa de los Espíritus, de Isabel Allende; Santa
María de las Flores Negras, de Hernán Rivera Letelier, y una verdadera cumbre
literaria como lo es Ranquil, de Reinaldo Lomboy.
Quizás no sea la
mejor escrita, pero El príncipe rojo, de Manuel Balbontín es quizás una de las
más emotivas. Nárranse allí partes de la vida del contraalmirante Patricio
Lynch, personaje de nuestra historia de controvertido legado. Balbontín teje un
retrato amable del marino. Con un tono pausado y evocativo sigue sus pasos en
su niñez y juventud, previos a su desempeño crucial durante la Guerra del
Pacífico y la ocupación del Perú. En uno de los pasajes, se narra un singular
encuentro en China durante la primera Guerra del Opio. Patricio Lynch, entonces
un joven cadete al servicio de las fuerzas británicas, se ve obligado a
participar en una escaramuza contra un batallón de fuerzas chinas. Arremeten
las balas, los cañonazos y los gritos inentendibles. De pronto, del lado de la
trinchera enemiga se escucha un “¡tomen ingleses conchesumadre!”. Lynch comprende
al instante que al otro lado sólo puede haber un chileno, y le lanza epítetos
parecidos. Terminada la escaramuza ambos chilenos se reúnen y repasan las
extrañas circunstancias que han llevado a ambos combatientes a pelear en esa
guerra tan lejana.
Hace unos días
tuve el privilegio de acceder a la lectura de “Cíclope”, del escritor chileno
Claudio Rodríguez, novela histórica de pronta aparición en el mercado
editorial. Se narra allí la odisea política y existencial del periodista Luis
Mesa Bell, enmarcada en el período que antecedió y prosiguió a la implantación
de la República Socialista en Chile en 1932. Mesa Bell, un hombre recto,
obcecado y temerario, arremete con su furiosa pluma contra ciertos intocables
de ese entonces, para culminar prontamente masacrado a orillas del Mapocho.
Rodríguez, con
artesanal pulcritud, distribuye los puntos de vista de los personajes en
capítulos autónomos. No hay un narrador sino varios narradores, no hay un solo
estilo sino que los estilos van en directa relación con la forma de apreciar el
mundo de cada personaje. Es, en definitiva, una obra coral, donde distintas
voces describen, denuncian, se exculpan, exoneran a otros u omiten su
participación en los hechos que desencadenaron el trágico final. El narrador
central es Julio Müller, un abogado medianamente conservador y aficionado a la
escritura, que intenta ensamblar las piezas de un enorme rompecabezas policial.
Hay elementos de la mejor tradición de la novela negra y la novela
existencialista: personajes bien delineados que encubren sus propias espaldas
con dobles y triples discursos, hay motivaciones oscuras y ambientes sombríos;
voluntariosos líderes nazis se relacionan con policías corruptos, políticos
inescrupulosos, feroces inmigrantes, actrices prostitutas, idealistas varios y
de fondo, el incesante tecleo en las oficinas de la revista Wikén, donde
conviven los creativos egos de Jorge Délano, Pedro Sienna, Carlos Cariola,
Roque Blaya, Julio Müller y el mismísimo Luis Mesa Bell, despotricando contra
las injusticias del mundo y poniendo en serios aprietos a sus compañeros de
labor.
De esta forma,
quienes apreciamos tanto el aroma añoso de las bibliotecas antiguas como el del
papel recién editado, no podemos sino estar expectantes ante esta nueva obra
que se acerca a nuestras manos, tal como la novela sobre la batalla de Placilla
que prepara desde hace algún tiempo el escritor Marcelo Mellado.
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De CHILE LITERARIO
(blog del autor), 07/11/2014
Imagen: Alonso de
Ercilla
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