Monday, January 8, 2018

David Bowie, británico de espíritu francés

PABLO CEREZAL

Fue a mediados del siglo XVIII cuando se instauró, entre las personas de la alta sociedad francesa, la costumbre de retirarse de un lugar de reunión sin salutación alguna. Tales extremos de corrección alcanzó la impostada despedida, que pasó a considerarse de mal tono el marcharse diciendo “adiós” (adieu, hablamos de Francia). Se permitía, a quien se disponía a abandonar la estancia, hacer aspaviento que pudiese iluminar sobre su partida: mirar el reloj, por ejemplo. Pero bajo ningún concepto era admitida una normal despedida.

Hace ya unos años que David Robert Jones, más conocido como David Bowie, dejó la escena musical como si de uno de esos aristócratas franceses se tratase, sin siquiera mirar el reloj. Quizás haya dado otras señas y no las hayamos percibido. Tal vez sólo asumiese un nuevo álter ego, uno más de los muchos que ya ha llevado a escena.

Ha sido la carrera de Bowie, efectivamente, una diabólica sucesión de transformaciones y metamorfosis en cada una de las cuales ha querido asumir un nuevo nombre, una nueva máscara tras la que poder ocultar su verdadera personalidad.

Ya desde joven, tras haberse iniciado en el mundillo rockero de los años 60 colaborando, al saxo, con diversos grupos de blues, quiso el británico sufrir su primera transformación. Abandonó bandas y nombre, en busca de una fama que aún se le resistiría un par de años. Para evitar equívocos y posibles comparaciones con un grupo de cierta fama por aquellos tiempos, Davy Jones & The Monkees, adoptó el nombre de David Bowie, por el cuchillo que popularizó el mercenario estadounidense Jim Bowie.

Mayor Tom, Ziggy y otros más
Como forzado por el cambio de apelativo, se sumergió en una disciplinada alteración de los sonidos típicos de la época hasta dar a luz a Space Oddity, una épica canción en la que narraba cómo el Mayor Tom pretende comunicarse con la Tierra desde algún punto inconcreto del espacio exterior en el que la nave que tripula ha quedado varada, suponemos, para siempre. La canción fue lanzada por radio en 1969, cinco días antes de que despegase el Apolo XI y se cambiase, para siempre, el transcurso de la civilización occidental con la llegada del humano a la Luna. La supuesta coincidencia sirvió para que Bowie comenzase a jugar con la mitomanía del público, presentándose como un ser andrógino llegado de algún lejano e ignoto planeta.

A partir de entonces, nada sería igual en el mundo de la cultura popular. Bowie no se limitó a copiar las burdas hechuras musicales y de guardarropía del glam rock, como algunos aseguran. Él dio un paso al frente para situarse en vanguardia de todos esos músicos que pretendían desechar del orbe rockero la imagen macho del cantante aguerrido y castigador. Se atavió con largos vestidos de mujer y empleó a fondo su voz de falsete, sin olvidar los timbres graves con que Madre Natura le había honrado. Fue Bowie y sólo Bowie quien trajo la moda al rock. Fue Bowie y sólo Bowie quien llevó al paroxismo la identificación de los fans con su estrella predilecta. Él encarnaba las necesidades de autoafirmación de una juventud desorientada en sus roles sociales, políticos, religiosos y, sobre todo, sexuales.

Durante ese tiempo, amén de una virtuosa estrella de la música popular, se erigió en artífice de tres discos imprescindibles para todo aquel que desee comprender la evolución del rock’n’roll: Space Oddity, la psicodelia adiestrada; The man who sold the world, el hard rock bisexual; Hunky Dory, el pop experimental de laboratorio. Suficiente para cambiar y diversificar, para siempre, los caminos que la historia de la música deberían recorrer en las siguientes décadas. Y suficiente para que el artista acabase hastiado de su propia creación y decidiese tomar un nuevo rumbo, asumir una nueva personalidad.

Llega Ziggy Stardust. Con una imagen inspirada a partes desiguales por las dragqueens de la Factory de Warhol, los actores del teatro kabuki japonés y los desquiciados drugos de La naranja mecánica, Bowie se presenta como un extraterrestre bisexual llegado a la Tierra para salvarla de la destrucción. Para ello se transforma en una especie de profeta melódico.

1972 es el año en el que el público asistió atónito a la eclosión de The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, uno de los discos conceptuales más aclamados de la historia del rock. No contento con la amalgama de guitarras afiladas y sensuales cambios de ritmo con que aderezó su nuevo artefacto sónico, Bowie decidió sacar a pasear por medio mundo a su nueva criatura, en un espectáculo deudor de las sesiones cabareteras del Berlín de entreguerras, y que también anticipaba toda la pirotecnia y fantasía lumínica del stadium rock.

Siguiendo al dedillo la historia que el conceptual álbum relata, Bowie decidió sin embargo tributar ceremonioso entierro a Ziggy el 3 de julio de 1973, en un concierto que convertiría en filme para la posteridad el director D.A. Pennebaker. El responso final del mesías alienígena del rock respondía en realidad al fin de gira de presentación del álbum Aladdin Sane.

Consiguió el genial músico poner en pie, a la par, a dos de sus álter egos: Ziggy Stardust, la pansexual estrella de rock iluminada por una deidad superior, y Aladdin Sane (juego de palabras a partir de “a ladinsane”: “un muchacho loco”), prototípico ejemplar de músico del porvenir.

Un porvenir que ya había hecho acto de presencia y en que las armonías de raíces rhythm’n’blues se fecundan plácidamente con las vanguardias melódicas más extremas, del free jazz al avant garde futurista. Así moría Ziggy pero permanecía Aladdin, que se despediría con un exquisito álbum de versiones homenaje a los ídolos musicales de los 60, desde los Pink Floyd de Syd Barret, hasta los Kinks de Ray Davies, haciendo una discreta pero sobrecogedora pausa en la desgarrada voz de Jacques Brel y su Amsterdam, primera y discreta muestra, quizás, del espíritu francés del músico británico, aunque en esa ocasión escogiese a un cantante belga. Esa deliciosa versión sólo se publicó años después, como pista adicional no incluida en el LP original.

Revestido ya de la suficiente popularidad, Bowie se instaló en EEUU y, asimismo, su cohorte de paranoicos seguidores/imitadores. La deriva musical que toma en aquellos tiempos le conduce por los senderos del funk y el soul, quizás en premeditado agradecimiento a los ritmos que con más fuerza golpeaban las listas de éxitos de la música norteamericana.

Retomando sus visiones apocalípticas, Bowie da a luz al épico 1984, pretendida banda sonora de la obra literaria homónima de George Orwell.

Anclado en una fangosa adicción a la cocaína, el músico continúa su deriva hacia las músicas negras con Young Americans, en 1975, y la culmina al año siguiente con Station to Station, álbum en que da un nuevo giro a las bases tradicionales utilizadas en los ritmos más obvios para aderezar, en esta ocasión, el soul con sonidos tecnológicos cercanos al krautrock. Consigue pues, nuevamente, subvertir las normas no escritas de la música rock y se viste los ropajes de un nuevo álter ego, El Delgado Duque Blanco: un nuevo extraterrestre, inspirado en esta ocasión por la película de Nicholas Roeg que él mismo interpretó: El hombre que vino de las estrellas.

La gélida y elegante presencia de ese flamante marciano se agranda, contradictoriamente, con la cadavérica estampa de un Bowie consumido por la cocaína. Asistimos también a una eclosión de las mejores cualidades vocales de un artista que comienza a tomar distancia respecto de las estridencias del falsete que le había ganado tantos acérrimos seguidores. Madura la voz grave y profunda del maestro en un extraño momento.

Época de paranoia la del Delgado Duque Blanco, personaje desquiciado que coquetea con la mitología nazi y con las más duras  drogas que mordisqueaban a la juventud. Pero cabecilla también, sin saberlo, de una marea juvenil que arrasaría el orbe: el punk.

Su regreso a Europa le lleva a unirse en Santa Compaña a un alucinado Iggy Pop, al que produce los mejores de sus álbumes de esa época. Pero también se une a un visionario Brian Eno, con quien, mano a mano e influenciado por los años que viviría en el barrio de Schöneberg, en el Berlín occidental, dará vida a una de las trilogías musicales más desgarradas y reveladoras de la historia del rock, formada por los álbumes Low, Heroes y Lodger. La experimentación es total y Bowie arriesga hasta el punto de tener que batallar con la oposición de su discográfica a que sus criaturas vean la luz.

Sus iluminados desvaríos musicales en la Berlin Trilogy van de la utilización de abstractos pasajes sonoros en que la letra es aleatoria a ensortijados extractos armónicos basados en escalas musicales importadas de Oriente, pasando por la experimentación con el ruido blanco, en el que la densidad de todo espectro sónico adquiere la misma potencia.

‘Heroes’, el himno atemporal
Nuevamente Bowie se coloca en vanguardia de las tendencias que iban a invadir las ondas radiofónicas en el futuro inmediato, y se viste los ropajes de un nuevo álter ego, el lodger o “inquilino”, un sin hogar demente víctima de las dictatoriales reglas que la tecnología impone en esos años de ruptura y avance social. En el corazón de todo amante de la música queda ya, por siempre, Heroes, himno atemporal.

Con firmeza pero sin estridencias, Bowie comienza a inocular, en su música, la preeminencia de la guitarra, tamizada aún por los sonidos del sintetizador, para recuperar a su Mayor Tom, en el álbum de 1980 Scary Monsters. Encontramos ahora a un Mayor Tom regresado a la Tierra, tras años de vagabundeo estelar, y convertido en un yonqui maltrecho y moribundo.

Desconcertante es la deriva musical que le llevó, en los 80, a coquetear sin ningún rubor con los vacuos ritmos discotequeros que invadían las pistas de baile y abultaban los bolsillos de productores. Bowie había descubierto sus muy otras inquietudes artísticas: el cine, la pintura, el diseño, y se entregaba a ellas convirtiendo su música en una mecánica máquina de hacer dinero. Pasó del pop más hueco al heavy metal más cazurro, para instalarse de nuevo en la música electrónica, al amparo de la ola de estridentes ritmos industriales que arrasaba el mundo a principios de los 90.

Se salva, de esa década ruinosa en lo musical, la permanencia en las letras de esos conceptos filosóficos cuajados de referencias literarias que tanta fama le habían dado. La alquimia de Brian Eno vino a situarle de nuevo en la vanguardia del sonido, con el álbum Outside, 1995, germen abortado de una trilogía musical en que, a modo de ópera rock, se habría de narrar los desquiciados y violentos crímenes de un artista asesino.

Y dos años después, Earthling, agresivo y barroco álbum impregnado en paisajes sonoros cuya base musical es el drum’n’bass.

Se arrastra el músico ya, más que deslizarse, en el nuevo siglo, decorándolo con algún que otro pespunte creativo, como aquel Heathen de 2002, postrera seña visible de su genio, antes de escupir su último álbum de estudio hasta la fecha, un clasicista Reality que sólo da pie a la consiguiente gira, la última en la que los humanos tienen la fortuna de poder ver en directo al alienígena más controvertido y creativo que jamás haya pisado el planeta Tierra.

Después… la despedida que no se materializa y, como broma final, su colaboración con la actriz Scarlett Johansson en un vergonzoso álbum de versiones del grandioso Tom Waits. No culparemos al maestro. Quizás sólo avanzase a alguna nueva tendencia que nos negamos a admitir, como cuando a finales de 1977 acompañó, a la voz, a Bing Crosby en una versión imposible del navideño Little Drummer Boy que, cinco años después, se convertiría en éxito de ventas y recuperaría al avejentado cantor de Las Vegas como prototipo de un sonido que nunca debió desaparecer. Claro que la Johansonn no es Crosby, pero… quién sabe.

Ahora que sólo quedaba esperar el regreso de Bowie, aunque fuese para darle nombre a ese aristócrata francés que dejó la escena musical sin despedirse como es debido, reaparece el alienígena haciendo alarde de cierta mitomanía, con una canción y un clip (Where are we now) que retrotraen a sus años berlineses, y con una campaña publicitaria que juega a ocultar su rostro con crípticos mensajes que invitan a soñar con una nueva joya discográfica que el martes aullará en nuestros pabellones auditivos.

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De LA RAZÓN (La Paz), 10/03/2013



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