Pero podemos decirle algo a ese futuro que en
alguna parte construyen unos muchachos apasionados y terribles: toda revolución
sin pensamiento crítico, sin libertad para contradecir al poderoso y sin la
posibilidad de sustituir pacíficamente a un gobernante por otro, es una
revolución que se derrota a sí misma. Un fraude.
Octavio Paz
Conforme a
lo expresado por Bertrand Russell, la felicidad puede ser concebida como una
carencia de cosas que se desean[1]. Lo
normal es que la resignación frente a esta insuficiencia no sea sencilla. La
cuestión se torna más compleja cuando quien debe reconocerla, desencadenando
luego las consecuentes frustraciones, cree que sus virtudes son supremas, por
lo que las limitaciones serían inaceptables. Es posible que, afectados por
conocimientos inexactos, supersticiones o cualquier otra causa, los demás
sujetos deban rendirse ante tal destino. Para estos hombres sin altura,
acostumbrados a lo cotidiano, nada sería más razonable que admitir la
imposibilidad de alcanzar alguna cumbre. Empero, la situación es distinta
cuando pensamos en un revolucionario. En este último caso, la sola mención de
que algo es inalcanzable puede producir indignación. No habría nada que se
halle fuera del campo en el cual actúa; bajo su égida, la realidad jamás se
convertirá en un obstáculo para ser feliz a cabalidad.
Toda
revolución parte del conocimiento de una injusticia y, además, su
correspondiente repulsa. Los que la protagonizan se enteran de una situación
que contradice sus más profundas convicciones, dejándolos en un dilema: la
complicidad o el cambio radical. La segunda opción surge porque no se trataría
de un elemento accidental; en realidad, todo el sistema estaría también
mancillado, envilecido. Las modificaciones de carácter parcial resultarían
inadmisibles. Lo que se busca es un escenario inaudito, una sociedad en la cual
ningún agravio vuelva a presentarse. Por supuesto, para lograr este cometido,
desde Robespierre hasta Lenin, se ha invocado la razón. Sin embargo, esa
búsqueda del orden justo no ha tenido un destino siempre grato. No interesa
cuán sublimes sean los designios de sus gestores ni, menos aún, lo rimbombante
y conmovedor del catecismo elaborado para respaldarse. Si la historia sirve de
algo, esto sería enseñarnos a mirar con escepticismo esos experimentos.
Los pensadores entran en escena
Insatisfechos
con la vida teórica, varios filósofos se ilusionaron cuando alguna revolución
llegó a su puerto. Pusieron entonces su ingenio, así como el malabarismo
verbal, a disposición de quienes anunciaban la salvación del mundo. Ya conocían
del fracaso de aventuras similares; asimismo, entendían que, por distintos
factores, las injusticias nunca desaparecerían del orbe. Mas no concebían la
modesta idea de Amartya Sen, para quien debemos limitarnos a enfrentar las
injusticias concretas, procurar su mitigación, siendo lo demás utópico. No, su
pretensión era superior. Se perseguía la conclusión de cualquier conflicto.
Imperaba la creencia de que las ideas servirían para iluminar al prójimo y
resolver toda desavenencia. Esto último significa terminar con la política, que
es esencialmente conflictiva, tal como lo han precisado Simmel y Weber, entre
otros individuos. La diversidad humana nos conduce, aunque no lo queramos, a
tener criterios distintos, más aún en los asuntos relacionados con el poder.
Aspirar a que esto finalice con la consagración de una gran e inmaculada
verdad, bendecida por autores afines al proceso, es un peligroso despropósito.
En una
entrevista de 1968, Louis Althusser sostuvo que la filosofía era
fundamentalmente política[2]. Esto
implica que reconozcamos la existencia de, por lo menos, una disputa en torno
al poder. En nuestro enfoque, la pugna se daría entre quienes promueven el
cambio y los que prefieren la preservación del pasado. Así, de manera
sintética, puede hablarse de revolucionarios y reaccionarios, pese a la injusta
carga negativa del segundo grupo. Pensemos en Francia. Pasa que la Revolución
de 1789 mereció los elogios de Thomas Paine, quien defendió los derechos del
hombre con gran entusiasmo[3]. No
obstante, en esa misma época, Edmund Burke tomó la palabra para cuestionar el
régimen galo, pues ya podía generar preocupaciones sobre su desenvolvimiento[4].
Este pensador británico preveía que, aunque adornado con seductoras palabras,
el régimen no invitaba a tener ningún tipo de esperanza. La violencia puesta en
práctica por el jacobinismo respaldaría después el análisis que se hizo desde
Inglaterra. Por cierto, destaco a los intelectuales que se han opuesto a esa
clase de experimentos. Ellos se sitúan del lado más complejo, menos popular:
representan la salvaguarda del orden que, según se proclama, debe ser
liquidado. Con todo, al final, han prevalecido los criterios que celebraban
esas transformaciones radicales.
Pero esa
inclinación revolucionaria no fue siempre una consecuencia del ejercicio de la
razón. Uno puede haber explotado su intelecto para elaborar toda una genealogía
de los problemas que aquejan a la sociedad donde vive, asumiendo una función
tan cuestionadora cuanto incesante; sin embargo, en algún momento, el criterio
usado en ese cometido puede cambiar. Es lo que sucedió con Michel Foucault,
quien, después de haber criticado el carácter disciplinario del mundo
occidental, con sus instituciones excluyentes, opresivas, quedó cautivado por
la espiritualidad de una teocracia. El autor de Vigilar y castigar no tuvo problemas en elogiar al ayatollah
Jomeini. Su Revolución islámica, de 1979, era positiva porque introducía
espiritualidad en la política[5]. No
importaban las severas restricciones a la libertad ni, peor todavía, el hecho
de remitirnos al Corán para terminar con nuestras dudas en torno a variados
problemas, sean privados o públicos. Tampoco le perturbaba la situación de las
mujeres u homosexuales que hubiesen querido vivir como él, es decir, sin temor
a que su sexualidad fuese penalizada. Todos estos aspectos eran irrelevantes;
el filósofo pensaba en que, a la postre, esa sociedad irracional sería
perfecta, acabando con sus desdichas intelectuales. En cuanto a las minorías
excluidas, los marginados que le habían preocupado antes, su sacrificio podía
valer la pena.
Encantos y perversiones
A pesar de
las bestialidades que, salvo excepciones, sus practicantes cometieron en casi
todos los periodos históricos, ese fenómeno llamado revolución continúa
cautivando al prójimo, sea filósofo o no. El anhelo de un cambio pleno, brusco
y violento es prácticamente una religión que tiene los feligreses más tercos
del mundo. Debido al desprestigio en que caían sus defensores, reivindicar la
tradición, cuestionando a quienes deseaban abolirla, ha sido una lucha heroica.
Lo meritorio es alentar la devastación del antiguo régimen. En muchas
ocasiones, aun cuando parezca inverosímil, los individuos que proceden así
pueden hasta ignorar las causas de su rechazo al pasado. Pasa que la empresa no
necesita de seres ilustrados; a menudo, para integrar el gremio, basta su
efervescencia.
Probablemente,
la fascinación por los procesos revolucionarios tenga como base las conquistas
que obtuvieron quienes, en Inglaterra, Estados Unidos y Francia, consumaron
esas transformaciones. Aquéllos son los modelos que, por la envergadura de sus
repercusiones, intentaron ser copiados hasta el cansancio. Es importante anotar
que, al margen de las monstruosidades del jacobinismo, el movimiento gestado en
París puede destacarse gracias a su vocación universal. Nadie conseguirá
condenarlo al olvido; su influencia excedió lo que podrían haber imaginado los
progenitores. No obstante, la inspiración de Montesquieu, así como del genial
Voltaire, está en la obra que forjaron los británicos. Ellos fueron los que,
protegiendo al individuo, minaron las prerrogativas del Gobierno. Esta misma
cultura, enemiga del absolutismo, posibilitó que Norteamérica contemplara el
nacimiento de un país donde la libertad encontraría su principal bastión. Las
tres victorias en contra del atraso mostraron el rumbo a seguir dentro de
Occidente. Buscando su aura, incalculables mortales encabezaron grupos que
anuncian sismos políticos.
Contemporáneamente,
no hay revolución que sea concebida con fines perversos. En el principio, sus
predicadores abrigan la ilusión de que, cuando el triunfo se consiga, todas las
personas tendrán una convivencia pacífica y feliz. Al momento de discurrir
acerca del futuro, los discursos que pronuncian no admiten el pesimismo ni la
ira. Es correcto que, con regularidad, se invoca la violencia para destruir a
los criticadores del cambio; en este caso, no es aceptable ninguna
manifestación de caridad. Sin embargo, se aclara que la rabia del presente será
cambiada por el mayor amor conocible. Mas la regla es que su belicosidad se
mantenga inmutable, incluso tras haber pulverizado al contrario. Porque,
conforme a lo constatado en las distintas épocas, cuantiosos compañeros pasan
al bando de los traidores. La desconfianza se considera vital para el ejercicio
del poder. Con ese ánimo, la fraternidad se convierte en opresión.
Para evitar
confusiones absurdas y engaños que, tarde o temprano, nos envíen a la horca, es
útil saber cuándo estamos ante a una verdadera revolución. Porque, aunque los
conformistas inunden el planeta, es inobjetable que pueden acaecer todavía
prodigios de tal especie. En este sentido, de acuerdo con Jean-François Revel,
sostengo que ese fenómeno no es sino un “hecho social total”[6], el
cual se produce por críticas lanzadas en diferentes campos. Efectivamente, debe
cuestionarse la injusticia de las relaciones económicas, el poder político, los
cánones culturales y, en especial, lo que agobie nuestra libertad individual.
Si confluyeran esas interpelaciones a la realidad, estaríamos en condiciones de
proclamar una nueva era. Como resulta obvio suponer, el cumplimiento de dichos
requisitos no es suceso que se presente con facilidad. Lo cuerdo es que los
sujetos queden satisfechos merced a reformas moderadas. Además, debemos
recordar que los logros de las anteriores generaciones no son insignificantes;
por tanto, su salvaguarda es entendible. Con todo, para no dejarnos sorprender
debido a nuestra candidez o ignorancia, conviene reflexionar sobre cómo se gesta
ese singular género de mortales que se creen llamados a transformar el mundo.
Origen y decadencia del revolucionario
En un
ensayo de 1971, Hobsbawm escribió sobre los intelectuales y la lucha de clases[7].
Planteó allí una serie de ideas que permitían entender mejor su relación con
las experiencias subversivas. No sólo hizo esto. Sucede que, siendo más
generoso, en términos reflexivos, acometió una explicación acerca de la génesis
del revolucionario. Le intrigaba saber desde cuándo un individuo adquiría esa
condición, aquel estadio que, para Ernesto Guevara y demás románticos de la
política, colocaba en una cumbre a sus conquistadores. Así, el mencionado
historiador sostuvo que la conversión se producía cuando algunas condiciones
eran cumplidas. Lo primero era concebir una sociedad perfecta. Después, imaginada esa excelencia, debía
comparársela con la que tenemos actualmente. Notaríamos, desde luego,
imperfecciones, falencias, injusticias. Por último, gracias a ideologías
determinadas, nos creeríamos capaces de acabar con esas anomalías, descartando
cualquier otra opción. Concluida esta secuencia, estaríamos listos para
transformar la realidad.
La
sobrevaloración de los hechos, en desmedro del pensamiento, hace que un
revolucionario juzgue realizable todo anhelo, antojo, disparate o delirio. Si
no se producen las modificaciones que ansía, esto podría resolverse con mayor
ahínco, hasta ejerciendo el recurso de la violencia. Porque, continuando con su
lógica, es inadmisible que sea usada solamente la persuasión para incrementar
los partidarios del cambio radical. Está presente la convicción de que, como
manifestaba Rousseau en el siglo XVIII, puede obligarse a los otros a ser
libres[8]. Es
tiempo de levantar un orden que sea justo. Pese a ello, las decepciones insistirán
en obstaculizar esa gesta.
Una
revolución puede comenzar con aspirantes a santos; empero, aun así, por norma
general, finaliza en medio de hipócritas, cínicos y gente indiferente a toda
incomodidad. Llega el momento en que las imperfecciones ya no afectan. Pudieran
tener la vigencia de antaño; no obstante, debido a una nueva situación
personal, lograda por los impulsos del pasado, resultarían imperceptibles. Es
también posible que sus semejantes lo hubiesen conducido al más severo de los
pesimismos. Por lo tanto, no tendría sentido ninguna lucha porque los hombres
gustan de sus miserias. Existe igualmente la posibilidad de que esa
indignación, el fervor mostrado en un primer instante, al iniciarse su
conversión, haya sido una confusión circunstancial. En cualquiera de estos
casos, puede volverse a la contemplación, quizá observando cómo nuevos mortales
anuncian el fin del sistema. Es su hora de ingenuidad.
El aventurado sueño de la perfección
Desde la
Edad Antigua, grandes hombres concibieron sociedades que, conforme a sus
criterios, pueden ser calificadas de perfectas. Ellos han pretendido forjar un
modelo de organización, tan completo como mínimamente coherente, que termine
con los problemas. Gracias al cumplimiento de sus distintas reglas, la convivencia
entre las personas no admitiría el menor desentono. Bastaría con seguir al que
nos anuncia el nuevo orden para dejar de lado las impurezas, los conflictos, la
miseria y sinrazones actuales. Tal convicción es incentivada por el presente,
ya que éste nos tienta a eludirlo. Habiendo muchas dificultades que parecen
invencibles, no es extraño elegir la evasión del mundo. Es interesante el
número de individuos que ansían una tranquilidad absoluta, lo cual debería ser
consentido sólo en la muerte. Vivir será siempre una permanente búsqueda de
soluciones a los inconvenientes que impiden la felicidad. No aceptar esto
revela el intento de contrariar nuestra esencia.
Si bien
Platón, con La República, empezó el
linaje de quienes pensaron en un sistema social que irradie perfección, Thomas
More inmortalizó su afán con una sola palabra: utopía. El término ha sido
empleado para conmover a cuantiosos sujetos, pues, en principio, nunca se lo
conecta con las ruindades del ser humano. Subrayo que, como pasó con las
propuestas de Francis Bacon y Karl Marx, entre otros intelectuales fantasiosos,
ellos hayan sido venerados por hombres del más variado tipo. Naturalmente,
cuando el delirio les resultó favorable, los políticos patrocinaron la
concreción de todo lo referente a ese anhelo. Es preciso apuntar que, sin
excepción, los gobernantes han fracasado en acomodar su realidad a lo marcado
por el utopista. La práctica les hizo saber que sus semejantes tenían
demasiadas falencias como para formar parte de aquella maquinaria. Esa
diversidad humana es incompatible con el proyecto del que, persiguiendo lo
sublime, imagina una comunidad en la cual nadie contradice sus dictados.
Siguiendo esos principios, la diferencia se castiga indefectiblemente con el
destierro del sitio donde operarían los milagros.
Desgraciadamente,
existen mortales que confían en la inevitable materialización de una utopía,
resistiéndose a revisar sus postulados. Estos individuos buscan verificaciones
de las premisas que su guía les fija. La realidad podría estar pulverizando
cada una de las creencias que sustentan; sin embargo, su actitud no les
permitiría verlo. Hace tiempo, Karl R. Popper enseñó que éste no es el camino
hacia la verdad[9];
conduce a planteos dogmáticos, cuya peligrosidad ninguna persona debe ignorar.
La ceguera voluntaria de los comunistas trajo consigo las peores pesadillas que
se hayan figurado. Lo patológico es que, aun en medio de la podredumbre causada
por esos desvaríos ideológicos, sus propagandistas aseguraban que la razón los
cobijaba. Queda claro que los fanáticos no están hechos de la materia que
posibilita dudar. Lo menos tolerable es que sus certidumbres hubiesen procurado
subsistir merced al sacrifico del prójimo.
Con todo,
hay otro modo de considerar la utopía. Además de entenderla como un proyecto
colectivo, en el que lo singular provoca rechazo, es plausible defenderla bajo
la figura del ideal. Desde esta perspectiva, se pueden encontrar virtudes que
merecen nuestro entusiasmo. Lo único innegociable es rendirse ante a quienes
gustan de la mediocridad y el ocaso. Para estos seres, cambiar los valores que
regulan la coexistencia es imposible. Se sugiere que abandonemos la intención
de asociarnos con gente íntegra, veraz e ilustrada. Esto es lo que les parece
pretencioso, irrealizable; obviamente, su opinión debe ser impugnada sin
retraso. Aspirar a desenvolvernos en un ambiente donde la inhonestidad sea
censurada, al igual que cualquier expresión de idiotez, es una postura
rescatable. Jamás serán innecesarios los hombres que, con razonable orgullo,
decidan renovar la línea del quijotismo. Dejemos a los demás que, mansamente,
disfruten de su vulgar actualidad.
Ilusorio derrumbe del socialismo
Por suerte,
las peores utopías han provocado momentos de gran desencanto. Así, tras haber
llenado el planeta de humillaciones, servidumbres, torturas, asesinatos y
millonarios con aval gubernamental, los experimentos del colectivismo parecían
llegar a su fin. Se agotaba la penúltima década del siglo XX; los ciudadanos de
países adscritos al socialismo, en sus distintas variantes, ya no tenían
paciencia. El desprecio a sus proyectos individuales, incluyendo la pretensión
de no ser controlado por ningún burócrata, se hacía inaguantable. La falta de
respeto a su libertad había sido consentida por demasiadas generaciones; en
consecuencia, los cambios se tornaban imperiosos. No es falso asegurar que aun
el hambre impulsó movilizaciones de hombres contrarios al sistema defendido por
la U.R.S.S. Claro que, para evitar un desmoronamiento inmisericorde, se planteó
a quienes protestaban la posibilidad de consumar algunas reformas. Había la
esperanza de frenar un avance que amenazaba con pulverizar sus privilegios. Sin
embargo, no se confiaba en los miembros del partido para realizar las
transformaciones que, si se procuraba vivir con dignidad, debían considerarse
imprescindibles. Las mentiras del partido, así como el cinismo de los
gobernantes, perdieron eficacia. El mandato era terminar con una calamidad que,
nacida como sueño, había producido las más indecibles pesadillas. Era el
momento ideal para recuperar un poder que, en nombre de una utopía, se había
quitado groseramente.
Pocos años
han sido tan libertarios como el de 1989
[10].
En marzo, los independientes obtuvieron el 15% de las bancas del parlamento
soviético. Aun cuando el régimen del partido único se mantenía firme, las
disidencias comenzaban a ganar vehemencia. Esa situación, indiscutiblemente
antidemocrática, era censurada gracias a la voluntad de los votantes. No
pasaría mucho tiempo hasta que la hoz y el martillo dejaran de mortificarlos.
Tampoco se consentía la vigencia del esperpento en China; pese a ello, el grito
por una realidad menos infame originó allí un crimen mayúsculo. Por suerte, los
muertos de la plaza Tian Anmen no abandonaron este mundo en vano. En junio, el
mismo mes de la masacre, los polacos dieron la victoria a Solidaridad,
empezando su emancipación del oprobio comunista. Lech Walesa, un electricista
con compromiso ciudadano
[11],
consolidará luego ese avance que no recurrió a la violencia para su
establecimiento. Así, hubo también reestructuraciones en Hungría, donde se
restableció el multipartidismo, Bulgaria, Checoslovaquia y Rumania, que sirvió
de tumba para el tirano Ceaucescu. Con todo, si se pidiera elegir un solo
acontecimiento, uno que, de mejor forma, sintetizara ese fracaso del
socialismo, deberíamos pensar en Alemania. Su capital hizo posible que, a nivel
internacional, contempláramos un triunfo sublime de la libertad.
Sin lugar a
dudas, la caída del Muro de Berlín es un recuerdo perpetuamente grato. Cada
golpe con martillos, combos y picos era el desahogo de las personas que fueron
obligadas a callar durante mucho tiempo. Esa gente no tenía derecho a viajar
adonde le ofrecieran buenas condiciones de vida, debiendo resignarse al
tormento de la economía planificada y el terrorismo de Estado. Siendo imposible
la conquista por medios persuasivos, pues las patrañas del catecismo ideológico
resultaban inútiles, quedaba sólo la fuerza para no perder a los oprimidos. El
panorama se había vuelto tan adverso para las autoridades que construyeron esa
abominable muralla en 1961. La valentía de los individuos que apostaban por una
sociedad sin tonterías colectivistas hizo factible su desplome. No obstante, ni
siquiera esa victoria en un territorio sometido al control de los soviéticos,
cuyas amenazas poseían aun tono nuclear, tendría que haber servido para
pregonar el descalabro definitivo del adversario. Es comprensible que, en ese
ambiente de júbilo liberal, se soñara con la desaparición del marxismo. Son
diversos los autores que no pensaban sino en la celebración del triunfo. Pero
hubo otros intelectuales que, como pasó con Burke y la Revolución francesa,
prefirieron una reacción moderada. No se negaba el progreso; empero, había
motivos para desestimar la euforia.
Ralf
Dahrendorf fue uno de los pensadores que no se sumaron al optimismo del momento[12].
Como cualquier persona que detesta los autoritarismos, él no sintió pesar por
los gobernantes caídos. Mas, desde un principio, advirtió que las expectativas
podían generar cuantiosas e irreparables frustraciones. Ocurre que,
contrariamente a lo esperado por muchos sujetos, adoptar un modelo democrático
no implicaba la solución pronta de todos los problemas. En cuanto a la libertad
económica, su aplicación estaba lejos de producir beneficios inmediatos. Por
consiguiente, no bastaba la proclamación del cambio en favor de los mercados
libres, puesto que el camino hacia mejores días conllevaba incesantes y grandes
esfuerzos. Lo malo es que, una vez abatido el muro, numerosos hombres se
ilusionaron con la llegada de un futuro perfecto. Se creyó asimismo que, siendo
victorioso, el liberalismo no necesitaba de ningún otro trabajo para probar su
validez. Revelando ingenuidad y estupidez, se entendió que el discurso de la
dictadura del proletariado no seduciría a nadie más. Más de dos décadas
después, aunque sin el riesgo bélico de entonces, hallamos todavía regímenes
que se adhieren a esa corriente; peor aún, nos topamos con multitudes ansiosas
del sometimiento. Debemos reconocer que faltó proceder con mayor prudencia.
Teníamos que haberlo concebido como una de las inagotables batallas con ese
monstruo. Tal vez, si hay fortuna, el próximo festejo nos encuentre menos cándidos.
En cualquier caso, no podemos dejar de lado a quienes contribuyeron al oprobio.
Para una condena definitiva del marxismo
No existe
otro pensador del siglo XIX que haya influido tanto en este planeta. Si bien es
cierto que Nietzsche, su contemporáneo, ha sido elogiado desde hace décadas,
las repercusiones provocadas por Karl Heinrich Marx son incomparables. Al
respecto, en cuanto a lo eminentemente intelectual, conviene apuntar que su
libro El capital es uno de los más
editados y traducidos. No asombra que, teniendo millones de lectores, algunos
se decantaran por concretar sus anhelos, transformando las sociedades en donde
habitaban. Esas aventuras, sobresaliendo la Revolución rusa, cuya consumación
no conoce aún el hastío, impiden que el defensor del socialismo científico sea
olvidado. No importan sus imprecisiones, absurdos e insensateces; los
seguidores amenazan con acompañarnos hasta cuando la Tierra se convierta en una
bola de fuego. Pese a ello, quienes aspiran al conocimiento de la verdad, es
decir, una minoría que no recibe las ovaciones del vulgo, deben intentar su
derrumbamiento. Incontables tumbas y cárceles demuestran que, sin su
veneración, los hombres tendrían una realidad menos adversa. Mientras haya
lucidez, corresponde contribuir a ese cometido que debe calificarse de loable.
Como
científico, el amigo de Friedrich Engels, con quien apeteció la mayor
objetividad, Marx no fue sino un fracaso. Aunque su doctrina tenía el propósito
de conducirnos a la verdad, acabando con los mitos y demás males que atribuyó
al capitalismo, su comprensión del mundo fue inexacta. La profecía que giraba
en torno al advenimiento del comunismo no se cumplió; por ende, sus bases deben
juzgarse falsas. De nada sirvió utilizar a Hegel[13],
pervirtiendo su dialéctica, ni tampoco partir del ideario que los economistas
clásicos propugnaron. Ninguna de las convicciones que adoptó valida esa
predicción. Está claro que, cuando recorrió la historia, lo hizo para elaborar
una patraña concordante con su pretensión igualitaria. Todo se resumía en
pugnas de clase; no obstante, estos conflictos, protagonizados por los
explotados que se resistían al sometimiento, terminarían en un futuro próximo.
La observación de los hechos aseguraba el final. El problema es que, al verter
esos dictámenes, fue incapaz de alejarse del dogmatismo. Quiso ser infalible,
pero, como enseña el autor de Conjeturas
y refutaciones, las teorías científicas no tienen ese carácter. Su
prestigio habría sido distinto si, con la mesura del escéptico, se hubiese
limitado al campo de la especulación.
La ética
del marxismo se funda en el desprecio al individuo. Sin grandes inconvenientes,
se lo suprime del análisis, destacando que hay sólo relaciones dentro de la sociedad.
Lo que valen son las colectividades, los modos de producción, el orden ansiado
por quienes se oponen al capitalismo. Obrar como una persona soberana,
eligiendo los criterios morales que rijan sus actuaciones, merece la
desconfianza del socialismo. De acuerdo con lo que se afirma, las condiciones
materiales nos determinarían en todos los ámbitos. En un régimen compatible con
el liberalismo, habría únicamente seres humanos que son engañados. Las
decisiones habrían sido tomadas, con anticipación, por los opresores. Los
valores que se defienden estarían signados por la mentira. En suma, sus
planteos son responsables de que nuestro libre albedrío se creyera ilusorio.
Hasta un logro tan valioso como reconocer los derechos del hombre y el
ciudadano, llevado a cabo en la Francia revolucionaria, se consideraba una
farsa. En cuanto a esto, debe recordarse que, gracias a ese género de
instrumentos políticos, podemos condenar, desde una perspectiva moral, al
gobernante cuando comete abusos. Suponer que, por haberse originado en la
burguesía, sus garantías favorables a las personas eran un artificio deja notar
una mentalidad obtusa, bastante nociva.
Todos los
partidarios del socialismo, incluyendo a las personas moderadas, cuentan con
taras que distinguieron al pensamiento de Marx. Lo execrable es que las
ostentan sin ningún tipo de pudor. Admito que hubo revisiones, aun
interpretaciones, como la de Karl Korsch, dirigidas a criticar postulados del
historicismo; sin embargo, en los casos donde no se dieron apostasías
ideológicas, muchas premisas continuaron siendo adoradas. El hecho de que ser
izquierdista sea todavía un orgullo patentiza esta perversión. Esa devoción por
el maestro surge en cualquier instante, peor aún si hay crisis económica. Se
invoca entonces al monstruo del mercado y la explotación capitalista con el
mismo entusiasmo de hace casi ciento setenta años[14].
Por mucho que se beneficien de instituciones liberales, obteniendo victorias en
las urnas, queda siempre la insatisfacción con el orden que favorece a los
individuos. Es un atavismo que, salvo contadas muestras de conversión
auténtica, jamás consigue desaparecer. Esta lamentable situación exige que,
hasta la extenuación, se denuncien las deficiencias y vicios de su profeta.
Conservar su legado es preservar la posibilidad de reproducir aberraciones
colectivas. Se agradecerá el detener la proliferación de secuaces llamados a
predicar los delirios del teórico más destructor que se haya conocido. Deberíamos
haber tenido ya suficiente con esa pesadilla que fue la Unión Soviética.