Esta columna iba
a tratar de las razones por las que falló el atentado. De hecho, antes de
escribir esto, comencé una columna acerca de eso: los azares y errores que
determinaron que el dictador saliera con vida de lo que el Frente Patriótico
Manuel Rodríguez definió como una emboscada de aniquilamiento. Que el rocket
que dio en el vidrio trasero del Mercedes Benz de Pinochet no explotó porque no
tenía la suficiente distancia para detonar. Que, debido a la caída de los
arsenales de Carrizal Bajo, el túnel construido meses antes bajo la carretera
frente a Las Vizcachas quedó sin los explosivos suficientes para que Pinochet y
su comitiva volaran por los aires. Que hay que darle créditos a la pericia del
chofer de este, que logró maniobrar y sacarlo de la ratonera en la que estaba
atrapado. Que la maldita suerte que quiso que ese no fuera el año decisivo para
acabar con la dictadura.
El asunto es que después de haber gastado palabras en eso, que en conjunto no es más que la suma de una derrota, me convencí de escribir sobre el significado histórico y moral de lo ocurrido hace treinta años.
El asunto es que después de haber gastado palabras en eso, que en conjunto no es más que la suma de una derrota, me convencí de escribir sobre el significado histórico y moral de lo ocurrido hace treinta años.
Lo ocurrido tiene
el reproche de la derecha y el lamento de los militares, que como es natural
por estas fechas, lloran a sus caídos. Pero de la otra parte, de quienes
administraron el poder en transición, el atentado es una sombra que incomoda y
se ignora. De ese lado sólo hay reconocimiento para las víctimas a secas, no
para las víctimas que se levantaron para devolver el golpe.
Puede decirse que
fue una acción torpe e irresponsable, porque era evidente que luego del
atentado se vendría –como se vino- una venganza del ojo por ojo, diente por
diente que pudo haber sido todavía peor si las cosas hubieran resultado de otro
modo. Puede decirse también que fue una empresa artesanal y voluntariosa, en la
que las granadas de mano eran tarros de duraznos cargados con explosivos,
tuercas y clavos. Pueden decirse muchas cosas (entre ellas que el trasfondo
jamás reconocido del plan consistía en desatar una guerra con las armas de
Carrizal Bajo). Pero además de todo lo anterior, el atentado fue la expresión
de un deseo colectivo, una vuelta de mano ante crímenes sistemáticos y
arbitrarios, un intento de desenlace histórico ejecutado con sentido de
espectáculo y afanes épicos.
La
espectacularidad está en la audacia de los capítulos que conducen hasta esa
tarde de domingo 7 de septiembre de 1986 en la cuesta Las Achupallas del Cajón
del Maipo. Corredores de buzo y zapatillas que cada mañana pasan frente a la
casa del dictador en Santiago para estudiar sus rutinas. Mujeres bellas con
cara de turistas distraídas que recorren los caminos de entrada y salida de la
casa de El Melocotón. Fusileros que en las horas previas al día decisivo se
alojan en la hostería Carrió, a dos o tres kilómetros de la casa de descanso
del dictador, fingiendo de seminaristas de Schoenstatt. Esa cadena de
simulacros conforma hasta antes de los tiros una comedia burlesca para un
régimen todopoderoso que gastó millones en inteligencia y represión.
La épica, en
tanto, está en lo imposible de la misión. Una lucha desigual, de David contra
Goliat, en la que un grupo de veinte hombres y una mujer aceptó participar de
una tarea en la que había escasísimas posibilidades de salir con vida. En
términos estadísticos, se les advirtió, un uno por ciento.
Cuando se
embarcaron en la misión, ni siquiera sabían a lo que iban. Lo supieron de la
siguiente forma, ya acuartelados en una casa del Cajón del Maipo:
-Vamos a matar al
chancho –pronunció uno de los jefes.
Para los
fusileros, matar al chancho era un privilegio que se pagaba con la vida.
No eran –ni son-
ningunos héroes. Ni antes ni después del atentado. Antes que cualquier cosa era
gente común que estuvo dispuesta a hacer algo excepcional. Gente joven, que no
pasaba los treinta años, con un promedio escaso de experiencia en combate. Cada
uno tenía sus motivos, pero ninguno tuvo tantos y tan poderosos como Víctor
Díaz, cuyo padre del mismo nombre fue detenido y hecho desaparecer después de
cerca de ocho meses de detención y torturas.
Para 1986 no se
conocía el testimonio de un agente de la dictadura que dijo que el padre del
fusilero Díaz murió asfixiado con una bolsa plástica amarrada a la cabeza, al
tiempo que una enfermera le inyectaba cianuro. Quizá qué más hubiera hecho el
hijo de haber sabido antes el modo en que murió su padre. Cuando lo supo, hace
diez años, vivía en Francia como refugiado político. En Chile, en tanto, tenía
–y aún tiene- orden de detención.
El asunto es que
hace treinta años, esa tarde de domingo 7 de septiembre, cuando partió a cobrar
cuentas, el hijo se anudó al cuello de su camisa una corbata negra que había
pertenecido a su padre desaparecido. Como pocas cosas, esa corbata negra
simboliza hasta hoy lo que siembra el horror.
*Director de Periodismo UAH.
Los Fusileros
Juan Cristóbal Peña
Debate, 2016, 438 páginas
Juan Cristóbal Peña
Debate, 2016, 438 páginas
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De THE CLINIC,
08/09/2016
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