Es muy
significativo que, 20 años atrás, la publicación de McOndo haya
desatado un alud de críticas negativas. La mayoría de comentaristas, sobre todo
en Chile, se tomó el prólogo de Alberto Fuguet y Sergio Gómez a la tremenda y
en consecuencia lo leyó como si fuera un manifiesto político-cultural, cuando
en realidad tenía mucho de ópera bufa y desplante juvenil. Fuguet, Sergio Gómez
y los otros 15 autores fueron acusados no solo de ser unos burguesitos frívolos
de clase media (o “ni siquiera alta”, como dijo, con mal disimulada irritación,
un crítico argentino), sino de estar completamente enajenados por la cultura
gringa. Así, de manera cambiante y según la filiación ideológica del
comentarista de turno, McOndo era presentado como “una
celebración del neoliberalismo que a mediados de los noventa triunfaba en
América Latina” o como “un proyecto machista que solo incluía a hombres” o
–conclusión final absolutamente previsible– como “un reflejo de esa juventud
consumista apenas interesada en encarar nuestros gravísimos problemas”.
Si se trataba de
quitarles autoridad, hubiera sido más eficaz contrastar el prólogo del libro
con lo que en efecto, no en la fantasía, pasaba en ese entonces en la
literatura. El hecho de que un editor de Iowa les hubiera rechazado unos
cuentos, alegando que “bien podían haber sido escritos por cualquier autor del
Primer Mundo”, era la prueba fehaciente, inequívoca, para los prologuistas de McOndo de
que tanto los escritores como las editoriales y el público a este y el otro
lado del Atlántico seguían encadenados al grillete del realismo mágico. “No es
posible aceptar… que aquí todo el mundo anda con sombrero y vive en árboles”,
proclamaban enardecidos. “En McOndo hay McDonald’s, computadores Mac y
condominios, amén de hoteles cinco estrellas construidos con dinero lavado y malls gigantescos”,
remachaban, como si nadie lo hubiera advertido nunca.
Estos
comentarios, evaluados a la distancia de dos décadas, producen una especie de
lástima. Fuguet y Gómez simplemente parecían haber leído mal la literatura
latinoamericana (o no haberla leído en absoluto). Para empezar, pasaban por
alto que el mismo año de publicación de Cien años de soledad, en
1967, ya estaban en librerías La vida breve (1950), de Juan
Carlos Onetti; La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes,
y Rayuela (1963), de Julio Cortázar, tres libros de referencia
donde no hay realismo mágico y donde las ciudades son un nítido contrapunto a
ese campo y a esa vida rural que en opinión de ellos acaparaban las letras
latinoamericanas.
Otro tanto puede
decirse de sus quejas respecto a la falta de atención a la cultura popular y a
la televisión. “¿Y lo bastardo, lo híbrido?”, preguntaban de manera retórica,
convencidos de que no habría respuesta a sus interrogaciones. “Para nosotros,
el Chapulín Colorado, Ricky Martin, Selena, Julio Iglesias y las telenovelas (o
culebrones) son tan latinoamericanas como el candombe o el vallenato”. Pues
bien: 20 años atrás, en 1976, ya Manuel Puig y Luis Rafael Sánchez le habían
dado carta de ciudadanía a todo ese universo en El beso de la mujer
araña y en La guaracha del Macho Camacho. Visto en
perspectiva, el libro de Luis Rafael Sánchez hasta parecía anticipar los ruegos
de Fuguet y Gómez por una narrativa donde se viera “nuestro país McOndo
sobrepoblado y lleno de contaminación, con autopistas… tv-cable y barriadas”,
toda vez que elegía un descomunal atasco de tráfico en San Juan para hacer una
gozosa reflexión en torno a la caótica modernidad del Caribe.
Es importante
añadir que ya en los años sesenta, mientras la literatura se abría en multitud
de direcciones, Carlos Monsiváis y otros autores estaban escribiendo crónicas
de enorme aliento sobre ídolos populares o haciendo perspicaces conjeturas
sobre la identificación del público con lo que veía en las pantallas de los
cines o los televisores. (Una de las principales carencias de McOndo es,
justamente, que ignora la multifacética riqueza del periodismo, de la nota
cinematográfica o del ensayo en aquellos tiempos inventivos).
A mí me gustaría
radicalizar estas críticas: en 1996, a excepción de algunos epígonos sin
importancia, ni siquiera el mismo Gabriel García Márquez estaba interesado en
el realismo mágico. Sus libros de la época, desde Crónica de una muerte
anunciada(1981) hasta Del amor y otros demonios (1994), ya
habían dejado atrás el estilo hiperbólico y barroco de Cien años de
soledad, sustituyéndolo por una prosa más contenida, donde a menudo
refulgían las antiguas enseñanzas de Hemingway. Más aún: en lo que puede
considerarse una sabrosa ironía, a mediados de los ochenta García Márquez había
publicado su “libro chileno” –Las aventuras de Miguel Littin clandestino en
Chile–, en el cual, si se lo hubieran propuesto, Fuguet y Gómez habrían
podido encontrar mucho de lo que reclamaban para su propia escritura.
No me resisto,
llegado a este punto, a comentar una segunda y acaso más filosa ironía. Con
ánimo provocador, los prologuistas de McOndo decían que “si
hace unos años la disyuntiva del escritor joven estaba entre tomar el lápiz o
la carabina, ahora parece que lo más angustiante para escribir es elegir entre
Windows 95 o Macintosh”. Da risa pensar que también en esa encrucijada el
“arcángel san Gabriel” se les adelantó por lo menos década y media. Desde 1981,
García Márquez se había dejado seducir por el logo de la manzana, siendo tal
vez uno de los primeros, si no el primer autor latinoamericano, en cambiar su
viejo instrumento de trabajo por un computador. “Jobs le había recomendado
directamente el equipo –recordó Roberto González, pocos días después de que
muriera el nobel colombiano–. García Márquez usaba todavía su pesada máquina de
escribir y él le dijo que tuviera mejor un Mac en cada país. Entonces, yo fui
quien se lo mostró a Gabo en una feria. Se compró uno para México, otro para
Cartagena y uno más para Barcelona”. Lo dicho: aunque intentaran reducirlo a un
cliché, ese García Márquez era más complejo –más inesperado– de lo que
cualquiera hubiera podido imaginar.
En realidad, el
malestar de Fuguet y Gómez tenía un origen muy preciso. Primero en 1982, y
luego en 1989, la literatura de su país natal había producido dos best
sellersmayúsculos, La casa de los espíritus, de Isabel Allende,
y El viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda. Ambos
libros, sin la menor duda, abusaban de los peores tópicos del realismo mágico,
pero el hecho de que el público los acogiera no permite inferir que entonces el
realismo mágico era la única oferta disponible en el catálogo de las
editoriales. En este sentido, Fuguet y Gómez cometían un error clásico, que esconfundir
la literatura con el mercado. Para decirlo de manera sintética, aunque la
literatura obedece parcialmente al mercado, no se agota en el mercado. O, dicho
de otra forma, la literatura, que toma cuerpo gracias al mercado, precede y
excede al mercado. Todos sabemos que la circunstancia de que un libro se venda
poco –o solo alcance un puñado de lectores– no significa nada en cuanto a su
calidad e influencia.
No sé si por
desconocimiento o por mala fe, Fuguet y Gómez callaban que al lado deLa casa
de los espíritus estaba Respiración artificial (1980),
de Ricardo Piglia, y que flanqueando a El viejo que leía novelas de
amor aparecían Glosa (1986), de Juan José Saer, y Cuando
me hice monja (1993), de César Aira. Ninguno de esos libros, con
caminos narrativos totalmente diferentes a los del realismo mágico, logró
ventas extraordinarias, pero desde un comienzo fueron saludados como hitos de
la nueva narrativa latinoamericana y rápidamente traducidos al francés y al
inglés. Así pues eldictum de Fuguet y Gómez, según el cual la
industria editorial “desechaba” a quienes “poseían el estigma de carecer de
realismo mágico”, se demostraba palmariamente falso. Al enfilar baterías contra
el realismo mágico, Fuguet y Gómez en realidad estaban cayendo en la antigua
falacia del hombre de paja, que consiste en caricaturizar unos argumentos (o
una situación) en aras de facilitar un ataque crítico. No combatían a García
Márquez; en verdad, combatían una imitación falsa y vulnerable de su literatura
(el “hombre y la mujer de paja” representados en Isabel Allende y Luis
Sepúlveda) a fin de dar la ilusión de llevárselo por delante. Finalmente, es
fácil dar la apariencia de triunfo en una discusión intelectual cuando se
escogen adversarios débiles.
Yo tengo una
teoría de uso casero, ajena al libro propiamente dicho, que tal vez explique
las numerosas distorsiones de óptica en McOndo. Es bien sabido que
tanto Fuguet como Gómez asistieron a los talleres que José Donoso dictó entre
1985 y 1991 en la capital chilena. De allí, de esos workshops conflictivos
y retadores, nació el germen de las dos antologías con que irrumpieron
ruidosamente en la vida literaria de su país. Creo adivinar que Donoso les
transmitió a Fuguet y Gómez su desaforado resentimiento contra Gabriel García
Márquez y, de manera indirecta, contra el realismo mágico, que él interpretaba
como la causa de que nunca se le hubiera reconocido como un gran autor. Ese
asunto, que puede rastrearse con facilidad en la Historia personal del boom (1978)
y en la espeluznante memoria de su hija adoptiva Pilar –Correr el tupido
velo (2010)–, me exime de multiplicar detalles en extremo penosos.
Baste recordar que El jardín de al lado (1981) ofrece una
mirada satírica –y rebosante de esa “enorme y lícita envidia” que le gustaba
pregonar a Donoso– a propósito de la relación entre Núria Monclús (Carmen
Balcells), la “bruja de las finanzas, la catalana pesetera y avara”, y su
“escritor favorito”, “el insolentemente célebre” Marcelo Chiriboga (Gabriel
García Márquez). En este sentido, se podría decir que McOndo es
la venganza infantil, postrera, por interpuestas personas, del escritor chileno
contra el nobel colombiano. Sobra decir que se trata de una venganza
inoficiosa, pues la antología no tuvo el menor efecto en la reputación de un
autor que no necesita de ningún tipo de valedores. García Márquez –¿lo dudarán
Fuguet y Gómez?– sigue siendo un nombre ineludible en la narrativa de lengua
española.
*
Por supuesto,
todo lo dicho hasta aquí tiene un punto de injusticia. En McOndo participan
17 autores y no parece lícito, o al menos equilibrado, proyectar sobre los
cuentos unas opiniones vertidas por los antologistas en el prólogo. Como acá no
dispongo de espacio para comentarlos de manera individual, me limitaré a pasar
por alto las numerosas inconsistencias del libro (no incluye a ninguna mujer ni
a ningún escritor del Caribe; no es propiamente una antología de los escritores
que agrupa, sino un volumen de textos pedidos ex profeso; no fue el producto de
una investigación a carta cabal sino más bien el junte azaroso de lo que
sugerían amigos o conocidos), y lo haré, entre otras razones, porque Fuguet y
Gómez reconocen esas debilidades. Mi argumento provisorio para explicar por qué
el libro ha envejecido de manera tan vertiginosa es que se trata de una
antología de autores interesados sobre todo en la novela, para los cuales el
cuento, aunque los hubieran escrito, era una forma secundaria; un, digamos,
paso obligatorio antes de encarar lo que de verdad valía la pena. No me extraña
que, leídos con 20 años de distancia, sobresalgan los relatos de quienes en el
momento de la publicación ya tenían a sus espaldas un pasado como cuentistas:
Rodrigo Fresán, Juan Forn, Gustavo Escanlar y sí –todo hay que decirlo–:
Alberto Fuguet.
A estas alturas
sería necio desconocer que la antología debe su éxito a que tenía un nombre
magnífico –fue lo que se dice “un hallazgo afortunado”–. Me temo sin embargo
que ese acierto publicitario es en parte la causa de su actual fracaso, el
motivo por el cual nadie considera a McOndo un volumen
decisivo o cuando menos un importante documento generacional. (Edmundo Paz
Soldán, uno de los autores seleccionados, escribió hace un tiempo que era una
“malhadada antología”). McOndo reúne a escritores que estaban
escribiendo antes de que la editorial Mondadori lanzara el libro, que seguían
escribiendo durante su lanzamiento y que siguen haciéndolo hasta la fecha, a
menudo –o casi siempre– a contramano de la estética promulgada por Fuguet y
Sergio Gómez. Para decirlo en términos publicitarios: perduró la marca, pero
caducó la mercancía.
*Editor.
__
De ARCADIA, 23/08/2016
TREMENDO....!
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